—¿Llevan sotanas?
—No. Ninguno de los dos es sacerdote, creo que ambos perdieron esa condición. Es parte de las desgracias que trae para las personas venir a esta isla.
—Espero no esté pensando que me pasará lo mismo.
—Si no desea contaminarse no vaya a ver a esos hombres, no son puros de corazón.
—¿Por qué dice eso?
—Por que una vez que se ha estado en contacto con el maligno, este nunca deja de tener control de una parte de ti.
—Tengo que hablar con ellos para saber qué me espera en Haití, ahora que Baby Doc no me tiene por bien recibido.
—Eso se lo puedo decir yo, sin necesidad de ver a esos hombres.
—¿Qué cree que pasará conmigo?
—Usted terminará igual que Barragán y Casas, también será expulsado de la iglesia.
—Aun así debo correr el riesgo.
—Vaya con Dios padre. Si lo desea, despertaré a Nomoko para que lo acompañe.
—No. Deje dormir al chico, ya lo he metido en bastantes problemas.
—Supongo que Jean no deseará acompañarlo. Ayer estaba realmente molesto con usted.
—Se ha molestado por nada. Empezó a decir tonterías respecto a Amanda Strout.
—Y la mujer se interpone entre dos hombres que se aprecian.
—No ha hecho nada que la haga responsable, tan solo me atendió bien cuando fui al palacio y luego me recogió en la carretera cuando caminaba hacia aquí.
—¿Y le parece coincidencia?
—¿El que viniera en la misma dirección?
—Por supuesto. Nada tiene que hacer esa mujer de este lado de la isla y sin embargo…
—Amanda odia a la Mano de los Muertos.
—Pero se acuesta con Baby Doc.
—No hable de esa manera.
—¡Ay padre Kennedy, que fácil sucumbió usted a ese súcubo. No se da cuenta que los demonios suelen tomar forma de mujer para arrastrar a los adolescentes como Baby Doc y a los monjes o en este caso un sacerdote.
—¿Eso es Amanda para ustedes? Un súcubo, un demonio con forma de mujer.
—Usted sabe más de eso que yo.
—Son tonterías medievales.
—Toda historia tiene algo de cierto.
—Y mucho de fantasía.
—Padre Kennedy, debe usted comulgar con Dios, coma de su carne y beba de su sangre.
—Mama Candau, no se preocupe usted por mí. Puede estar segura de que no me meteré en problemas con la señorita Strout, sea o no un súcubo como usted dice, no tengo intención de renunciar al sacerdocio.
—No diga que no lo alerté padre Kennedy.
Kennedy partió luego de besar las manos de la anciana que lucía sinceramente preocupada por él. El viajar solo no le preocupaba, pero sí el saber que Jean, que era su único amigo o al menos persona de confianza, lo consideraba una especie de hereje por dejarse llevar por la belleza de Amanda.
Andar hasta el embarcadero le llevaría al menos una hora, mas no tenía prisa como para tomar un taxi. Caminó mientras pensaba en la historia del súcubo, ya lo había escuchado muchas veces y sabía perfectamente que súcubo significaba el que yace debajo, lo mismo que íncubo el que yace arriba. Desde la Edad Media se hablaba de estas criaturas con serpientes en sus cuerpos, a veces con colas terminadas en triángulos o con cuernos en su cabeza que se dedicaban a tentar a los monjes que se entregaban a Dios, atacando sus sueños. En el caso de Amanda, no había visto cola ni cuernos, tan solo aquel cuerpo perfectamente tonificado que sin duda era tentador. Recordó su sueño con una mezcla de agrado y temor. Agrado porque la mujer le resultaba extraordinariamente deseable y con temor porque no deseaba tener que darle la razón a Jean y a mama Candau. Quizá, de encontrar a los sacerdotes y a pesar de no estar habilitados para ejercer, pudieran escuchar su confesión y darle un poco de paz. Pasada la hora de andar a paso forzado, Adam llegó al embarcadero. Estaba repleto de negros que bajaban la pesca de la noche anterior. Todo el sitio olía a pescado fresco y a esa brisa salada que traían los amaneceres. Acercándose desde el otro extremo, pudo ver a Barragán y a Casas, como dijo la mama no era difícil identificarlos, de verdad parecían las manecillas del reloj, Barragán el minutero y Casas la pequeña aguja que marca las horas. Al verlo se acercaron decididos a Kennedy y le ofrecieron su mano para estrecharla.
—Buenos días —dijo Kennedy.
—Buenos días padre, —dijo Barragán con una voz profunda, como salida de un foso— lucía tan desgarbado como alto, una incipiente calvicie dejaba al descubierto su cuero cabelludo tostado por el sol. Casas por su parte, lucía una barba tupida que le hacía aparentar al menos diez años más de los que podría tener. Entre ambos —calculó Kennedy— sumarían un siglo de edad.
—Es un placer verlo finalmente —dijo Casas— me han hablado de usted, incluso en Cuba.
—No sabía que fuera tan famoso.
—Muchos nativos viajan constantemente de Haití a Cuba y la noticia de la llegada de un sacerdote de sus características a esta isla nunca pasa desapercibida.
—Supongo que igual les pasó cuando llegaron aquí.
—Sin duda Haití abraza a los sacerdotes —dijo Barragán. —¿Lo han tratado bien?
—No me puedo quejar. Aunque no puedo decir lo mismo de las enfermedades.
—Hay muchos mosquitos que transmiten el dengue o la malaria. Debe usted tener cuidado.
—Llega demasiado tarde la advertencia, ya pasé algunos días inconsciente gracias a esos mosquitos.
Kennedy no esperó más y les habló de sus intenciones:
—Padres, quisiera poder hablar con ustedes, he venido precisamente a buscarlos.
—Quizá deba saber que ya no somos sacerdotes.
—Nunca se deja de serlo.
—Si, cuando el Santo Padre en persona te excomulga —dijo Casas con una mueca lastimera.
—¿Fueron excomulgados?
—Así es. A la iglesia le pareció que nos habíamos contaminado.
—¿Al realizar los exorcismos?
—Veo que ha oído hablar de nosotros —dijo Barragán.
—Mi amigo Jean Renaud me habló de ustedes.
—Es el chico que presenció el exorcismo de Jazmín —dijo Casas.
—El me habló de eso.
—Supongo que con lujo de detalles.
—No los que quisiera. Jean al igual que el resto de los autóctonos son supersticiosos y toman como sobrenaturales muchas cosas que la ciencia explica perfectamente.
—Se me olvidaba que es usted psiquiatra —dijo Barragán.
—Así es.
—¿Qué es lo que desea saber? —dijo Casas tomándolo por un brazo para que los acompañara a caminar lejos del ruido de la gente.
—Sé que ustedes se enfrentaron a la Mano de los Muertos y a Papa Doc.
—Así es.
—Quisiera hacer lo mismo y si es posible hacerlo con ustedes.
—Como le dije antes —dijo Barragán— ya no somos sacerdotes, la iglesia se encargó de dispensarnos de nuestros votos y si usted no se marcha de aquí, terminará igual que nosotros dos.
—No pienso marcharme.
—Es usted testarudo, justo como lo éramos nosotros hace algunos años.
—Padre Barragán ¿Cree usted realmente que Jazmín estaba poseída por un demonio?
—Por varios.
—Tendrá usted pruebas de eso.
—Las que pide el Rito Romano. Recuerde que toda posesión debe ser documentada y solicitarse un permiso al obispo de la diócesis.
—Estoy enterado. Pero quisiera saber qué pasó con Jazmín.
—Era un súcubo.
—Ahora todas en la isla parecen serlo —dijo sonriendo.
—No se lo tome usted a broma, padre Kennedy. El demonio es un enemigo muy peligroso si se le subestima.
—También lo es la mente si usted se deja sugestionar.
—Está usted más preparado que nosotros. Es usted psiquiatra, así que sabrá distinguir las evidencias.
—¿De que evidencias hablan?
—Jazmín hablaba en lenguas y parecía comprender todas las que utilizamos. Además tenía una fuerza terrible y mostraba un irrespeto por todo aquello considerado sagrado…
—Suficiente para documentar un exorcismo.
—Un Cardenal en Roma nos ayudó a obtener la autorización del Obispo en Cuba.
—¿Procedieron según el ritual?
—Por supuesto. Según lo establece el Rito Romano. ¿Está familiarizado con él?
—Sé lo que se aprende en las aulas, que el ritual de exorcismo incluye la repetición continua de oraciones y órdenes de expulsión, y el uso de objetos que pueden repeler al ente, en este caso un demonio, como crucifijos, agua bendita, reliquias, entre otros.
—Así es, el exorcismo en la teología católica halla su base en los textos evangélicos donde se narran las liberaciones y expulsiones de demonios que realizó Jesús como con los endemoniados de Gadara, según san Mateo o al joven que nos narra Marcos.
—Para vencer a algunos demonios se requería la práctica de ayuno y oración y un poder que dio Nuestro Señor a sus discípulos —dijo Casas.
—Siete casos específicos de posesión se relatan en los evangelios —añadió Barragán. En los primeros siglos no existían fórmulas precisas para exorcizar, aunque sí el carisma de expulsar demonios, el cual era usado por los apologistas cristianos para mostrar la divinidad del cristianismo, por ejemplo Tertuliano o Minucio Félix —añadió Barragán.
—El primer libro con fórmulas de exorcismo es el Statua Ecclesiæ Latinæ a fines del año 500, así como el Malleus Maleficarum de 1494 o el Flagellum Dæmonum de 1606.
—Pienso con pesar, que esta isla no se halla mucho más allá del conocimiento de aquellos años.
—Tiene usted razón, padre Kennedy, Haití es un pueblo de santeros y practicantes del Vudú, por eso nos necesitan tanto.
—No se si realmente es a un sacerdote lo que necesitan, creo que la base de todos los problemas es Duvalier.
—No hable usted tan fuerte o nos meterá a los tres en problemas.
—No le temo a Duvalier.
—La pequeña serpiente pronto será más malo que su padre y tiene orejas por toda la isla.
—Como la Mano de los Muertos.
—Ese hombre es la encarnación del mal.
—Sé que tuvieron problemas con él y con Papa Doc.
—Papa Doc se valía de ese hombre como ahora lo intenta hacer su hijo.
—Mientras Haití cae en la ruina.
—Creo que ese es el destino de este pueblo —dijo Barragán.
—Me niego a pensar que no podamos hacer nada.
—¿Qué piensa hacer?
—Aun no lo sé.
—No hay nada que pueda hacer, padre Kennedy. Aprenda de nosotros. Un día la iglesia misma le dará la espalda. Son pocos los que pueden luchar contra el régimen.
—Como lo hizo Benjamin Strout.
—¿Sabe de Strout?
—Sé que apareció muerto en una zanja.
—Con el cráneo roto —dijo Barragán.
—Sería producto del golpe.
—Ningún golpe por una caída podría provocar tanto daño, a ese hombre lo mataron a martillazos.
—Ese es terrible.
—Es solo la verdad. La Mano de los Muertos es una persona despiadada.
—¿Qué hay de su hija?
—¿De Amanda Strout?
—No me dirán ustedes también que es una especie de Súcubo.
—¿Quién le dijo tal cosa?
—Jean Renaud y mama Candau.
—Todo en esta isla tiene muchas aristas, padre Kennedy, debe usted tener cuidado —dijo Casas.
—¿A qué se refiere?
—A que las personas no son lo que parecen a simple vista.
—No sugerirá usted que…
—No sugiero nada. Solo tenga usted cuidado con lo que hace o dice. Una palabra en falso y puede ir a para a la cárcel por años.
—Le repito que no le temo a Baby Doc.
—Pero si logra que Baby Doc le tema a usted, tampoco la pasará bien.
—Es justo lo que pretendo hacer.
—Quizá entonces no deberían vernos juntos. ¿Ve usted a aquel hombre junto al bote?
—Lo veo.
—Lo está vigilando.
—¿A mí?
—Lo viene siguiendo desde hace mucho.
—No recuerdo haberlo visto antes.
—Todos aquí se parecen, por eso, es mejor que no haga nada estúpido.
—No creo que Amanda se parezca a nadie más.
—Sin duda la mujer es una belleza. También lo era Jazmín antes de que el demonio…
—No aceptaré que esa mujer sea juzgada solo porque es atractiva.
—Entonces ya ha comenzado usted a perder la batalla.
—Tonterías.
—¿Si? ¿Quién puede decirlo en esta isla maldita?
—No dejaré que me envuelvan en esos cuentos de súcubos y demonios.
—Quizá ya está usted más envuelto de lo que pueda aceptar o reconocer.
Kennedy miró a los hombres a los ojos. Lucían serenos, despreocupados, muy diferente a como sentía que debería estar siendo su mirada en esos instantes. Luego se marchó por el mismo camino que había llegado. Varias veces volvió la mirada atrás para cerciorarse que no estaba siendo seguido, finalmente se aburrió y no volvió a mirar, de haberlo hecho sabría que alguien lo seguía, pero no se trataba del hombre junto al bote en el embarcadero.
Bronson llegó a la casa de los McIntire y como era usual, Alexander salió a recibirlo. Lucía cansado y malhumorado, la estampa de alguien que ha luchado en vano contra el trabajo o contra la desesperanza. Hacía un calor pegajoso y al darle la mano la sintió sudada. Tuvo que luchar para no limpiársela en las narices de McIntire.
—Hola detective.
—¿Cómo está usted señor McIntire?
—He tenido mejores días.
—Ya veo que está algo desanimado.
—Eso es poco decir.
—¿Sigue mal su esposa?
—Creo que estoy perdiendo la batalla contra la enfermedad de Jenny.
—Se refiere a la depresión.
—Así es, cada vez son más frecuentes sus ataques de histeria.
—¿Lo ha vuelto a hacer?
—Hace apenas unos minutos, he tenido que darle un somnífero que le recetó el médico.
—¿Duerme entonces?
—Está aletargada.
—¿Cree que pueda atenderme?
—No está consciente. Como le he dicho, cualquier cosa que le pregunte será difícil de creer la respuesta.
—Aun así me gustaría hablar con ella.
—¿Puedo saber de qué se trata?
—Es este maldito caso. No tenemos pistas que nos lleven a solucionarlo.
—Escuché que habían detenido al padre Kennedy.
—Solo para interrogarlo.
—¿Dudan de que haya sido él el responsable?
—Como le digo, estamos ayunos de pistas y Kennedy es uno de los pocos contactos.
—Pase usted detective, traeré a Jenny o será demasiado tarde para que le pregunte lo que quiere saber, ese narcótico es muy poderoso.