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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (17 page)

BOOK: El barrio maldito
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Al finalizar la tarde, luego de haber gustado toda la entraña musical de los valles montañeses, el
Hiru-puntúa
, el
Eta guría
, el salmodiante
Hiru damatxo
, los zortzikos clásicos que la ilusión vestía con los románticos arreos del atormentado Iparraguirre, el
txistulari
de Maya tocaba la «
soka-danza
».

Apenas el redoblante iniciaba la introducción, esa especie de alalá… o llamada que el txistu teje en una escala de gritos iniciales, poníase en pie Dionisia llevando el pañuelo en alto. En seguida se formaba el corro dando principio el baile; un baile casto, sencillo y viril en que los danzarines saltan impetuosos, trazando rúbricas en el aire, unidos solamente por la extremidad de un pañuelo. Al comienzo, el tambor redobla suelto y el txistu sube y baja en un desgranar de notas rápidas; mas en cuanto empieza seriamente la danza, el redoblante se une al tierno y acompasado son del tamboril, y ya los dos unidos llevan durante toda la marcha el ritmo inconfundible del zorcico.

Estamos, sin género de duda, a cien leguas del chotis madrileño ejecutado sobre un ladrillo. Y hay su razón geográfica. La una es música de cumbres; la otra, de franca decadencia, afrodisíaca y pegajosa, es el estimulante necesario a las razas agotadas por la excesiva civilización. Que solamente es de razas primitivas encender muy lejanas y muy altas las fogatas de amor…

La tarde pasaba deliciosamente para Pedro Mari y sus amigos, tanto que a la noche, saturado de recuerdos y de íntima ternura, vacilaba en salir a aburrirse una vez más entre la algazara de las fiestas. Más Dionisia, carne eterna de contradicción, caía sobre él apenas iniciado el deseo de irse a la cama.

—Mira, Pedro Mari, hazme el favor de marcharte a dar una vuelta. Te vas a poner gordo como los canónigos de tanto dormir. Anda, hombre, anda, distráete y quítate de en medio que no haces más que estorbar.

Pedro Mari cogía pesadamente su bastón y su
jipi
de indiano y se marchaba a la Plaza del Castillo, reflexionando que su mujer era una pobre enferma y él un filósofo tolerante. Se acercaba al quiosco a oír la música, y si tocaban los dulzaineros de Estella o Viana, mejor que mejor. En los intervalos discurría solo, entre el gentío que llena las aceras, los veladores de los cafés y los alrededores de la fuente.

A las diez de la noche el aspecto de la plaza era imponente. No se podía dar un paso; el estrujón libre, las pisadas y codazos caían democráticamente sobre el curioso viajero que se decidía a aventurar sus pasos entre la fronda humana poseída de dionisíaco ardor…

A pesar de ello, Pedro Mari gustaba internarse a contemplar las arrogantes mozas aldeanas, zagalas en flor, descentradas bajo sus anchos vestidos domingueros. En una de las revueltas creyó vislumbrar una carita pálida y triste que le miraba sonriente. «¡Rut! ¡Es Rut de Bozate!», pensó en seguida. Y tornó a mirar, buscando inútilmente por todos lados. Le había parecido verla un instante, lo que dura un relámpago. Acaso fue sólo una alucinación de sus sentidos excitados por tanta música, tanto ruido y tanto baile popular.

Se disponía ya a retirarse, cuando le detuvo un rumor sordo de gritos, silbidos y aplausos. La gente agolpada alrededor del quiosco le impedía oír. Únicamente pudo ver dos hombres altos, de boinica ladeada y aire resuelto que discutían a gritos con el director de la Banda.

—¡Son dos mozos que quieren cantar la jota! —dijeron varias voces—, Y en seguida, parte del público tomó partido por los atrevidos cantantes, mientras otros protestaban asegurando que estaban borrachos.

«Vamos a ver qué pasa —se dijo Echenique—, De seguro son riberanos; dos mozos de la montaña no se habrían atrevido a subir al quiosco. Se necesita mucha sangre fría para romper a cantar ante los millares de almas que hay en la plaza. Por supuesto, que aquí no les oye ni el cuello de su camisa…»

Al cabo los músicos, por evitar jaleos, atacaron valientemente el aire popular de la jota navarra. Se hizo el silencio, suspendiéronse los bailes y el público quedó parado mirando hacia el quiosco.

Sólo que en vez del alarido seco y bárbaro de la entrada; del grito salvaje que sin duda inspiró a Baroja su lapidaria definición de la jota, «la brutalidad cuajada en canción», oyóse un lamento dulce, suave y prolongado, el lamento melódico de la llanura, infinito y sereno, que subía a lo alto desdoblándose en cristalinas ondulaciones, lánguidamente alargadas.

Espo… sa… mía…

decía la canción, serpenteando por encima de las cantarinas notas de la banda. La voz primera, viril y llena, a pesar de su atiplamiento, daba la sensación de un suspiro saliendo de una flauta; la segunda, abaritonada, acompañaba el canto bajando una tercera, con la suavidad de la mujer que llora en silencio, sin lamentos ni ruidos.

Espo… o… sa… mía…

tornaban a repetir las dos voces, abrazadas ahora rítmicamente por el mismo hilo musical. Y al llegar los calderones, toda la energía masculina del canto dormíase en la cadencia de un trémolo largo, triste y angustioso…

Preso en la cárcel… sin culpa… alguna…

Era la copla agarena, limpia de los modernos afeites de la jota. Sin caídas artificiales, sin la repostería andaluza o aragonesa de los gorgoritos, la melodía se despeñaba bravamente en una cascada de notas claras, viriles que escondían un fiero sabor de reto…

Preso en la cárcel… espo… sa mía…

Volvía el ritmo, lento, alargado y sollozante como una caricia africana en la voz alta, a desfallecer entre los acordes de la segunda voz que con temblores de órgano repite la cadencia una octava más baja, para morir juntas en un calderón sentimentalmente interminable…

Y en seguida la canción pierde su dulzura transformándose en un grito almogávar de desgarradora angustia; un grito jadeante y loco de pastor celtíbero que ha perdido el reposo y encorva el vuelo para llegar mejor.

Dales un beso… a los hijos… del alma…

que yo esperanza… de salir… no tengo… ninguna.

La última estrofa, de una emoción intensa, dos veces repetida en el mismo tono resignado y doloroso del comienzo, tiene el aroma del regadío cercano a Peralta. Cada sílaba es una caricia, una pausa poética rotunda, bella, y sobre todo larga, desconsoladamente infinita. Es el himno lírico de la tierra llana; es la canción de la ribera…

Al terminar la copla, el público rompió a gritar enloquecido. De pie sobre las sillas y los veladores, no cesaba de ovacionar a los anónimos cantores.

—Son los hermanos Pajes, de Tafalla, —decían algunos dándoselas de enterados.

—¡Quiá! —replicaba un sujeto con cara de hurón—. Esos son de Peralta, y además herreros como Gayarre.

La música volvió a atacar los compases de entrada; de nuevo se hizo el silencio. Y cuando todos emocionados aguardaban la queja dulce y desgarrante «Espo… sa mía…», la voz incógnita y brava rasgó el aire con la fuerza de un cohete restallante y deslumbrador:

No son sólo cazadores…

No son sólo… cazadores…

Aún vibraba la segunda cadencia, cuando de la turbamulta de blusas que rodeaba el quiosco surgieron hasta unas treinta voces maravillosamente acordadas que en voz de bajo profundo contestó:

Los que por el monte van…

Unos cazan codornices…

—hizo la voz alegre y cálida del solista

Y otros… las hijas de Adán…

—concluyó el coro de sochantres en medio de una formidable carcajada del auditorio sorprendido.

—¡Ya lo decía yo! —tornó a comentar el sujeto de la cara de hurón—. Éstos son peralteses. Es la rondalla del pueblo y han venido a que los de Pamplona sepan que para estilo y voz, Peralta y nada más que Peralta.

—¿Es usted Gayarre o Sarasate? —preguntó un mozo pamplonés, volviéndose al parlanchín.

—Soy el secretario de Cintruénigo, y estoy casado con una peraltesa…

—¡Ah! ¡Ya decía yo que era usted algo muy grande! —concluyó seriamente el desconocido.

Hasta las doce de la noche estuvieron los peralteses cantando jotas ante la enardecida multitud que no se cansaba de aplaudir la tonada indígena.

Por su parte, Pedro Mari tardó mucho en dormirse aquella noche. Seguía escuchando el canto cristiano de la llanura y, ¡cosa rara!, al evocarlo veía una carita blanca y triste que le miraba lo mismo que la niña de Bozate. Aquella Rut de ojos dulces, siempre empañados de llanto como los prados baztaneses, como el largo lamento de plegaria —lento, sereno, infinito— que colocó una raza a la entrada de su jota.

Espo… sa mía..

Tercera Parte
Rut
I
El retorno al solar

Tres meses escasos hacía que Pedro Mari había enviudado. Cincuentón ya y magnífico, disfrutaba del abultado vientre esencial en todo indiano. Una onza de oro pendía de la cadena del reloj. Algo le quitaba de sabor ultramarino la boina vasca, que solía usar con preferencia al jipi clásico. Por lo demás, había realizado en un todo el sueño de su infancia. Pedro Mari, sin haber estado en América, era un indiano más de los que vuelven al pueblo sedientos de quietud e independencia.

Y realmente Echenique venía dispuesto primero a descansar, luego a divertirse, y sobre todo a hacer lo que le diese la gana con su vida, con sus onzas y con sus ensueños de aventura. Por eso eligió como retiro Elizondo, un poco lejos de la numerosa parentela de Arizcun, dispuesta a caer sobre sus ochavos al menor desfallecimiento sentimental. «Parientes y trastos viejos, tanto mejor cuanto más lejos…» Así tenía libertad de acción; aunque a decir verdad un poco maduro le pillaba para disfrutar de ella.

Fuese, pues, a vivir a la fonda de Lázaro, situada en la célebre calle de Santiago, que tanto le deslumbró en su niñez. La calle de Santiago es la vía principal donde están los chalets de los indianos, las villas barrocas cercadas de verjas suntuosas y enguirnaldadas de hiedra. Por dentro, todas estas quintas tienen una florida cabellera que cuidan expertos jardineros; sendas de arrayanes, caminitos tapizados de arena finísima, grutas artificiales y retiros de égloga ocultos entre macizos de hortensias, sagazmente distribuidos…

Elizondo, corte y corazón del Baztán; cabeza burocrática, asiento corporativo del valle y nudo central de comunicaciones, es el puerto obligado donde anclan fatalmente los indianos de las riberas del Bidasoa. No hay en toda la Navarra norteña pueblo más rico, ni más lindo, ni de paisajes más melancólicos que el divino Elizondo.

Sus tres calles obedecen a tres gustos diferentes; o mejor, a tres actitudes de diversa civilización. La calle de Santiago, la de los elegantes caseríos, da el gesto francés a Elizondo; un gesto lujoso, casi parisino, algo recargado y ostentoso, signo de refinamiento hasta en la construcción.

La de Jaime Urrutia, transición entre la carretera y el Bidasoa, es una calle que vacila a cada paso. Tan pronto se acerca al río, abriendo galantemente paso a un puente, como forma pequeñas plazoletas limitadas por venerables caserones, donde siempre campea un escudo heráldico. Es la calle realmente típica. Aquí está el Mercado y las posadas castizas; aquí está el Juego de Pelota y el pequeño casino con entrañas de taberna; aquí está el Ayuntamiento y las alegres placitas, los minúsculos paseos y los sombríos hierbines, que constituyen la única Arcadia de nuestro valle de lágrimas. No hay chalets en esta calle, ni verjas de galo aspecto. Todo es macizo, serio, grande. Las puertas y ventanas tienen sabor baztanés, de abolengo. Es la Navarra de Sancho el Mayor que mira a Castilla; es el burgo medieval que vuelve la espalda a la carretera de Francia…

La nota ancestral, el rastro vasco que aún queda en Elizondo, está en la calle del Sol, cuya acera azul la forma el río. Es como si los caseríos hubiesen bajado de las cumbres dándose cita junto al Bidasoa, que atraviesa todo el pueblo jugando entre las presas y los puentes con la sencillez de un patriarca dulcemente bondadoso. Alineadas a regañadientes, sin asomo de simetría, avanzando y retrocediendo a trechos, las casas ostentan sus achaques con histérico impudor. Ventanas melladas, portalones de redonda boca enseñando sus caries de piedra desgastada; viejos balcones corridos, a los que se asoman las mazorcas de maíz mostrando su dentadura amarilla; toda la pesadumbre patriarcal de una vida de tribus avanza trabajosamente, ansiosa de reflejarse en el claro espejo del Bidasoa

El elizondarra moderno no ama la calle del Sol, esta calle simbólica que aún conserva la fisonomía primitiva del valle El caserío le recuerda su origen humilde; no gusta ya, como antaño de la libertad individual, y puesto que volvió neo, prefiere vivir junto a la carretera de Francia, donde los terrenos valen casi tanto como en la Puerta del Sol de Madrid

Aparte las tres principales arterias de Elizondo, quedan algunas venas transversales y ciertos barrios humildes, de jeta no muy limpia y aledaños de manifiesta suciedad. Aquí viven los carabineros, esquiladores y demás elemento trashumante. Esta asquerosa costra, que empieza al otro lado del rio, se por la calle de Urrutia, escandalizando al vanidoso indiano que encuentra imperdonable semejante lacra en un pueblo que tiene tres sucursales de grandes Bancos, magníficos hospitales y una iglesia suntuosa——

Pedro Mari fue uno de tantos indianos. Aquella vida apoltronada, ausente de todo dinamismo, amodorrada en la rutina, era la medicación ideal para sus dolores espinales. Se aburría como una ostra, y a cierta edad el tedio es un sedante y el alimento preciso para los nervios cansados.

Aun al acordarse de Dionisia, Pedro Mari, que tanto había sufrido con aquel carácter, suspiraba tiernamente. Dionisia murió como había vivido: a paso de carga. Sus carnes de Juno fueron derritiéndose lentamente durante la enfermedad. Hecha un esqueleto, trajinaba incansable y sus gritos y órdenes llegaban hasta el almacén de vinos. Todos incluso el marido, creían que aquella mujer sería eterna. Entraba el dinero en la casa a manos llenas, y Dionisia, cada vez mas avara iba amontonando Navieras, títulos de la Deuda, acciones de minas… La cuenta corriente del Crédito Navarro se hinchaba ferozmente a compás de su hígado.

Hasta que un día el cuerpo de hierro se troncho con un crujido rápido y brutal. Por primera vez en su vida, una mañana Dionisia no pudo levantarse. Para cuando llegaron los médicos, avisados a toda prisa por Pedro Mari, la enferma había perdido el conocimiento y respiraba trabajosamente. A fuerza de cafeína la hicieron reaccionar; pero ya no volvió a hablar ni a moverse. Continuaba respirando con un silbido fuerte y desgarrador; mas los ojos, vueltos, no veían ya nada. Al anochecer de aquel día dejó de existir. La cara, tan dura y fiera en vida, perdió toda su hosquedad, y en aquella boca que sólo sabía herir, al ser retocada por la muerte, floreció una sonrisa bondadosa; algo infantil y divino que por última vez besó Pedro Mari con religiosa unción…

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