Kennedy miró el cauce del Mississippi, posó su vista en el enorme caudal de agua que serpenteaba por aquel país poderoso y se sintió aun más pequeño. Las aguas del caudaloso río reflejaban un sol amarillo que se pavoneaba en las aguas. Una pareja de turistas jóvenes pasaban por el sitio con sus mochilas al hombro en dirección a Bourbon Street, de seguro atraídos por las bacanales por las que era famosa la festividad del Mardi Grass, Adam los miró y reconoció en ellos al Adam y Jean de sus mejores tiempos, llenos de vida, de deseos de luchar, él contra la ignorancia de aquella isla que los acercaba a lo pagano y Jean, en contra de la pobreza que flagelaba a su gente sin piedad. Los chicos desaparecieron por una esquina y Kennedy se sintió una vez más en aquella soledad en que la Iglesia se empeñaba en que vivieran los sacerdotes en su vejez, sin una mujer que ayudara a compartir aquella tristeza, sin hijos a quienes contar las historias de sus muchos años vividos. Recordó a María con ternura, no como la prostituta en que se convirtió en pocos años sino como la niña extraña que ingresó a su iglesia la noche en que asesinaron a la madre de Sebastian Daniels. Fue la primera, mas no la última vez que la vio desnuda o semidesnuda, aquella primera vez en la inocencia de apenas una niña que lo hizo sentir pena y no como la mujer que vio años más tarde cuando lo visitaba en prisión para confesarse de los pecados más ruines, no de ella, sino de los hombres que compraban su amor aprovechándose de su pobreza extrema. María era una especie de símbolo de su lucha, lo mismo que Nomoko y Aqueda, aunque todos ellos en circunstancias muy diferentes.
A Nomoko lo veía como el chico que dentro de su lucidez e inteligencia seguía siendo un ignorante que perpetuaría las creencias de aquel pueblo. La influencia de Doc sobre aquel niño lo hacía retroceder en el camino de la fe que le deseaba trazar. Días y días de lecturas, de narrarle la vida de los santos, de contarle lo diferente que era el mundo lejos de aquella isla, eran destruidos en un solo instante cuando Doc aparecía con sus serpientes encantadas y sus trucos baratos en medio de la plaza. Todos corrían a verlo hacer sus espectáculos como si se tratara de un circo que llegaba al pueblo con sus escupe fuego, malabaristas y payasos, con sus bestias enjauladas y los magos y adivinadores. Era triste saber que la miseria los arrastraba a ver en todo aquello que hacía Doc un milagro y que el hombre se aprovechaba de ello para infundir en aquel que llamaba su pueblo, un temor que lo convertía en un Dios. Nomoko caía en sus encantamientos, su ojo fijo en aquellos trucos, su piel erizada y siempre, sus ataques epilépticos que le agregaban morbo a las actuaciones de la Mano de los Muertos. Las mujeres lloraban y los niños gritaban al ver al chico convulsionando como si de verdad estuviera poseso. Luego, todo caía como el epílogo de un espectáculo que cerraba sus puertas a las muchedumbres que quedaban a la espera de una nueva función. Nomoko tendido en el suelo de la plaza, sus pantalones manchados de mierda y orines era el único testigo de la función de la Mano de los Muertos.
Con Aqueda las cosas eran diferentes, la niña que se iba convirtiendo en mujer con el paso de los años era una fiel servidora de la Mano, su amante decían en corrillos o su hija para aquellos que sabían que la Mano la había tomado bajo su cuidado cuando ambos padres murieron en las llamas provocadas por el infortunio o por aquella infeliz que se paseaba tomada de la mano de aquel hombre. Aqueda era una jovencita atractiva, con curvas juveniles en su cuerpo que mal disfrazaba una bata larga de algodón que llevaba siempre. Aqueda sostenía que dentro de su cuerpo habitaban espíritus poderosos que la Mano era capaz de invocar a placer y hacerlos cumplir con sus órdenes. En más de una ocasión se enfrentó al padre en media calle de aquel pueblo, su garganta hinchada, su jerigonza, su conocimiento de las escrituras que las acomodaba a su antojo para hacer pasar verdaderos aprietos al sacerdote, pero sobre todo, sus cambios repentinos de personalidad que dejaban perplejo al psiquiatra. Adam era un experto en el Síndrome de Identidad Disociativa o como le llamaban antes: el trastorno de personalidad múltiple. La presencia de dos o más identidades o estados de personalidad, cada una con un patrón propio y relativamente persistente de percepción, interacción y concepción del entorno y de sí mismo eran cosas a las que enfrentaba frecuentemente tanto como estudiante en los casos que analizaba, como en su corta atención a sacerdotes con problemas que eran enviados a entrevistarse con él para evitar un daño a la iglesia. Kennedy sabía que en los casos clínicamente comprobados, al menos dos de estas identidades o estados de personalidad controlaban de forma recurrente el comportamiento del individuo, pero en Aqueda parecía que eran cientos los individuos o personalidades que habitaban en ella. Era triste ver la disociación y saber que era un estado en el que Aqueda se separaba de la realidad, quizá para evitar vivir a diario con el cargo de conciencia de haber asesinado a sus padres. Cuando estaba en aquel estado era incapaz de recordar información personal importante, como si otra persona hubiese vivido aquellos instantes y no aquella que hablaba con el padre. Como psiquiatra, Kennedy sabía que si el trastorno aparecía en la infancia, persistiría durante la edad adulta. Muchas veces intentó conocer el origen que aquel trastorno de identidad disociativa, encontrar a qué se debía que apareciera un mecanismo de defensa, cuál era la causa para que necesitara separarse de su personalidad para poder sobrellevar el dolor y el miedo provocado presumiblemente por un abuso repetido durante la infancia, casi siempre en forma de abuso sexual, perpetrado de un modo impredecible por uno de los padres u otro miembro de la familia, o quizá por la misma Mano de los Muertos que ahora hacía las veces de su padrino. Adam intentó en muchas ocasiones llegar a Aqueda de una manera que se abriera con él y le dijera quién fue el adulto que la marcó de aquella forma realizando actos sexuales con la niña. Por desgracia, estaba consciente de que en estos casos la persona que abusó de esa niña pudo ser también la persona que la cuidaba y le mostraba afecto en otras ocasiones, de manera que la pobre Aqueda se encontrara en una situación totalmente impredecible de expresión de amor alternando con abuso sexual y, posiblemente, otros tipos de maltrato. Cuando este estado resultó abrumador, se alzaron las defensas psíquicas en forma de disociación.
Fue difícil explicarle a Jean que su sobrina era una víctima y no una asesina, que posiblemente el hacer arder a sus padres fue un acto de defensa ante los abusos y que no todas las personas son capaces de disociar, pero aquellas que nacen con un capacidad innata para hacerlo, suelen responder de este modo ante el abuso continuado, como un modo de escapar de él. Quizá, lo mejor que pudo haberle pasado a aquella niña abusada fue la disociación considerando que aquellos que no tienen capacidad para disociar y son víctima de abuso severo y repetido pueden desarrollar un trastorno de estrés postraumático, depresiones repetidas, con ideación suicida o psicosis. El caso de Aqueda debió ser terrible puesto que requirió de muchas personalidades diferentes para poder enfrentar su existencia sin quebrarse o sin quitarse la vida. De eso se había aprovechado la Mano de los Muertos y eso hacía que Adam lo odiara más, porque nunca le permitió tratarla como la niña merecía, quizá por temor de que lo denunciase como el autor de los abusos que la habían llevado a ese estado que los habitantes de la isla veían como una posesión demoniaca.
María era un caso especial para Kennedy, la chica se le había alojado en el corazón con algo más que el interés por ayudar a aquella gente. María era alta y delgada, con los cabellos lacios y negros como plumas de cuervo. Siempre vestía con un faldón de algodón que le cubría por completo las piernas pero que a través de una abertura le permitía al sacerdote admirar sus bien torneados muslos. En su cabello, las más de las veces, llevaba flores vistosas que perfumaban su cabeza y en su cara, un maquillaje sencillo que resaltaba su natural belleza. Desde el día que la vio ingresando a la iglesia en una especie de trance, no logró apartarla de sus pensamientos. Era mortificador no saber que era lo que sentía por aquella jovencita a la que le llevaría tres lustros de edad. Cuando pensaba en ella intentaba apartar a los demonios del deseo, pero acababa fantaseando más allá de los límites del decoro. Afortunadamente nadie podía leerle los pensamientos, de haberse sabido lo que sentía cuando la jovencita le contaba sus múltiples encuentros amorosos por una paga, de seguro lo habrían expulsado del pueblo. María nunca supo explicarle qué le había sucedido aquella noche cuando ingresó a la iglesia y se desnudó. Tampoco pudo el padre saber si el asesinato de aquella anciana devota había estado relacionado con aquella profanación que hiciera María a la iglesia. No luchó mucho por saberlo, prefirió pensar que todo había sido una coincidencia y no avivar los pensamientos de que, al igual que Nomoko y Aqueda, el comportamiento de María se debía a una influencia maligna de la Mano de los Muertos. A diferencia de Aqueda, María sentía temor por aquel babalao, no soportaba su presencia y constantemente se quejaba de la influencia de aquel hombre en la isla. Muchas veces pidió a Adam que la liberara de aquel tormento que le significaba estar en la misma isla que aquel hombre. Le pedía en medio de llantos que la llevase lejos con él, que viajaran a América y se olvidaran de todo cuanto había pasado en aquella especie de infierno que era Haití a finales de los setenta.
Adam sacó un cigarrillo de su chaqueta y lo encendió con manos temblorosas, los efectos de la resaca le estaban cobrando factura, sentía la urgente necesidad de tomar, de embriagarse hasta perder el sentido. Ahora que Jean había muerto, no había a quien contarle la desesperación que le causaba el haber salido de Haití dejando allí, abandonado, todo aquello por lo que había luchado con denuedo. Nomoko, Aqueda, María, sus líos con la Mano de los Muertos, todo había quedado en la isla luego del terremoto, solo había tenido tiempo de recoger en sus alforjas la desesperación de un pueblo que agonizaba en medio de temblores y supersticiones.
Una aspiración profunda de aquel tabaco que acababa con sus pulmones y sobrevino la tos que lo ahogaba, aprisionaba su tráquea impidiendo que el aire circulara. Escupió y la saliva tenía restos de sangre. Sacó su pañuelo de inmediato y se limpió la boca. El pañuelo quedó con restos de aquel líquido ralo entintado de escarlata.
—Debe cuidar su salud —gritó un hombre que lo miraba desde la esquina— fumar no le hará nada bien, padre.
Adam enfocó mejor para tratar de distinguir a aquel hombre que sin duda lo reconocía a pesar de no llevar su ropa de sacerdote, sin embargo, la figura estaba de espaldas al sol y solo se distinguía una sombra con el sol en forma de halo sobre su cabeza.
—Disculpe —dijo lanzando el cigarro al suelo y apagándolo con el zapato— no logro distinguirlo.
—No se preocupe padre, tan solo soy un feligrés más. Por cierto, ¿ha sabido lo que sucedió en la iglesia?
—Me enteré esta mañana.
—Es atroz lo que le han hecho a esos hombres, pero de alguna forma creo que se lo merecían.
—Ningún cristiano merece morir de esa manera.
—Dudo que fueran cristianos, padre, un cristiano no lo habría atacado como lo hicieron esos hombres.
Kennedy sintió un escalofrío que no logró explicar.
—¿Puedo acercarme?
—Déjeme, ya lo hago yo —dijo el hombre solícito mientras se acercaba ceremonioso.
—¿Cómo es que sabe de todas esas cosas?
—Nueva Orleans no es una gran ciudad como parece, aquí todo llega a saberse, es por así decirlo como una isla ¿No le parece?
Adam sintió de nuevo esa sensación extraña, mezcla de curiosidad y miedo.
—¿Nos conocemos? —preguntó Adam mientras se acercaba a aquel hombre.
—Conocer a alguien no es tan sencillo, requiere de tiempo y esfuerzo. Hay quienes después de años de convivencia se dan cuenta de que no llegaron a conocerse.
—Sin embargo en otras ocasiones conoces a alguien por unos segundos y piensas que lo conoces de toda la vida —dijo intentando que aquella persona hablara más para poder ubicar su voz que se le hacía conocida pero que no lograba identificar con una imagen.
—¡Sekonsá! —dijo en una especie de graznido.
—¿Habla usted el creole?
—Wi.
—Lo conozco entonces, quizá de Haití…
—Kisa ou bezouen?
—No necesito nada, al menos por el momento, solo deseo saber quién es usted.
—Pa kounye-a.
—¿Por qué no ahora? Me siento en desventaja, usted sabe quien soy, pero yo no tengo idea de quien pueda ser usted.
—Eso lo solucionaremos pronto, padre Kennedy —dijo el hombre que se daba la vuelta y caminaba ahora más deprisa en la dirección contraria.
—¿Cómo sabré de usted?
—Estaré en contacto, padre.
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Hoy mismo lo estaré llamando a su apartamento.
—¿Qué quiere de mí?
—Salvar su alma, padre Kennedy —volvió a decir con un graznido que de seguro le raspaba las cuerdas vocales.
—¿Mi alma? ¿De qué demonios habla?
—De los que habitan en usted, padre Kennedy.
—No sé a qué se refiere —dijo gritando ante la distancia que ya había entre ambos.
—Ya lo sabrá, padre. Espere noticias mías.
—No tengo tiempo para tonterías…
—Tiene usted todo el tiempo que le queda, padre Kennedy y ahora sin su amigo Jean, ¿en qué piensa ocupar sus horas de hastío?
Kennedy ya no logró oírlo más, el sujeto se perdió entre los árboles del bosque cercano. Adam jadeaba después de una carrera de pocos metros, sentía que había perdido su vitalidad. Nunca se había sentido así de cansado y menos ante un esfuerzo tan insignificante como aquel. Lo achacó a la reseca que ahora le martillaba la cabeza.
Camino a su apartamento no pudo dejar de pensar en aquel hombre extraño que no había querido identificarse, pero que sin duda lo conocía bien. Muchos en Nueva Orleans hablaban creole, pero nunca lo había escuchado con ese acento tan cargado, quizá solo a Jean cuando se esforzaba porque él comprendiera la lengua y le pronunciaba con mucho énfasis.
Volvió a mirar el Mississippi en su lento correr hacia el mar y se sintió cansado, su respiración aún no se recuperaba por completo, lo que lo hacía abrir la boca para aspirar grandes bocanadas de aire que parecían diluirse camino a sus pulmones. Tosió un par de veces más y escupió sin detenerse a mirar si seguía teniendo sangre en el esputo. Se abrigó el cuello con su chaqueta y emprendió el viaje a casa con paso moderado.