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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Bastón Rúnico (81 page)

BOOK: El Bastón Rúnico
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Sin dejar de sujetar a Yisselda, Hawkmoon se las arregló para llegar hasta la mesa, donde contempló los anillos de Mygan. Abrió la boca de asombro. Todos los cristales se habían hecho añicos.

—Demasiado para nuestros planes de guerrilla —dijo D'Averc con la voz ronca—.

Demasiado, quizá, para todos nuestros planes…

Y entonces sonó la undécima campanada. Fue más fuerte y profunda que cualquiera de las anteriores, y todo el castillo se estremeció, arrojándoles al suelo. Hawkmoon gritó de dolor cuando el sonido rugió en su cráneo y pareció desgarrarle el cerebro, pero ni siquiera pudo escuchar su grito por encima del estruendo del ruido. Todo temblaba y cayó al suelo, a merced de la fuerza que estuviera afectando al castillo.

A medida que se fue apagando el ruido, se arrastró sobre manos y rodillas hacia Yisselda, tratando desesperadamente de llegar hasta donde ella estaba. Las lágrimas de dolor le corrían por las mejillas y sabía por el calor que los oídos le sangraban. Vio débilmente al conde Brass intentando levantarse, apoyándose en la mesa. Las orejas del conde expelían un líquido cuyo color era parecido al de su pelo.

—Estamos destruidos —oyó que decía el anciano—. Destruido por un enemigo cobarde al que ni siquiera podemos ver. Destruidos por una fuerza contra la que no sirven de nada nuestras espadas.

Hawkmoon siguió arrastrándose hacia Yisselda, que estaba tumbada sobre el suelo.

Y entonces sonó la duodécima campanada, más fuerte y terrible que todas las demás.

Las piedras del castillo amenazaron con resquebrajarse. La madera de la mesa se astilló y luego se desmoronó con un crujido. Las losas del piso se partieron en dos o se hicieron añicos. El castillo se vio impulsado de un lado a otro, como un corcho en una galerna.

Hawkmoon rugió de dolor y las lágrimas de sus ojos fueron sustituidas por sangre, al mismo tiempo que las venas de su cuerpo amenazaban con estallar.

Entonces la profunda nota se vio contrapunteada por otra —una especie de grito agudo— y los colores llenaron el salón. Primero fue el violeta, luego el púrpura, más tarde el negro. Un millón de diminutas campanillas parecieron sonar al unísono y esta vez les fue posible a todos localizar el sonido, pues procedía de abajo, desde las mazmorras.

Haciendo un esfuerzo supremo, Hawkmoon intentó levantarse, pero finalmente cayó de bruces sobre las losas de piedra. La última nota del sonido se fue apagando gradualmente, los colores se fueron desvaneciendo, las campanillas dejaron de sonar de pronto.

Y no tardó en reinar un profundo silencio.

2. La marisma ennegrecida

—El cristal ha quedado destruido…

Hawkmoon sacudió la cabeza y parpadeó. —¿Eh?

—El cristal ha quedado destruido —repitió D'Averc, que se arrodilló a su lado y trató de ayudarle a incorporarse—. ¿Y Yisselda? —preguntó Hawkmoon—. ¿Cómo está?

—No mucho peor que vos. La hemos llevado a la cama. El cristal ha quedado destruido.

Hawkmoon se extrajo sangre seca de la orejas y las narices. —¿Queréis decir los anillos de Mygan?

—D'Averc…, decídselo con mayor claridad —intervino entonces Bowgentle—. Decidle que la máquina del pueblo fantasma ha quedado destrozada. —¿Destrozada? —Hawkmoon se incorporó con un esfuerzo—. ¿Fue ése el último sonido final que escuchamos?

—Ése fue —contestó el conde Brass que estaba cerca, apoyado sobre una mesa y con expresión deprimida—. Las vibraciones destruyeron los cristales. —¿Entonces…? —empezó a preguntar Hawkmoon, que miró interrogativamente al conde Brass, quien asintió con un gesto.

—Sí.,., hemos regresado a nuestra propia dimensión. —¿Y no hemos sido atacados?

—No lo parece.

Hawkmoon respiró profundamente y se dirigió con lentitud hacia las puertas principales del salón. Dolorosamente, retiró la barra de hierro que aseguraba las puertas y las abrió.

Seguía siendo de noche. En el cielo, las estrellas parecían las mismas, pero las agitadas nubes azules habían desaparecido, y toda la zona se hallaba envuelta en un misterioso silencio, mientras que un olor igualmente extraño llenaba el aire. Pero los flamencos no gritaban, ni el viento silbaba entre los juncos.

Lenta, pensativamente, Hawkmoon volvió a cerrar las puertas. —¿Dónde están las legiones? —preguntó D'Averc—. Yo creía que estarían esperándonos… ¡Al menos unas cuantas!

—Tendremos que esperar hasta mañana antes de atrevernos a contestar esa pregunta —replicó Hawkmoon frunciendo el ceño —. Quizá estén ahí fuera, preparados para tomarnos por sorpresa—. ¿Creéis que ese sonido fue enviado hasta nosotros por el Imperio Oscuro? —preguntó Oladahn.

—Así me lo parece —contestó el conde Brass—. Han tenido éxito en su objetivo. Nos han obligado a regresar a nuestra propia dimensión.

—Olisqueó en el aire y añadió: —Desearía poder identificar ese olor.

D'Averc se dedicaba a recuperar lo poco que no se había roto. —Es un milagro que todavía estemos vivos —dijo.

—Sí —asintió Hawkmoon—. Ese ruido parecía afectar a las cosas inanimadas mucho más que a nosotros.

—Dos de los sirvientes más ancianos han muerto —dijo con serenidad el conde Brass—. Supongo que sus corazones no pudieron soportarlo. Los están enterrando ahora en el patio interior, por si no fuera posible hacerlo por la mañana. —¿En qué estado se encuentra el castillo? —preguntó Oladahn.

—Es difícil decirlo —contestó el conde Brass encogiéndose de hombros—. He bajado a los sótanos. La máquina de cristal está completamente hecha añicos y han aparecido grietas en algunos muros. Pero éste es un viejo castillo muy sólido. Parece que no se ha visto gravemente afectado. Claro que no queda ni un solo cristal entero. Por lo demás…

—Se encogió de hombros como si ya no le importara su querido castillo. —Por lo demás, seguirnos estando en terreno tan firme como lo estábamos antes.

—Esperemos que sea así —murmuró D'Averc. Sostenía la funda de la Espada del Amanecer, con el arma dentro, y la cadena de la que pendía el Amuleto Rojo. Entregó ambos a Hawkmoon —. Será mejor que os pongáis esto, pues no cabe la menor duda de que los necesitaréis dentro de bien poco.

Hawkmoon se puso el amuleto alrededor del cuello y se ató el cinturón con la espada.

Después tomó en sus manos el Bastón Rúnico envuelto en el paño y dijo con un suspiro:

—Eso no parece traernos la buena suerte que todos habíamos esperado.

Llegó por fin el amanecer. Lo hizo con lentitud, grisáceo y frío. El horizonte aparecía blanco como un viejo cadáver, y las nubes mostraban el color del hueso.

Cinco héroes contemplaron la llegada del nuevo día. Estaban fuera de las puertas del castillo de Brass, sobre la colina, con las manos apoyadas en las empuñaduras de sus espadas. Y sus manos se fueron tensando a medida que eran capaces de distinguir el paisaje que se extendía ante ellos.

Era la Camarga que habían abandonado, pero que ahora aparecía desolada por la guerra. El olor del que habían hablado horas antes era el de la carnicería, el de un terreno quemado. Todo era una negra ruina. Las marismas y los estanques se habían secado a consecuencia del fuego del cañón. Los flamencos, los caballos y los toros habían sido destruidos o habían huido. Las torres de vigilancia que habían guarnecido las fronteras aparecían todas aplastadas. Era como si todo el mundo estuviera compuesto por un mar de ceniza gris.

—Todo ha desaparecido —dijo el conde Brass en voz baja—. Todo ha desaparecido, mi querida Camarga, mi gente, mis animales. Yo era su lord Protector por elección, y he fracasado en mi tarea. Ahora ya no queda nada por lo que vivir, excepto la venganza.

Dejadme llegar ante las puertas de Londra y ver cómo cae esa ciudad. Después de eso moriré. Pero no antes.

3. Carnicería en el Imperio Oscuro

Cuando llegaron a las fronteras de Camarga, Hawkmoon y Oladahn estaban cubiertos de la cabeza a los pies por una ceniza que se les metía por las narices y les llegaba a las gargantas. Sus caballos también estaban cubiertos de ceniza, y tenían los ojos tan enrojecidos como los de sus jinetes.

Después, el mar de ceniza dio paso a terrenos cubiertos de un pasto escaso y amarillento. Seguían sin encontrar la menor señal de que el territorio hubiera estado ocupado por las legiones del Imperio Oscuro.

Mientras Hawkmoon detenía su caballo y se disponía a consultar un mapa, unos ligeros y acuosos rayos de sol atravesaron las capas de nubes. Después, señaló hacia el este.

—El pueblo de Verlin está allá. Cabalguemos hasta allí con precaución y veamos si las tropas granbretanianas lo ocupan todavía.

El pueblo apareció poco después ante la vista y cuando Hawkmoon lo vio inició un rápido galope hacia él. —¿Qué ocurre, duque Dorian? —gritó Oladahn tras él—. ¿Qué ha sucedido?

Hawkmoon no contestó pues, a medida que se acercaban, pudieron ver que la mitad de los edificios del pueblo estaban destruidos, y que las calles aparecían llenas de cadáveres. Y, sin embargo, seguía sin verse la menor señal de que las tropas del Imperio Oscuro hubieran estado por allí.

Muchos de los edificios se veían ennegrecidos por el fuego de las lanzas, y algunos de los cadáveres mostraban signos de haber sido quemados con lanzas de fuego. De vez en cuando se veía el cuerpo de un granbretaniano, una figura cubierta por la armadura, con la máscara mirando al cielo, brillando bajo la luz.

—Por su aspecto diría que todos los que estaban por aquí eran lobos —murmuró Hawkmoon—. Hombres de Meliadus. Da la impresión de que cayeron sobre los aldeanos y éstos respondieron a su ataque. Mirad…, ese lobo ha sido atravesado por una guadaña… Ese otro murió a golpes de la pala que todavía lleva hincada en el cuello…

—Quizá los aldeanos se rebelaron contra ellos —sugirió Oladahn —, y los lobos tomaron represalias.

—En ese caso, ¿por qué han abandonado el pueblo? —indicó Hawkmoon—. Estaban aquí de guarnición.

Hicieron avanzar a sus caballos sobre los cuerpos de los caídos. El olor a muerte todavía llenaba pesadamente el aire. Estaba claro que aquella carnicería se había producido hacía poco. Hawkmoon señaló pertrechos destruidos e incluso los cadáveres de ganado, caballos y hasta perros.

—No han dejado nada con vida. Nada que pueda ser utilizado para alimentarse. Es como si se hubieran retirado ante un enemigo mucho más poderoso. —¿Quién puede ser más poderoso que el Imperio Oscuro? —preguntó Oladahn con un estremecimiento—. ¿Acaso tenemos que enfrentarnos con un nuevo enemigo, amigo Hawkmoon?

—Espero que no. Pero todo esto es muy misterioso.

—Y nauseabundo —añadió Oladahn.

No sólo había hombres muertos en las calles, sino también niños y muchas mujeres, jóvenes o viejas, con señales de haber sido violadas antes de ser asesinadas, la mayoría de ellas con un profundo corte en el cuello, pues a los soldados granbretanianos les gustaba matar a sus víctimas al mismo tiempo que las violaban.

—Dondequiera que miremos no vemos más que señales dejadas por el Imperio Oscuro —dijo Hawkmoon con un suspiro.

De pronto, levantó la cabeza y la inclinó, tratando de captar un ligero sonido que apenas llegó hasta ellos llevado por el frío viento. —¡Parece un grito! ¡Quizá todavía haya alguien con vida!

Hizo dar la vuelta a su caballo y avanzó hacia donde le pareció que surgía el sonido, hasta llegar a una calle secundaria. Allí había una puerta rota, abierta, sobre cuyo umbral yacía el cuerpo de una joven. El grito se hizo más fuerte. Hawkmoon desmontó y avanzó cautelosamente hacia la casa. Era la joven la que gritaba. Se arrodilló con rapidez junto a ella y la levantó en sus brazos. Estaba casi desnuda y tenía el cuerpo cubierto únicamente con unos pocos jirones de ropa. Mostraba una línea roja a través del cuello, como si le hubieran pasado por allí un puñal no muy bien afilado. Tendría unos quince años, era de pelo rojizo y tenía ojos azules. Todo su cuerpo estaba lleno de moretones azulados y negros. Abrió la boca, sorprendida, cuando Hawkmoon la levantó.

Hawkmoon la depositó suavemente en el suelo y se dirigió a la silla de su caballo, regresando con un frasco de vino. Le acercó el frasco a los labios y la muchacha bebió, boqueando, con una repentina mirada de alarma en los ojos.

—No temáis —le dijo Hawkmoon con suavidad—. Soy un enemigo del Imperio Oscuro. —¿Y seguís con vida?

—Sí… todavía vivo —contestó Hawkmoon sonriendo con sorna—. Soy Dorian Hawkmoon, duque de Colonia. —¿Hawkmoon de Colonia? Pero si os creíamos muerto… o huido para siempre…

—Pues bien, he regresado y vuestro pueblo será vengado. Os lo prometo. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—No estoy muy segura, milord, salvo que las bestias del Imperio Oscuro intentaron no dejar a nadie con vida. —De repente, levantó la mirada, asustada—: Mi madre, mi padre…, mi hermana…

Hawkmoon miró al interior de la casa y se estremeció.

—Muertos —se limitó a decir. No quiso comentar que sus cuerpos se hallaban horriblemente mutilados. Tomó a la muchacha en brazos y la llevó hacia donde estaba su caballo—. Os llevaré de regreso al castillo deBrass —dijo.

4. Nuevos cascos

La acostaron en la cama más blanda del castillo de Brass, atendida por Bowgentle, reconfortada por Yisselda y Hawkmoon, que permanecieron sentados junto a ella. Pero se estaba muriendo. Se moría no tanto a causa de sus heridas, sino sobre todo por la pena.

Deseaba morir. Y ellos respetaban ese deseo.

—Durante varios meses —murmuró—, las tropas de la orden del Lobo ocuparon nuestro pueblo. Se lo llevaban todo, mientras que nosotros nos moríamos de hambre.

Oímos decir que formaban parte de un ejército que se había quedado para vigilar Camarga, aunque no sabíamos qué se podía vigilar en unos territorios tan devastados…

—Lo más probable es que estuvieran esperando nuestro regreso —le dijo Hawkmoon.

—Eso debió de ser —asintió la joven con seriedad, y continuó diciendo—: Entonces, ayer llegó un ornitóptero al pueblo y su piloto se dirigió directamente a ver al comandante de la guarnición. Oímos rumores de que los soldados eran llamados con urgencia a Londra, y todos nos alegramos al saberlo. Una hora más tarde, los soldados de la guarnición cayeron sobre el pueblo, y se dedicaron a matar, a violar y al pillaje. Tenían órdenes de no dejar nada con vida de modo que no encontraran ninguna resistencia cuando regresaran, y también para que nadie pudiera encontrar alimentos si llegaba al pueblo. Una hora más tarde se marcharon todos.

BOOK: El Bastón Rúnico
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