Una novela de acción trepidante que lo sumergirá en el mundo de la santería, el palo mayombe y el candomblé.
El sacerdote Adam Kennedy deberá enfrentar a los demonios que trajo consigo desde Haití, luego de vivir en un mundo de intrigas políticas y religiosas.
Caesar Alazai
El bokor
ePUB v0.1
Caesar Alazai05.04.13
Título original:
El bokor
Caesar Alazai, 05/01/2013
Diseño/retoque portada: Xalhi Design.
Editor original: Caesar Alazai (v1.0 a v1.x)
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Amor, si provienes de Dios ¿Por qué me haces tanto daño? y si vienes de un demonio ¿Por qué me acercas tanto a Dios?
El hombre subió los escalones tropezando insistentemente, a su alrededor todo giraba como si estuviera montado en un carrusel, en un tiovivo rodeado de sus momentos más amargos. Cada rostro que veía, cada paisaje, le recordaba al niño, al joven y al hombre que fue. No era extraño que luego del funeral del último amigo que quedaba con vida se sintiera con ese desconsuelo que lo había llevado a tomar tanto licor como aceptó su cuerpo, antes de caer en aquella seminconciencia de la que lo despertó el tabernero cuando iba a cerrar el local. Aún podía escucharlo maldecir por tener que despertar a los cuatro borrachos que aún quedaban en la taberna y se avergonzó de ser uno de aquellos hombres que tanto había fustigado en sus homilías diarias desde hacía ya cuarenta años de haber sido ordenado como sacerdote. A sus sesenta y pocos sentía que su vida sumaba un siglo de cansancio acumulado en su cuello, en sus hombros y sus rodillas gastadas. Adam Kennedy en sus años mozos, cuando aún era un joven ilusionado con la idea de servir a Dios, fue un portento de vigor, practicaba varios deportes, pero el boxeo era su preferido, sin embargo, no luchaba contra otros seres humanos sino contra la vieja bolsa de lona que heredera de su padre, un boxeador profesional y que había rellenado con arena gruesa, ideal para enrojecer sus nudillos y provocarle, en los momentos de mayor ansiedad, heridas que le ayudaban a recordar que era tan solo un ser humano y que no podía cargar en sus hombros los pecados de toda la humanidad. La tenía colgada de una viga del techo del destartalado apartamento donde vivía tan solo que hasta los roedores se habían mandado a mudar para no soportar hambre y soledad.
Adam había sido en muy poco tiempo todo cuanto un sacerdote podía ser, se había consagrado a la iglesia en la orden de los jesuitas, motivado por su viejo mentor el padre Ángelo Pietri, decano del seminario mayor y pasados un par de años lo asistió en la casa de enseñanza. Pero, la formación de nuevos sacerdotes no era algo que le llenara su espíritu aventurero y pronto se cansó de la docencia y pidió ser enviado como misionero a Haití, donde conoció lo mejor y lo peor de este mundo.
Las supercherías del pueblo rayaban en la idolatría a dioses paganos en una mezcla de dioses heredados de los antiguos celtas y que provinieron del golfo de Guinea cuando esclavos de esa zona fueron llevados a Haití y el cristianismo que fuera llevado a la isla por los españoles tras la conquista. El vudú, la santería, el candomblé, la umbanda y kimbanda traídos del Brasil, se mezclaron con la pobreza de los habitantes hambrientos de una esperanza que la religión católica se veía incapaz de proveer y pronto migraron en una diáspora por otros pueblos americanos e incluso llegaron a Europa convertidos en algo oscuro y destinado a ser practicado en la clandestinidad.
Adam Kennedy se enfrentó a los demonios, a los míticos y a los verdaderos, a los que habitaban en aquella zona y los que él mismo se encargó de llevar en sus maletas de piel cuando llegó a Haití deseoso de cambiar el derrotero de la isla que se sumía en la pobreza económica y espiritual. La lucha fue encarnizada, dejando profundas heridas en uno y otros que ni el tiempo sería capaz de sanar. Por las noches aun lo atormentaban las pesadillas que lo hacían revivir aquel infierno en las afueras de Puerto Príncipe, con el sudor empapando su camisa caqui y sus pantalones del mismo color, solo que más desteñido por el uso y abuso diario. Los días no eran más consoladores, los recuerdos no lo dejaban encontrar la paz. No había día en que no se acordara de Nomoko, el niño místico que afirmaba albergar a cien demonios y de Aqueda, la niña de tan solo ocho años acusada de haber asesinado a sus padres mientras dormían y que con una cándida sonrisa juraba que sus progenitores habían sido quemados por un ser de luz por haber pecado contra la ley de Dios escrita en el Viejo Testamento y del cual tenía un conocimiento excepcional para alguien que ni siquiera sabía leer.
Con dificultad alcanzó el último escalón de las eternas escaleras que lo llevaban al quinto piso de aquel edificio en un suburbio de Nueva Orleans donde se había ido a refugiar tras sus muchos años en el autoexilio. El vagar por las calles de la ciudad por varias horas lo había despejado un poco. Nueva Orleans comenzaba a recuperarse de los desastres del huracán Katrina y la ciudad iniciaba de nuevo sus rituales de Bourbon Street con sus eternos carnavales que emulsionaban las muchas culturas que allí se mezclaban. Adam buscó la llave bajo el felpudo y sus rodillas chirriaron como un catre desvencijado. Abrió la puerta y le llegó el tufo del cuarto mal ventilado. Olía a naftalina, a orines de ratón, a muerto. El hedor le abofeteó la cara y con desgano entró y cerró la puerta tras de sí. La habitación no era pequeña, pero una cantidad de recuerdos apiñados en los corredores la hacía verse demasiado estrecha, todo estaba desordenado y asemejaba más a una bodega que al apartamento de un hombre. Dos grandes pilas de libros sobre psiquiatría destacaban por su tamaño y lo gastado de sus lomos. En otra columna que casi tocaba el techo, los escritos de Santo Tomás de Aquino, Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam, Isidoro de Sevilla, a quien consideraba el más grande compilador medieval. También disfrutaba de los griegos a los que dedicaba un amplio espacio de su peculiar biblioteca.
Miró el reloj y era ya media mañana, el sol se colaba por la única ventana que daba a la calle iluminando todo el mobiliario del sacerdote. Un sillón reclinable aguantó los noventa kilogramos de peso del hombre. Antes esos noventa kilos eran de músculo, ahora, su piel colgaba como una chaqueta demasiado grande para aquel cuerpo que cubría. Cerró sus ojos y se mordió los labios tratando de insuflarse ánimos para permanecer en aquel lugar. No quería albergar una vez más las ideas suicidas que se le repetían con tanta frecuencia en los últimos meses. Ni en su época más crítica en Haití había sentido tanta aprensión y desdeño por la vida como lo sentía ahora que se hallaba retirado en aquel lugar que mezclaba las culturas galas y sajonas. Empezaba a quedarse sumido en la modorra cuando el teléfono repiqueteó con fuerza y lo hizo saltar del sillón. Lo tomó antes de que una vez más le martillara la cabeza que sentía a punto de explotar.
—¿Padre Kennedy?
Reconoció de inmediato la voz de la mujer y no pudo evitar un resoplido. Desde hacía muchos días lo acorralaba con preguntas a las que no que no quería o podía responder como clérigo y hacerlo como hombre significaba renunciar a sus creencias más básicas.
—¿Está usted ahí padre Kennedy?
—Así es señora McIntire, ¿en qué puedo servirle?
—Padre, ha sucedido de nuevo, lo he llamado esta mañana, pero…
—Salí a hacer algunas compras y acabo de regresar.
—Espero no sea un mal momento…
Todos lo son, pensó el sacerdote.
—Ha vuelto a suceder, lo he visto esta noche…
—Señora McIntire…
—Se lo que me dirá, pero ambos sabemos que es real, usted también lo sintió cuando estuvo aquí.
—Solo sé que pasa usted por un mal momento, la muerte…
—Eso es verdad, pero no estoy loca.
—No he dicho que lo esté, señora McIntire.
—Padre Kennedy, lo he visto, no es una alucinación.
—La mente nos juega sucio muchas veces… —dijo el sacerdote con poca convicción.
—No. Esta vez no es así. Estoy segura de que la aparición es real.
—Ya hemos hablado de esto… —dijo sentándose de nuevo en el sillón resignándose a que la conversación no sería tan rápida como quisiera.
—Padre Kennedy, necesito que venga usted hoy mismo, hay algo que debo mostrarle.
—Quizá debería hablar usted con alguien más, dudo que yo sea…
—No padre —dijo en un grito ahogado— nadie más que usted debe saber lo que está pasando con Jeremy.
—Jeremy ya no está con nosotros.
—A su modo…
—No señora McIntire, quisiera que su hijo estuviera vivo, que nada le hubiera pasado, pero ambos sabemos que…
—Usted mismo me dijo que otras veces había sucedido, que estando usted en Haití…
—No debí decirle tal cosa, lo lamento y le ruego que me disculpe, no debí alentar en usted esas creencias paganas.
—Paganas o no, es real y mi hijo sigue aquí.
—Jeremy ya está descansando y usted debería hacer lo mismo…
—Padre, si usted no viene soy capaz de hacer una locura.
—Señora McIntire, Jenny —dijo intentando serenarse— escúcheme con atención, no hay nada que pueda hacer para devolverle a su hijo, cualquier cosa que yo u otro hombre le diga respecto a volver de la muerte son solo tonterías que usted no debe alimentar. Su esposo está muy molesto conmigo y le doy la razón.
—El no entiende, no ha visto las cosas…
—Usted tampoco ha visto nada —dijo nuevamente molesto y luego bajando el tono— debe dejar de fantasear con esas cosas o solo logrará que su esposo la abandone.
—No me importa nada más que saber qué es lo que sucede, por qué Jeremy aún se encuentra con nosotros, por qué no ha logrado encontrar la paz.
—Si eso la tranquiliza iré a visitarla esta tarde —dijo resignado.
—Gracias padre Kennedy.
—Pero quiero pedirle que su esposo esté allí, tengo que hablar con los dos.
—Alexander no quiere involucrarse…
—Tendrá que hacerlo, es hora de que ambos enfrenten juntos esta tragedia.
—Jeremy tampoco quiere que Alexander esté presente.
—Sus sueños solo reflejan…
—No ha sido un sueño, lo he visto, he hablado con él, Jeremy…
—Como usted diga señora, nos veremos esta tarde y trataremos de poner fin a todo esto.
—Gracias padre Kennedy.
Adam se quedó con el auricular en la mano sin saber qué hacer. Aquella locura de Jenny McIntire era su responsabilidad. Sabía que había sido un error alentarle sus estúpidas creencias de que el joven Jeremy, muerto en circunstancias tan particulares, podía vagar por el mundo por tener cuentas pendientes que saldar en el mundo de los vivos. Jeremy era un chico que apenas superaba los dieciocho años de edad. Era alto y desgarbado, con la cara cubierta de acné y extremamante rojiza. Había hablado en un par de ocasiones con él y sentía que el joven era muy especial. Lo obsesionaban las creencias religiosas de las que Nueva Orleans estaba tan llena. Recordó que en una ocasión se vio en líos con la policía por hacer sacrificios de animales en el sótano de su casa, dos cabras y unas cuantas gallinas habían vertido su sangre en una especie de altar improvisado en honor a una divinidad caldea de la que Adam ya había oído hablar en Haití. En la isla, los cultos a las divinidades eran materia de todos los días, pero era la primera vez que el sacerdote lo veía en América continental y practicado por un hombre caucásico, un joven imberbe que había cambiado la vida de sus padres gracias a una extraña afición hacia el ocultismo. Aquel día la policía irrumpió en la vivienda de los McIntire alertados por una llamada anónima que indicaba la violación a las leyes sanitarias. El joven Jeremy fue encarcelado por varios días en que su padre se negó a pagar la multa y desde ese día se había convertido en un dolor de cabeza para toda la comunidad. A pedido de su madre lo visitó en prisión adonde intentó llevarle algún consuelo, pero el chico estaba tan absorto en sus creencias que no dejo de gritarle obscenidades en un viejo dialecto africano que aún en Haití era extraño escuchar, lo retaba a pelear, lo insultaba e insultaba a la iglesia de la que era parte. Jeremy tenía todas las manifestaciones que se necesitaban para iniciar un rito que a la Iglesia misma le costaba admitir que aun practicaba. Adam Kennedy tenía un doctorado en psiquiatría y conocía perfectamente las enfermedades mentales que durante siglos se confundieron con posesiones satánicas y a pesar de haber participado en dos exorcismos practicados en Haití, se negaba a conceder que los demonios se posesionaran de los cuerpos de los hombres que con algo más que la maldad en los corazones y la falta de piedad.