—A veces me cuesta entender su posición, padre Kennedy. Cree en el demonio, pero lo intenta explicar con su ciencia, habla de volver de los muertos y a la vez se reprende usted mismo por abrigar tales pensamientos.
—Supongo que soy algo confuso.
—Lo es y mucho.
—¿Y que hay de usted?
—¿Qué si creo en el demonio?
—Si, en el demonio, en Dios…
—Lo siento padre, pero creo que ambos están inmersos en los hombres e incluso sus manifestaciones pueden confundirse.
—¿Habla de Dios haciendo el mal o un demonio haciendo un bien?
—Hablo de que las obras de las hombres pueden venir de Dios o del demonio según nos convenga.
—Temo no entenderlo.
—Tomemos como ejemplo lo que sucedió con estos hombres. Eran un par de malvivientes, vendedores de droga, ladrones y quien sabe que cosas más. ¿Se ha puesto a pensar que quizá el ajusticiarlos después de que intentaron matarlo puede haber sido no una obra de un demonio, sino una gracia de Dios?
—Dios no actuaría con tal violencia.
—¿Qué hay de usted padre? Sabiendo que estos hombres son la perdición de muchos jóvenes como Jeremy y que estuvieron cerca de asesinarlo, de ser posible ¿No los ejecutaría?
—No me corresponde castigar a los hombres.
—Quizá, pero así como estoy seguro de que admitirá que Dios guía la mano de los médicos en alguna cirugía que parecía más que imposible, igual tendría que admitir que ese mismo Dios puede guiar la mano de alguien para escarmentar a estos tipos que osaron asaltar a uno de sus hijos.
—Le repito que Dios no actúa de esa manera.
—Quizá Dios no, pero ¿qué tal uno de sus seguidores?
—¿Se refiere a que este crimen puede haber sido realizado por alguien cristiano para escarmentar…?
—Si lo piensa usted bien, padre, no han asesinado a seguidores de Dios, sino, si se quiere, a seguidores del demonio y por tanto, en lo que a mí respecta, creo que sería lógico buscar al asesino entre quienes podrían sentirse mal con esos tipos.
—Eso me incriminaría directamente.
—Puede ser, padre, —dijo Alexander divertido. —¿Qué hizo usted ayer por la noche?
—Pues, luego de salir de aquí, me fui a mi apartamento.
—¿Nadie lo vio?
—A decir verdad si, una chica que vive en el mismo edificio.
—Con credibilidad supongo.
—Pues es una chica que se vende por dinero, pero…
—No creo que sea una buena testigo. Y ahora que lo pienso, tampoco sería conveniente que diga usted que se ve con una prostituta.
—No he dicho tal cosa —dijo Kennedy malhumorado— solo dije que vive en el mismo edificio y que la vi al llegar y creo que prostituta es algo muy severo para lo que ella hace.
—No se ofusque usted, padre, tan solo jugaba un poco.
—Pues en ese caso, podemos jugar los dos.
—No tengo ningún reparo, ya le he dicho que me quedé dormido.
—Entonces ¿nadie lo vio durante la noche?
—Supongo que no. Pero no olvide algo importante…
—Y eso sería…
—Que yo no tengo un motivo.
—Eso es discutible.
—¿Ah si? ¿Por qué habría de querer muertos a esos hombres?
—Quizá por robarle la paz de su hogar, por haber sido culpables de la muerte de Jeremy.
—En ese caso tendría que estar seguro de que eran ellos quienes le vendían la droga, cosa que no está probada.
—Quizá Jenny ha investigado más de la cuenta y usted…
—Eso haría algo así como una confabulación y siempre es mejor atender a una causa individual.
—¿Y eso por qué?
—Por que entiendo que es más fácil que un tipo se vuelva loco y haga estas cosas a que una pareja sea la que sufre un trastorno.
—Supongo que no querrá darme clases de psiquiatría.
—Por supuesto que no, es usted el experto.
—Aunque no deja de tener razón, me parece que tan solo elucubramos sobre un tema que es mejor dejarlo en manos de la policía.
—También creo que es lo mejor, aunque a decir verdad, no me parecieron muy capaces cuando me acerqué por ahí esta mañana.
—He hablado con dos agentes y parecen ser bastante listos.
—Esperemos que sí, no me gustaría estar en un barrio donde comiencen a darse estas cosas.
—Padre Kennedy, me pareció escuchar su voz —dijo Jenny desde las escaleras. —En sus manos se veían las vendas que Alexander decía haberle puesto.
—Hola señora McIntire, pasé a saludarla y me dijeron que descansaba, no quise despertarla.
—No se preocupe, padre, siempre será bien recibido en esta casa, además, deseaba disculparme por lo que pasó hace un rato, no debí…
—Debe usted tener cuidado, señora McIntire —dijo señalando las manos vendadas.
—No sé que me ha pasado, solo recuerdo que me enfadé con ustedes y subí a mi cuarto, debo haberme quedado dormida unos minutos.
El sacerdote miró a Alexander McIntire y éste entendió que no debía decirle que no habían pasado unos minutos desde su anterior encuentro, sino horas, unas horas durante las cuales habían asesinado a aquellos dos hombres.
Puerto Príncipe, Haití, 1971
Mama Candau tomó a Nomoko entre sus brazos y luego de dirigir una mirada de reproche al sacerdote lo llevó dentro de la choza cerrando tras de sí la puerta con violencia. Kennedy se quedó fuera con un dolor en la conciencia por haber expuesto al chico a la presencia de aquel hombre que sin duda le causaba pavor. Jean se acercó con una mirada inquisidora:
—No tienes que decírmelo Jean, lamento todo esto que he provocado.
—Le he dicho que Doc es un hombre peligroso.
—Aun así, no creo que sea el responsable directo del ataque de epilepsia de Nomoko.
—¿Epilepsia?
—Es claro que el chico tiene un desorden en el cerebro que lo llevó a este estado.
—Usted no comprende padre Kennedy, Nomoko no está enfermo, todo esto es obra de ese hombre.
—No me dirás que le hizo algún tipo de conjuro…
—Hay fuerzas poderosas que se mueven en esta isla que van mucho más allá de su comprensión.
—No hay tales cosas.
—Es usted muy obcecado, quizá si conociera a Aqueda…
—Conozco a la niña, es un encanto.
—Es mucho más que eso.
—¿A qué te refieres?
—Aqueda es una especie de virtuosa. Conoce la biblia al revés y al derecho.
—Es una niña inteligente.
—Sin duda, pero su conocimiento no viene de su inteligencia, simplemente un día despertó sabiéndolo todo.
—Eso es imposible, no hay nadie que pueda tener conocimiento espontáneo.
—¿Imposible? No hay nada imposible para la magia. Aqueda es testigo de que las cosas en Haití son diferentes a la realidad que pueda usted vivir en América.
—Cuéntame de ella.
—¿Para qué padre? No quisiera que usted la visitara y dudo que en su casa quieran recibirlo.
—No me digas eso.
—Ya ha visto usted lo que sucedió con Nomoko, su abuela lo ha recibido a usted con…
—No tienes que repetírmelo, ahora sé que llevarme a Nomoko estuvo mal, pero no era mi intención.
—Nunca lo es, padre. No creo que sea usted una mala persona, pero su desconocimiento de la forma de vivir en esta isla es peligroso.
—Por eso deseo aprender.
—Será mejor que vaya usted a una biblioteca. Nadie querrá que usted se acerque a sus hijos.
—Eso es injusto, no he hecho nada para merecer esa desconfianza.
—Ha enfrentado usted a la Mano y…
—Apenas si hablé con él…
—Pero eso ha sido suficiente para que Nomoko pagara las consecuencias.
—Sobreestimas a ese hombre, Doc no tiene mayores poderes que no le sean dados por la credulidad de esta gente.
—¿Se siente usted más inteligente que todos ellos?
—Más inteligente no, más instruido seguro que sí y todas esas cosas de posesiones demoniacas y conocimientos sin explicación son solo supercherías.
—¿Y cómo explica lo de Aqueda?
—La niña debió estar expuesta a ese conocimiento, quizá, sus padres leían la biblia y la dejaban a expensas de la niña.
—Aqueda no sabe leer, ni escribir.
—Entonces debe haber escuchado…
—¿A sus padres? Ninguno de ellos era católico, si se quiere todo lo contrario.
—¿A qué te refieres?
—A que ambos eran profesadores de cultos que usted consideraría paganos.
—Aun así, puede que le hayan hablado de la biblia.
—Si algo de la biblia podría haberles interesado es que Dios los haría arder en una pira eterna.
—¿Por qué dices eso?
—Vivían en pecado.
—Eso es común en la isla.
—Ellos eran familia, primos hermanos y eso está castigado por las leyes de Dios. Muchos del pueblo los odiaban por romper las leyes y algunos pretendieron sacar a Aqueda de su tutelaje.
—Pero al final no lo hicieron…
—En Haití las cosas son muy diferentes, algunos deseaban apedrearlos y otros los defendían.
—¿Tú que hiciste?
—No tomé partido, Aqueda es mi sobrina.
—¿Tu sobrina?
—Su madre era mi hermana.
—Entiendo, entonces, puede que el conocimiento de la biblia le venga por ti.
—Por supuesto que no. Déjeme contarle la historia.
Aqueda nació en circunstancias muy extrañas, su madre, mi hermana, prácticamente comenzó a dar a luz en medio del pueblo. Rompió fuente cuando estaba en el mercado intentando comprar algunas cosas, usted sabe, frutos que se ponen malos o verduras que no sobrevivirán un nuevo día. Cuando comenzó la labor de parto, todos se apartaron, como si llevara consigo la peste. Por ese entonces yo me encontraba en Cuba buscando trabajo. Su esposo, estaba en la cárcel por robar algunas cosas de la iglesia. El embarazo de mi hermana fue muy particular, la Mano, Doc, la visitaba frecuentemente, aun en contra de la voluntad de su marido. La gente en el pueblo rumoreaba que quizá el mismo Doc era el padre de aquella criatura que estaba por nacer, el hombre le prodigaba cariños y cuidados que su propio marido no se molestaba en intentar. Cuando llegó el último mes del embarazo, la Mano de los Muertos le preparó varios cocimientos que la ayudarían a tener las fuerzas suficientes. Se trataba de unas hojas secas de un color amarillo verdoso que daban al agua un sabor amargo. Mi hermana las bebía con asco al principio pero pasados unos días, les tomó el gusto y comenzó incluso a desesperarse por beber de aquella especie de té que la Mano en persona le preparada. Intenté hacerle saber por medio de mis cartas que no debía intimar con aquel hombre, pero todo fue en vano, la Mano de los Muertos se había encargado de meterse dentro de su vida con aquellas yerbas y nada en este mundo era capaz de apartarla de su lado. Cuando llegó el día del alumbramiento, la Mano la recogió en el mercado y la llevó al hospital, pasó con ella toda la noche ante la admiración de los doctores y enfermeras que lo conocían bien a pesar de que era la primera vez que acudía al hospital. Aún hoy, nadie se explica por qué la Mano no llevó a mi hermana a la partera si ya otras veces él mismo había atendido partos de las mujeres del pueblo. El caso es que Aqueda, nació enferma, con unos sangrados digestivos que ameritaban atención médica inmediata, quizá eso le salvó la vida. De haber nacido en la casa de la partera o de Doc, de seguro habría muerto. Luego de su estancia en el hospital, la Mano se encargó de darle de sus brebajes, tanto a la niña como a su madre.
—Supongo que te refieres a medicina natural y esas cosas.
—No, padre Kennedy, este hombre lo que le daba a mi sobrina eran cosas inmundas, mezclas de hojas y savias de árboles revueltos con su propia saliva.
Kennedy recordó la especie de imposición de manos de que había sido objeto y aun pudo sentir lo viscoso de la saliva de aquel hombre.
—Espero no haya tomado usted nada donde el babalao.
—Una especie de té hirviendo, debo haber probado apenas algunos sorbos.
—No debió tomar nada, los brebajes de ese hombre nunca son nada bueno.
—Sígueme contando de Aqueda y su madre —dijo Kennedy tras sentir algo amargo como la hiel que regurgitaba de su estómago.
—La niña pronto se puso mejor, mi hermana y su esposo apenas si podían despegarla de Doc, quien la veía como una especie de padrino.
—¿Qué ha sido de ellos? No les he llegado a ver en el pueblo.
—Ambos murieron.
—Lamento oír eso.
—Su muerte fue una tragedia y ya debe haberla oído en el pueblo.
—No me parece haber escuchado algo como lo que dices.
—Quizá ha oído hablar de la pareja que ardió en llamas.
—¿Murieron en el incendio?
—No hubo tal incendio.
—Me han dicho que una choza de las afueras se quemó completamente luego de que unas velas tomaron las cortinas, que fue algo…
—Del demonio.
—Iba a decir que pavoroso.
—Fue mi hermana la que ardió como si se tratara de una bruja y no fue ningún accidente.
—¿A que te refieres?
A que la responsable de su muerte fue mi sobrina.
—¿Cómo puedes decir eso? Es tan solo una niña.
—Una niña que no actúa como las demás, esa niña es el engendro del demonio, hija de la Mano.
—Estás diciendo disparates.
—Aqueda se encargó de prender fuego a aquellas cortinas cuando mi hermana se fue a dormir. Esperó que estuviera profundamente dormida, lo mismo que su esposo y luego hizo que todo ardiera.
—No puedo creer lo que me dices.
—¿Cómo explica entonces que una niña de tan solo siete años pudiera escapar del fuego?
—Estaría despierta cuando todo inició…
—No padre Kennedy, nunca estuvo dormida, ella misma contó cómo habían sucedido las cosas.
—Alguna fantasía o complejo de culpa por no haberlos podido despertar.
—Dijo haberles dado fuego por orden de Dios.
—¡Maldición Jean, no creerás esa tontería!
—Luego de vivir en Haití por algún tiempo se dará cuenta de que no son tonterías, son simplemente realidades a las que no encontrará explicación.
—¿Tenía Aqueda algún problema con sus padres?
—Solían discutir porque no le permitían visitar a Doc y siempre lo hacía a escondidas. Mi hermana llegó incluso a atarla para que no se escapara pero la niña siempre encontraba la forma de escapar, las cuerdas aparecían intactas, sin roces ni cortes…
—Alguien debe haberla liberado.