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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

El barrio maldito (2 page)

BOOK: El barrio maldito
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Y este síntoma significa que el prado y el bosque agonizan fatalmente. Desde Urdax a Errazu, los muñones desgarrados se persiguen cual si les hubiera caído encima la maldición divina. La calvicie de las crestas y la tiña de los peñascos avanzan casi hasta el centro del valle. El baztanés no ama al bosque. Ha perdido su carácter druida. Ya no quiere ser contrabandista, ni siquiera versolari; su ideal es ser hortera, tratante de ganado o tabernero. En los años mozos les crecen las alas emigrantes, y mientras abajo en el valle engordan el indiano y el mosquito, empiezan a asomar por arriba las crestas completamente mondas, y el encanto húmedo y tibio de la hondonada amenaza convertirse en un desierto de arena. Y es que donde el hombre pone la mano empuerca y arrasa el paisaje más frondoso. Si un ángel experto no sanea a tiempo el Paraíso, el hacha de Adán lo habría convertido en un latifundio castellano.

Por suerte para la raza, aún quedan pueblos enteros en los que el árbol triunfa sobre la peñascosa pesadumbre que avanza desde la frontera francesa. Todavía, desde Venta Quemada, los montes pueden enredar entre la niebla una larga cabellera húmeda y fresca que baja arrastrando hasta los pies de Irurita a llevarle su perfume de eternidad, como una ofrenda de los antiguos dioses…

Catorce versos forman todavía el soneto geórgico que el padre Bidasoa va escribiendo con su tinta azul sobre la verde página del valle… Y a este río, limpio y clásico, a quien han puesto el mote de río Baztán, mientras atraviesa el valle, le tiemblan las carnes a la entrada de cada pueblo. Sobre sus lomos verdes y curvos, que recuerdan los flancos de una sirena, va cayendo todo cuanto no es puro, ni limpio, ni azul. Sus ondas, tan transparentes en lo alto, enseñan unas entrañas henchidas de botes de hojalata, cáscaras de fruta y residuos alimenticios. Por eso la trucha y el salmón, peces pulcros y académicos por excelencia, huyen río arriba, buscando la virginidad de los manantiales. ¡Sólo que allí les aguarda la dinamita del casero!…

¡Dios te salve, gentil Bidasoa, tan cantarín y risueño cuando juegas en las presas; tan sagaz al buscar el cobijo de los castaños, la serenidad de los nogales o la blancura rosada de los almendros en flor; tan dormilón en los remansos sombríos coronados de álamos y fresnos; tan activo al penetrar en las viejas dentaduras de los molinos centenarios! ¡Si en tus riberas no existieran los hombres, serias un río tan sagrado como el Jordán!…

Primera Parte
SARA
I
Arizcun, la sacerdotal

El protagonista de esta historia, Pedro María Echenique, o, dicho más confianzudamente, Pecho Mari, el de Maisterrena, había nacido en Arizcun, en la casita situada frente al convento de las madres franciscanas recoletas, casa que, a pesar de la nativa humildad de su fachada, lleva por blasón heráldico el consabido escudo de ajedrez…

Arizcun está formado por una doble trinchera de casas un tanto sucias, pero nobles todas, alineadas a lo largo de la carretera que va a Errazu. Sólo tiene una calle transversal —donde nació Pedro Mari—, que empieza en la carretera y acaba buscando la cresta de una colina, desde la que se divisan las ruinas del castillo de Ursua. El resto del pueblo ondula, se retuerce y huye, por fin, hacia las blancas cintas que conducen a Maya, Azpilicueta o a los lejanos caseríos.

Era Pedro Mari un chiquillo insensible y duro como cualquier roca del Auza, y sin embargo todo el pueblo le llamaba «el llorón». Y no porque en él las lágrimas fueran síntoma de tenaz melancolía o de finura espiritual, sino arma certera esgrimida sobre la resistencia materna, a fin de repetir el cuenco de leche o comer pan blanco en vez de las tradicionales tortas de maíz. Aparte de este anzuelo infantil, que fue cambiando de cebo con los años, nuestro llorón poseía rasgos personales que chocaban con el temperamento vasco. Era despierto de cerebro, de inteligencia pronta, sin brumas ni torpezas en la lengua, y corporalmente poco amigo de correr, saltar y moverse mucho.

El buen baztanés propende siempre a la acción; por eso es un gran contrabandista. Diríase que lleva el cerebro en los pies, a juzgar por lo que le cuesta entender cualquier idea, sobre todo si va envuelta en ropaje algo retórico. Toda su agilidad la concentra en manejar monedas; con los vocablos se hace un taco. De aquí la consoladora profecía de que el Baztán no dará nunca oradores ni grafómanos…

En este rasgo precisamente estaba la originalidad de Pedro Mari. A los seis años, aquel niño reservado y llorón era el primero de la escuela. En leer, escribir y contar, únicas artes magnas que se daban en tan sabias aulas, no admitía competencias. Su cabeza semejaba un formidable depósito de conocimientos doctos, aunque inútiles. Sabía el Catecismo de carrerilla, y las preguntas y respuestas salteadas, verdaderas trampas de caza para los compañeros, no encerraron jamás un secreto tratándose de aquel Thales de calzones humildes y un solo tirante…

En vista de que tan gran cerebro no cabía en escuela tan menguada, el maestro le relegó al austero poder de su amigo el párroco. A los siete años, Pedro Mari era el mejor monacillo del valle; es decir, la primera autoridad de la iglesia de Arizcun, después del sacristán. He aquí cómo su primer triunfo de la vida lo debió a saberse bien el Catecismo.

Parece lógico suponer que al pasar de la escuela a la iglesia su imaginación iba a volar más alta y su desprendimiento por los bienes materiales aumentaría, brotando el asceta que siente náuseas hacia lo terreno. Pues no señor; fue al revés. Bajo las naves religiosas, no sólo no se agrió su concepto práctico de las cosas, sino que empezó a incubarse el futuro hombre de presa. Quizá junto al altar mayor le naciese aquella ansia insaciable de dinero que había de ser más tarde la característica de su vida.

Verdad es que la mirada vasca no idealiza mucho. Si un baztanés se encuentra en el trance del amoroso París, no entrega la manzana a ninguna diosa y no por eso hubiera quedado mal. Enterrando la fruta, plantaría un árbol, después veinte, luego doscientos… Y asegurada ya la cosecha, mandaría una cestita de manzanas a Juno, otra a Palas y la tercera a Venus. El resto, un buen vasco se lo guarda siempre.

Pedro Mari trajo al mundo todos estos entresijos calculadores de la raza. Cada bautizo le valía diez céntimos, cada entierro un real. Ni que decir tiene, prefería los trajes negros y las caras compungidas a los bateos salpicados de risas. Pero justo es confesar, que ganaba honradamente la calderilla. Su latín era más claro, más musical y verosímil que el del sacristán, cuya voz sorda engullía demasiados vocablos. Sabía además —gracias a cierta tosecilla discreta— ahuyentar la pertinaz somnolencia del viejo párroco, algo amnésico para todo lo que no fuese la captura de las puestas del tresillo. Al arrodillarse el oficiante, alzaba la casulla con una gracia especial que sumía en místico arrobo el gastado corazón de las beatas; y cuando sus expertas manos oscilaban el incensario a guisa de péndulo, eran de ver las filigranas que hacía, ya subiendo las cadenas en plena marcha, ya arrojando sobre los puntos estratégicos espesas nubes olorosas o trazando hermosas cruces en torno a la blanca testa del experto tresillista, que gracias a la habilidad de su acólito se transformaba en el auténtico Jehová de las viñetas bíblicas. Y todo por veinte cochinos céntimos que el susodicho Jehová le entregaba por la tarde, después de hacerle trabajar en las vísperas…

Con un monacillo así todo estaba a tiempo; vinajeras, misal, toque de campanilla y recolecta de cuartos. Sabía pasar de largo ante los viejos aitonas que acostumbraban comer demasiado pan bendito, y despabilaba a las abuelas que se adormecían con el rosario entre las manos olvidando dejar su óbolo en el bonete del párroco. En una palabra, sin Pedro Mari la nave del culto habría encallado fatalmente en aquel mar cristiano, más acostumbrado a seguir las evoluciones de su incensario que los pausados movimientos del cura. Sin nuestro genial monacillo es seguro que ni las campanas hubiesen tocado a tiempo.

Su indecisión única, el flaco débil, que jamás vieron las gentes, era el momento de subir al coro con la Paz en alto. Allí, junto a la escalerilla, en el rincón más oscuro, oía la misa un misterioso grupo de cabezas inclinadas. Eran lo agotes; la raza maldita desterrada en el barrio de Bozate del que todos huían como si se tratase de alguna ciudad nefanda. Pedro Mari, acostumbrado a oír hablar con horror de tales gentes, quedábase siempre parado, muy abiertos los ojos, mirando con curiosidad insaciable a aquellos agotes de cuyas bocas esperaba ver salir las llamas.

Pero el grupo oscuro y resignado que venía a oír misa desde el otro lado de la colina de Arizcun se limitaba a rezar fervorosamente con la humildad canina de los seres débiles. Sus hermosas cabezas rojas, inclinadas sobre el libro de misa, no se movían al avanzar el monacillo con la Paz en alto camino del coro. Entonces, el gesto solemne de Pedro Mari borrábase ante las cabelleras de lino de las proscriptas doncellas, y el resignado aspecto del rebaño, místicamente agrupado, como cristianos primitivos que esperasen el martirio. Y encontraba siempre unos ojos melancólicos, dulces y tristes, que le hacían pensar en la Dolorosa del altar mayor. De buena gana habría dado a besar la Paz a aquellos agotes malditos, para quienes Pedro Mari era un personaje legendario, algo muy alto y brillante, a pesar de sus simples vestiduras de monacillo. Mas el miedo a los suyos le hacía apretar el paso y entraba en el coro con la frente alta y la mirada saturada de desprecio. Su derretimiento sentimental sólo duraba un segundo. Su sangre limpia y ajedrezada imponíase al fin.

Con el pan bendito le ocurría otro tanto. Saboreaba el placer de alargar el cestillo y que las manos blancas, temblorosas de agradecimiento, llevasen a los labios por primera vez en su vida la deliciosa ofrenda patriarcal. Sólo el horror ancestral le hacía ser enérgico y pasar de largo ante los pobres y misteriosos moabitas que sobrellevan con resignación absurda la superioridad de sangre de sus enemigos.

Al terminar la misa veíales tomar agua bendita de la humilde concha reservada para ellos, sin que jamás osasen acercarse a la gran pila. No aguardaban los responsos, ya que les está vedado decirlos, aunque no pagarlos, pues el cristianismo baztanés mientras haya perras gordas de por medio no reconoce castas. El caso es llenar el bonete.

Todo los pueblos esencialmente religiosos tienen almacenada una gran cantidad de cólera y espíritu de venganza que necesitan expeler sobre los pueblos vecinos si no quieren intoxicarse de decadencia. Para eliminar este ácido úrico precisan apoyarse siempre en la pared comarcana. El baztanés no tiene odios guerreros; no arrasa ni extermina; al contrario, construye, se enriquece y siembra; pero destila un odio lento, de pacíficos ritos, que como la gota de agua va horadando la virilidad espiritual de los réprobos. Sin duda el suave Jesús, que supo acercarse a la Samaritana y dejarse ungir por Magdalena, se olvidó de dar una vuelta por Bozate.

El fondo recto y justo de Pedro Mari se sublevaba contra este incomprensible odio milenario; mas no pasaba de ahí. Él tenía que seguir fiel a su raza, a su blasón heráldico, y sobre todo a sus veinte céntimos domingueros. Además, nuestro monago, a semejanza de todos los grandes hombres, era víctima de una pequeña debilidad que le habría hecho olvidar cosas más graves que los ojos mansos de los agotes. Apenas llegaba al rellano de la escalerilla que conduce al coro se detenía; dejaba la Santa Paz en el suelo y, libre de indiscretas miradas, rompía a danzar con la gravedad de un Rey de Israel ante el Ara sagrada. Era un baile solemne que participaba de la pirueta ashanti del aurresku y el compás saltarín del zorcico. Todos los monacillos de Arizcun habíanse caído por aquellas escaleras atacados de igual furor coreográfico; muchos se habían roto las narices. Y a él, que danzaba más que todos juntos, nadie le pilló nunca en sus piruetas sagradas. Caso raro que demuestra palpablemente la protección divina…

No era sólo en la iglesia donde el monacillo sentía vacilar su odio hacia la raza maldita, sino también fuera, cuando los chicos de Arizcun organizaban pedreas contra los de Bozate. Pedro Mari jamás pudo tomar parte en estas excursiones. Subía con sus amigos hasta la colina, y allí, tumbado sobre la hierba, aguardaba. Nunca fue la actividad corporal su característica, pero en cambio placíale contemplar la peña de Auza, la loma bordada de helechos en cuyo fondo se esconde Bozate, y sobre todo el río, que a los lejos coqueteaba con las cintas de los caminos y al llegar junto al barrio maldito daba media vuelta, ni más ni menos que una persona mayor.

Volvían los chicos de la refriega enumerando los épicos lances; procuraban tapar con los pañuelos algún trofeo glorioso, pues los de Bozate, aunque malditos de Dios, arreaban cada pedrada capaz de levantar en vilo la piel de los elegidos, y entraban todos en Arizcun contentos y victoriosos. El más entusiasmado y el que menos chichones trajo siempre fue el valeroso Pedro Mari.

En compensación dirigía los juegos, cuando eran pacíficos. A las mañanas solían reunirse ante la iglesia de Arizcun, barroca, enorme, de afrancesada vestidura, con sus nichos de piedra llenos de santos y su pórtico suntuoso de antigua catedral. Allí no se permitía jugar a la pelota; pero quedaba el gentil juego de la capuchaca, en que la boina de los otros, nunca la de Pedro Mari, se arrastraba por aquel laberinto, yendo más de una vez a coronar la fina cabeza de algún santo de piedra.

Por la tarde, como los mozos no les dejaban jugar en el frontón, transformaban la casa de la plaza en juego de pelota. Una hermosa pared labrada, con tal cual aditamento que sabían aprovechar los chicos listos para llevar ventaja; la fuente adosada a la pared, el desnivel de la carretera, la cara redonda de la vieja puerta y sobre todo el arquito de arriba, donde quedaba presa la pelota enemiga; el arquito árabe intercalado en el muro como un anacronismo de la raza…

Aparte los juegos, el único recuerdo claro, intenso y persistente que conservó Pedro Mari de su niñez fue el de la fiesta de la Virgen, Patrona de Arizcun.

No era sólo la música en la plaza ni los cohetes de lágrimas multicolores, ni el baile, ni siquiera los veinte céntimos, que solían doblarse en ocasión tan solemne. Su regocijo profundo se concentraba en el estómago. Un estómago de baztanés, acostumbrado a las dietas y al agua clara de sus fuentes mitológicas, que al llegar las fiestas salíase de este cauce sano y patriarcal inundando las riberas de la gula.

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