El barrio maldito (16 page)

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Algunos mozos, al tercer día, ahítos de vino y roncos de tanto gritar, marchan hacia la calle Estafeta dispuestos a correr ante los toros; pero el quicio de una puerta mal cerrada o el escalón ancho y recatado actúan sobre su escasa gravedad, obligándoles a caer víctimas del sueño, y allá se quedan respetados por los toros, por los guardias y por los transeúntes, que al pasar admiran en secreto a estos veteranos de Baco. No faltan chuscos que les chuflan una trompeta al oído. ¡Sacrificio inútil! Ni los cañones de la ciudadela lograrían desalojarlos de su heroica trinchera.

El hecho es que las cuadrillas no se retiran a sus casas hasta pasados los cuatro días. Como son muchas y no van numeradas, las gentes creen ver siempre las mismas caras, las mismas curdas y las mismas blusas blancas aplicables a varios usos; por ejemplo, a mancharse de vino, a torear los embolados en la Plaza, y a falta de éstos, a los bancos de los paseos o a los guindillas municipales. Todas llevan grandes cartelones rotulados con grueso humorismo. En una de ellas, encabezada por enorme bota, se lee: «
La Marea
. Sociedad anónima de baile, enemiga de la ley seca». Otro cartelón reza: «Los chicos de
La Ochena
necesitan nodrizas. Inútil presentarse de mala leche». «
La Sequía
—pregonaba un tercer lienzo blanco—. Sociedad antialcohólica de 19 grados en adelante. Fuentes permanentes en Mañeru y Artajona.» Y por el mismo estilo desfilan «
La Capuchaca
», «
La Olada
», «
Los Kilikis
» y docenas más de cuadrillas que despiertan estruendosas carcajadas a su paso.

Para Echenique las fiestas de San Fermín cambiaban de aspecto, empeorando al correr los años. No iba ya a los encierros, ni aparecía por el almacén de vinos, a cargo ahora de numerosos dependientes, avizorados por la Dionisia, que también sudaba en estos días como una paria del fogón. A ella que no le hablasen de fiestas, ni de conciertos, ni de bailes; lo único que no perdía eran los fuegos artificiales. Jamás dejó de hacer su escapatoria a la Plaza del Castillo con las criadas de la posada apenas servida la cena.

En cambio, el marido pasaba unos Sanfermines dignos del más afamado burgués. Por la mañana, al teatro, a oír los conciertos de Santa Cecilia y las vibraciones regias del violín de Sarasate. Desde allí a la Taconera, a presenciar el paseo desde su silla de pago. Después de comer copiosamente, echaba su buena siesta, y cuando los cafés quedaban desiertos, a la hora en que los almogávares del bullicio atruenan la Plaza de Toros, Pedro Mari tomaba su café con gran sosiego en la terraza del Suizo.

Al atardecer gustaba acercarse en calidad de mirón a los corros populares de la Plaza del Castillo. Recorría lentamente aquel laberinto orquestal, pasando de largo ante las guitarras y bandurrias que con sus ágiles pasodobles hacen las delicias de las lindas fregatrices y los apuestos soldados de la guarnición.

En un banco retirado, Javier Echeverría, el gran
chunchunero
de Esquiroz, un gitano de noventa años, solitario y melancólico, desgranaba las notas indígenas de lento compás. Solía tener más mirones que bailarines. Frente a la Diputación poníase el
chunchunero
de Anoz. Sus porrusaldas y zortzikos acusaban ya el mestizaje de la transición artística; sabían un poco a jotas y polcas. Al fin Anoz es un pueblo de la cuenca…

El corro mayor lo tenían siempre los gaiteros. Pedro Mari había visto desfilar en años sucesivos a todas las celebridades del contorno. Los gaiteros de Úcar y Puente la Reina, los de Estella y los de Viana. Iturmendi padre e hijo, Serafín y Pío Navas, el hijo del ciego de Labiano, Nicolás el de Úcar, Marcelo y su hermano Víctor, y por último, los hermanos Lumbreras, cuyos formidables valses enardecían al público al caer como cataratas de alegría esparcidas por la plaza.

En Pamplona no están ya en boga los txistularis. El txistu es la gaita a media voz y requiere una habilidad especial al mover los dedos utilizados en forma de silbos. La gaita, por el contrario, es una dulzaina igual a las de Castilla y sus sonidos fuertes, desgarrantes como clarines, exaltan los nervios de la masa agrupada en rebaños. El txistu es individual; necesita un aire lento, la decoración verde del prado y al fondo unas montañas muy altas que sirvan a las notas de matriz y de fosa, La música del txistu es tarda y tiene sabor de sidra; la de la gaita riberana es dinámica, chillona y picante, a semejanza de los ajos de Funes y los mostos de Cirauqui…

Hay una razón, no obstante, por la que los gaiteros triunfarán siempre sobre los txistularis, y es que tienen un remanso donde no gritan ni detonan: el dúo. Cuando las dos dulzainas se acoplan y apoyadas en los lentos compases del tamboril marchan paralelas, sin salirse de la ruta musical, suspiran nostálgicamente sus notas, se desmelenan como bacantes en los tonos agudos o bajan cantarines con la tonalidad del arroyo que busca el llano a sacudir los nervios de una raza de artistas, cantores y músicos. ¡Que eso fue siempre Navarra a pesar de su escudo de hierro!…

¡Melancólicos Sanfermines los de Pedro Mari en plena madurez! Pamplona en fiestas se congestiona de tal modo que la masa forastera se apretuja, roza y soba, convirtiendo la ciudad en un inmenso banco de sardinas. Llegan los trenes vacilantes, igual que boas que han engullido demasiado y sobre el andén arrojan carne y más carne que va, viene, grita, canta y se esparce por las calles aumentando la algarabía y el ruido…

Para alivio de males, no hay un solo angelito de cuatro años en adelante que carezca de su correspondiente chiflaina o del silbato ensordecedor. Viendo sus mofletes siempre hinchados, como los angelotes de Rafael, se comprenden las calumnias atroces que la Historia ha vertido sobre el pobre Herodes. Las trompetillas, principalmente, le hacían a Pedro Mari una gracia terminantemente infanticida. Ni siquiera cabe la esperanza de que las metódicas vejigas estallen, pues inmediatamente los papás repondrán el juguete de la tierna criatura. Con esto queda bien probada la bondad de la raza navarra, ya que no se recuerda ningún San Fermín en que se haya degollado a un solo niño.

Las fiestas pamplonesas, el ensueño anual de todo buen navarro, convirtiéronse para Echenique en un tormento nuevo. Las vocingleras gargantas de la multitud le perseguían como un coro de furias. Huía de los amigos, gente de estruendo y bullanga, yéndose a pasear solo, a la vuelta del Castillo, o refugiándose en el Iruña durante las horas en que el calor aprieta, en unión de unos cuantos Salomones del seis doble…

Las ferias que antaño fueron fontana de goces en el alma de Echenique, le ponían ahora triste. Comenzó a desear quietud y aislamiento. Aquella alegría ruidosa de las gentes taladraba su oídos produciéndole un dolor casi físico. Aposentado cómodamente en la cumbre financiera con que tanto soñó en su adolescencia, empezaba a ver la vida como una luminaria frágil, movediza y fugaz.

No escaseaban, ciertamente, los motivos de fastidio en la vida del baztanés. Apenas pisaba los umbrales de su casa, la antipoética voz de Dionisia salíale al encuentro, siempre en tono de pelea. Reñía por cualquier futesa el honrado matrimonio, alzando la voz a dúo, un poco más que si fuesen a perpetrar un homicidio, hasta que cansados de freírse la sangre mutuamente se acostaban con la mayor naturalidad.

Pedro Mari lo soportaba todo pacientemente. Sabía que su mujer iba a vivir muy poco y le aterraban los remordimientos póstumos. El último año por San Fermín había visto a Dionisia un celebrado ginecólogo de gran predicamento en Madrid. Entristecía profundamente a Pedro Mari no tener sucesión y el matrimonio acudió suplicante al hotel, en demanda de que el sabio renovase el milagro de los ángeles con Sara, si bien Dionisia no era de edad tan provecta como la madre de Isaac.

Pasó el doctor largo rato preguntando, inquiriendo y tomando cortas notas, y a la tarde, en un clínica de la población, la enferma fue reconocida y zarandeada una vez y otra, sin que sus labios apretados dejasen escapar el menor gesto de dolor.

Se trataba de un cáncer a la matriz. El experto ginecólogo extendióse en largas consideraciones que dejaron a Pedro Mari en ayunas. La única idea clara fue que su mujer moriría en un plazo muy corto.

—Sobre todo higiene, mucha higiene; resignación y castidad completa. Tendrá grandes dolores más adelante. Seguramente al llegar la edad peligrosa, su carácter se agriará…

—¡Más aún! —suspiró Echenique levantando las manos al cielo—. ¡Si ya está completamente trastornada la infeliz!

—No, lo de ahora es histerismo; la locura vendrá después. Podríamos operar, pero no se lo aconsejo; es muy arriesgado y de resultados menos que dudosos. De todos modos no sueñe usted con tener hijos… ni mujer.

A partir de esta fecha, Echenique dejó a su esposa que campara por sus respetos. La llevó el aire en los mayores absurdos, dio cuerda a sus manías y bajó la cabeza ante sus violencias, a pesar de que Dionisia, cada vez más recia de lengua, no bastándole el castellano, le insultaba en vascuence.

En cuanto al problema sexual no le preocupó gran cosa. Pedro Mari, no era casto, ni tampoco mujeriego. Comer, beber y arder a su debido tiempo le parecía la trinidad necesaria para la conservación de la vida, pero sin caer jamás en el reblandecimiento de esta trilogía fisiológica; ni en la lujuria, ni en la embriaguez, ni en la glotonería. La paradoja de su carácter, tan blando que tendía a agrietarse espiritualmente y tan austero no obstante en sus apetencias físicas, residía en su entereza montañesa, en su sosiego realista para sortear las trampas de caza que a lo largo de la vida nos va colocando la muerte…

No amaba, en realidad, Pedro Mari a Dionisia; pero estimaba sus buenas cualidades; las dotes de energía, trabajo y fidelidad que constituían la segunda naturaleza de su esposa. Necesitaba a aquella mujer como la levadura económica que hacía fermentar su caudal. Ella era quien daba las órdenes precisas y los gritos necesarios para que el rebaño doméstico esparcido entre la taberna y la posada no se descarriase por los senderos de la vagancia. En calidad de pastora, Dionisia resultaba insubstituible; ahora, en concepto de musa, seguramente no habría inspirado la aleluya más vulgar.

A pesar de tantos contratiempos, un año volvió a recobrar Pedro Mari la alegría de su juventud; una alegría interna, libre de turbulencias, disfrazada bajo el manto sentimental de la melancolía. Aquel año llegaron los txistularis de Maya contratados por el Ayuntamiento para ir detrás de los gigantones con los demás dulzaineros del país. Conocidos de Pedro Mari y agotes desde luego, fueron a hospedarse en la posada de la Dionisia.

Por la mañana, los de Maya cumplían su misión oficial, y a la tarde, luego de comer, en lugar de irse a los toros, obsequiaban al tabernero y a sus íntimos —tratantes montañeses en su mayoría— con unos deliciosos conciertos que amansaban hasta la fiereza de la indómita posadera.

Retirada la ancha mesa a cuyo alrededor los hombres bailaban, convertíase el comedor en una prolongación del árbol de Guernica. Aquella música recogida, discreta, suave, tan parecida a los prados baztaneses, sabía desentumecer la niebla que se cierne de ordinario sobre los cerebros de la montaña, fríos y taciturnos, como hechos para rumiar la soledad espiritual de las Pampas, donde han de pasar su vida…

Componían una linda pareja estos dos rapsodas musicales. El txistulari, alto, seco, acartonado, de hundidas mejillas, probablemente debido al esfuerzo de la siringa vasca, habría sido un hermoso modelo para los hermanos Zubiaurre. En cambio el tamborilero, rojo, rechoncho, y velazqueño, de cráneo abultado y revuelta pelambrera, parecía escapado del pincel de Salaverría.

Mientras tañían incansables, actuaban además de expertos maestros de ceremonia. A veces el txistulari detenía el baile para aconsejar: «los pases con el pie izquierdo», o bien: «cortar sin dar vuelta», y los bailarines obedecían sumisos. Antes de romper a tocar explicaba el ritual de la danza y el nombre popular; luego solía advertir: «bordar los puntos». Y en seguida las dos figuras, tan dispersas físicamente, iban encajando hasta soldarse en un ritmo común…

La mano izquierda del txistulari corría veloz sobre los agujeros del instrumento, sencillo y primitivo como todo lo, que tiene un soplo de eternidad. De su brazo colgaba un pequeño tambor con el que marcaba el compás, mientras el tamborilero, redoblando fuertemente, se adaptaba al canto del txistu, envolviéndolo, abrazándolo varonilmente, con la casta naturalidad de una caricia hecha a la mujer a quien se ha poseído muchas veces.

Descansaban un momento, lo indispensable para trasegar sendas copas de coñac, y en seguida el de Maya anunciaba: «La
Sagar-dantza
» (baile de las manzanas). Y rompía a tocar una música llena de cabriolas y saltos, un ritmo extraño que hacía pensar en muchas bandadas de adolescentes retozando por los prados. Nada de inspiración cerebral; todo simple, alado, campestre, obra de algún Homero anónimo que tejió sus notas con aroma de manzanas doradas, de hierba fresca y centenarios robles… Una composición llena de gracia, que casualmente recogió el txistu, al salir de los divinos mofletes de los faunos que decoran los frisos del Partenón…

¡Qué gozo el de Pedro Mari al volver a escuchar la
mutil-dantza
! Recordaba la vez primera que le admitieron en el corro de mozos de un baile formal. Rígido y serio, jamás danzarín ninguno marcó el compás con tanta precisión y gracia. Su figura esbelta crecía a sus propios ojos al verse en el inmenso círculo dinámico, atento sólo a las palmadas con que el coro marca el tiempo que las piernas han de permanecer en el aire. De buena gana habría pasado Pedro Mari la tarde entera escuchando el mismo lento son, tan evocador y nostálgico; pero ya la dulce voz del txistulari alto y seco anuncia: «Canto de la boda; cuando van a la iglesia…».

Hay un revuelo en la sala. Cesa el baile y todos se apiñan junto a los músicos. El alma montañesa encuentra su cauce romántico en las agudas notas de sabor familiar que tantos años tardó en volver a oír. El canto de la boda es para tocado por profesionales muy expertos y la fama dice cuánta es la maestría del txistulari de Maya…

Efectivamente, un redoble largo y frenético de tamboril rompe el silencio abriendo marcha, en tanto el txistu, suave y discreto, se rezaga como los protagonistas de una historia de amor.

A ratos el coro, personificado en el tamborilero, se acerca resoplando sordamente, únese al canto nupcial, pero en seguida vuelve a alejarse, a marchar delante, trenzando una sorda descarga en la endecha final. Es un contraste casi divino entre el bronco temblor del redoblante que camina a ras de tierra y el motivo alado, ideal del txistu que rasga el aire como el ala sabia de una golondrina. El uno anda, el otro vuela; y a pesar de ello, el que vuela queda siempre rezagado, lo mismo que en la vida…

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