El bokor (20 page)

Read El bokor Online

Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
8.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sé de lo que habla —dijo el sacerdote que no pudo dejar de recordar a la Mano saliendo de aquel agujero como si se tratase de un macabro parto.

—Eso no es todo. El mismo doctor se encargó de revisar a su novia y no había duda alguna de que aquella mujer había muerto, las autoridades lo certificaron y se iniciaron los trámites de sus funerales. El hombre sin embargo no estaba dispuesto a perder a su prometida y al parecer, acudió a la Mano para rogarle por su vida. Nadie sabe como, pero la Mano se quedó a solas con ella una noche y a la mañana siguiente la mujer despertaba de su sueño como si nada hubiese sucedido. Todos en la isla lo tomaron por un milagro, incluido el doctor europeo.

—Debe haber estado en un estado cataléptico, ese estado tan parecido a la muerte que ha llevado a muchos a despertar cuando ya han sido enterrados o bien narcotizada, en estas tierras abundan las plantas alucinógenas como la coca, la marihuana o el peyote, quizá alguna de las tantas otras que hay provoca un efecto parecido a la muerte. No dudo que el babalao conozca de todas las propiedades que pueden tener y que los haya usado en su favor. Sin duda volver a alguien de la muerte provee lo que este hombre busca con tanto afán, que lo vean como alguien con poderes sobrenaturales o como un dios, pero no es más que un médico brujo.

—De nada vale que le busque explicación a las cosas que suceden en la isla. Simplemente Haití está en las manos de ese babalao y no hay nada que usted ni nadie más pueda hacer al respecto.

—¿Le teme usted también?

—Es un tipo de temer, pero no, ya estoy vieja, no le temo a la muerte, por esa razón la Mano obra sobre Nomoko, para poder atacarme en el único punto donde soy vulnerable.

—¿Entonces no ha intentado hechizarla?

—Estoy protegida contra su magia. De niña, mis padres que eran santeros, me bañaron en cocimientos de ajenjo, incienso y mirto.

Adam pensó que todo aquello era una tontería pero no quiso aumentar la molestia de mama Candau y prefirió guardar silencio mientras la mujer le hablaba de las múltiples yerbas usadas en la Santería. Kennedy sabía de los poderes que muchas plantas tenían como narcóticos y alucinantes y que fueron usadas desde tiempos inmemoriales. Era perfectamente lógico que alguien después de ingerir o a veces oler estas plantas, viera demonios o ángeles tal como le había pasado a él. Estaba seguro de que había sido envenenado por aquel hombre con su cocimiento, pero había preferido culpar a algún mosquito de la zona que darle el placer a aquel hombre de saber que lo había mantenido enfermo durante toda la noche. Más tarde se enteraría de que no había sido una noche como pensó, sino toda una semana de su vida la que había pasado en cama con aquella inconciencia.

—¿Si es tan fácil, por qué no inmuniza usted a Nomoko? —dijo sin poder evitar reflejar en sus palabras su escepticismo.

—Porque no todos pueden lograr el efecto, mis padres eran especiales, eran babalaos poderosos, más que la Mano incluso. Proteger a Nomoko no es algo que pueda hacer.

—Sus padres eran brujos, entonces.

—Hay muchos tipos de magia, la de mis padres era curativa, magia blanca. Con ella curaban a los vecinos al igual que lo hace un doctor con sus drogas.

—Al menos admite que eran las plantas y sus propiedades las que sanaban y no una especie de conjuro mágico.

—Como le he dicho, si se tratara solo del cocimiento, podría hacerlo para Nomoko y de paso para Jean y para usted, aunque tuviera que dárselo a la fuerza, pero al cocimiento había que agregarle una oración especial que mis padres nunca quisieron que yo conociera.

—Por algo habrán querido dejarla fuera de ese mundo. ¿Qué fue de sus padres?

—Murieron algún tiempo después. Fueron envenenados. La policía dice que ellos mismos se mataron al confundir algunas plantas e ingerir un veneno.

—Pero usted no cree eso.

—Mis padres fueron envenenados si, pero es imposible que alguien con los conocimientos de mi padre sobre botánica pudiera cometer un error que pudiera envenenarlo y envenenar a su esposa.

—Sugiere que alguien más lo hizo, ¿Pero quién?

—Antes de la Mano hubo otros babalaos igual de poderosos y quizá más malos aún. Haití siempre ha tenido gente como esta, siempre hemos vivido inmersos en un mundo de brujería y santería que en parte sirve para aliviar la gran carga que supone la pobreza.

—No estoy muy seguro de qué lleva a qué cosa, quizá más bien la pobreza se la deban a ser tan dados a pensar que con unas yerbas y algunos conjuros pueden atraer el amor, la riqueza…

—O el mal para alguien como usted que no cree en estas cosas.

—Mama Candau, el que me enfermara no obedeció a un hechizo, en todo caso lo debo a las yerbas que tomé o quizá algo que ese tipo me hizo inhalar cuando estuve en su casa —dijo cansado de las explicaciones que la mujer intentaba dar al hecho de que hubiese enfermado luego de visitar a Doc.

—La madre de todas sus desgracias es ser tan obstinado, quizá a usted le falta lo que sobra en esta isla y es creer en que el diablo existe y que ahora está personificado en Doc.

Adam se incorporó un poco en la cama y al quitarse las mantas que lo cubrían pudo ver hasta que punto le había afectado la enfermedad, estaba flaco y demacrado y la piel lucía reseca y acartonada. Sintió lástima de sí mismo y no pudo evitar una especie de gemido.

—Ya ve usted en la condición en la que está, como le dije, apenas si lo pude rescatar de las garras de la muerte.

—Mama Candau, dijo usted que la mujer del médico había vuelto de la tumba, pero también creo haberle escuchado decir que otras personas habían sufrido del embrujo que dice me lanzó ese tipo…

—El doctor no esperó a segundas oportunidades y cuando su mujer se recuperó, se la llevó de aquí. Creo que fue la Mano quien le ordenó marcharse y llevarse a la rubia con él, de todos modos, ya en Haití nadie le tendría respeto al tener que acudir a la Mano para atender a la mujer que amaba.

—Entiendo.

—Pero no fue el único médico que enviaron. Un par de meses después de la partida de aquel hombre, dos médicos belgas llegaron a la isla, a ellos no les fue tan bien como a la rubia.

—¿Me habla de que murieron?

—En medio de terribles dolores de cabeza.

—¿Y usted cree que la Mano se los provocó?

—Por supuesto, esos hombres habían venido a interferir en sus planes de ser el único médico al que la población pudiera acudir y no dudó en hacerles pagar el error de haber venido.

—¿Ambos tuvieron los mismos síntomas?

—Así es. Los partes médicos hablaron de aneurismas, pero ¿dónde se ha visto que un aneurisma sea contagioso?

—Sin duda no lo es.

—¿Y cual es la probabilidad de que ambos médicos la vinieran a sufrir a esta isla?

—Ciertamente pocas, pero tampoco eso exime a los médicos de la isla de cometer un error en el diagnóstico.

—¿Sugiere que los médicos haitianos se equivocaron?

—Al menos con uno de ellos, quizá les resultó más fácil emitir el mismo dictamen para ambos y ahorrarse el practicar una autopsia. Es muy posible que lo que tuvieran fuera una meningitis viral. El gobierno belga debe haber solicitado los cuerpos.

—Ambos fueron enterrados en Haití, aparte del problema del dolor de cabeza, los dos hombres parecían estar descomponiéndose aún en vida.

—¿Qué dice?

—Que los dos adelantaron el festín a los gusanos. Se dice que cuando enfermaron, algunos pacientes que aun acudían a ellos vieron como un gusano salía de la oreja del doctor Valembois.

—Macabro.

—Y tanto, el pobre hombre debe haber sido devorado en vida por esos bichos.

—Y eso les provocaba el dolor de cabeza, los gusanos horadando su cerebro —dijo Kennedy con gesto cansado.

—Así es, padre.

—¿Usted fue testigo de tal cosa?

—Padre Kennedy, le doy un consejo, no se involucre más en este asunto, vuelva cuanto antes a América, de seguro allá logrará encontrar la paz en su corazón.

—¿Y dejarme intimidar por la Mano?

—Todos en el país le temen, no sería nada vergonzoso que se fuera.

—Pero ¿Y mi ministerio? ¿Qué haré con lo que me trajo a esta tierra a ayudar a…?

—Padre, siempre habrá sitios donde pueda ayudar y donde sea mejor recibido.

—Aun no he hecho nada en contra de la Mano, ¿Por qué querría hacerme daño?

—Por que usted representa todo aquello con lo que él quiere acabar. Usted es en cierta forma la esperanza de este pueblo de que la Mano no es todopoderoso.

—¿Y aun así usted quiere que me marche?

—Es por su bien, padre. Si usted muere, igual la Mano gana. Todos dirán que su magia es más poderosa que la suya.

—Si me voy pierdo, si me quedo también, parece que no hay posibilidad de elegir.

—Si se marcha puede salvar su alma, aún es tiempo.

—No pienso marcharme, mama Candau. Doc no se saldrá con la suya así porque así. Antes de marcharme de esta isla dejaré una huella en este pueblo que ni el mismo demonio podrá borrar.

—No diga esas cosas, el diablo es puerco si usted lo provoca —dijo la vieja santiguándose.

—Lo que necesito es recuperar la salud y las fuerzas cuanto antes, si he de enfrentar a este hombre debo estar en la mejor forma posible y créame, ese tipo no querrá ponerse los guantes conmigo.

—Las armas de Doc no son de este mundo, usted podría ganarle una pelea cuerpo a cuerpo, pero él se quedaría con su alma.

—El alma de un sacerdote —dijo riéndose— poco premio se lleva el infeliz que la posea.

Mama Candau, disculpe que me ría, no es mi intención ofenderla, pero todo esto de la santería, de los embrujos y hechizos es algo que en la Edad Media se explicaba por lo ignorante que podía ser el pueblo de entonces, pero en pleno Siglo XX es risible que alguien instruido pueda creer en que este hombre tiene poderes más allá de los que le proporciona la misma ignorancia de la gente y el uso de algunas drogas alucinógenas. Esto que me pasó ayer, no es obra de un conjuro, sino de lo que me dio de beber en aquella maldita infusión que apenas llegue a probar.

—¿Ayer? Siento decirle padre, que lleva usted una semana en la inconciencia.

—No puede ser…

—Mire su estado. ¿Ha visto lo delgado que está? ¿Cree usted que una droga puede secarlo de esa manera en tan solo unas cuantas horas?

—Debió ser algo muy poderoso, o quizá mi falta de costumbre de drogar mi cuerpo…

—No hay peyote tan fuerte para provocarle ese efecto con tan solo inhalar o sorber un poco. Sea lo que sea lo que le dio de beber ese hombre, debió venir acompañado de una especie de maleficio al que usted no desea dar crédito.

—No dudo que tenga usted más experiencia en eso de los cocimientos y brebajes, Mama Candau, pero puedo asegurarle que el poder de ese hombre no es sobrenatural ni algo provisto por un demonio.

—Para ser alguien que profesa la devoción a un Dios todopoderoso, me parece que es usted poco creyente de que así como existe el bien, también existe el mal. ¿O acaso no está en la Biblia la existencia de demonios que interfieren en nuestras vidas?

—Eso es algo difícil de explicar…

—¿A alguien como yo? ¿Una simple anciana que apenas si terminó la primaria no debería, a su criterio, discutir con alguien tan instruido como usted?

—No ha sido mi intención ofenderla, creo que es usted una mujer inteligente y el que no haya estudiado es solo producto de la falta de oportunidades en que nació.

—Se de pocas cosas, padre, pero conozco Haití y a su gente, conozco de los poderes sobrenaturales que algunos tienen y no me avergüenza decir que son gente a la que hay que temer cuando se encuentra en el bando contrario. Usted es aun muy joven para entender que lo que estudió es solamente una pequeña parte de un inmenso universo de sabiduría que puede ser obtenido como un regalo de Dios o por la maldición de un demonio.

Ya le he advertido, padre. Márchese usted de la isla, no mire hacia atrás mientras lo hace, no es cobardía evitar combatir contra aquello que no se conoce y ante quien no existe posibilidad alguna de ganar.

—¿Y que pasaría con todos ustedes?

—Estábamos aquí antes de que usted viniera, y seguiremos aquí cuando usted se haya ido. Usted no es el salvador de Haití, ni siquiera estoy segura de que pueda ser el salvador de su propia alma.

—No me dejaré vencer tan fácilmente. Si este hombre cree que puede hacerme temblar y marcharme como un perro con el rabo entre las piernas, está muy equivocado. Recuperaré mis fuerzas y me andaré con más cuidado, pero por nada del mundo dejaré que Doc o cualquier otro brujo hereje me digan lo que tengo que hacer.

—Entonces será mejor que recupere usted sus fuerzas porque le esperan días mucho más difíciles de los que ha vivido esta semana. Se enfrentará usted a un enemigo poderoso y despiadado, a un servidor de satanás que no dudará en matarlo si cree que debe, o bien, que conquistará su alma para atarla a las tinieblas.

—Pamplinas, ya antes me he enfrentado a enemigos que me creían un blanco fácil por mi condición de sacerdote y por mi obligación de poner siempre la otra mejilla.

—Como usted diga padre, solo no diga luego que no lo advertí del peligro en que se encuentra.

—Puede estar tranquila, sé cuidarme y de ahora en más no expondré a Nomoko o a Jean a ningún peligro, incluso si cree usted necesario que me marche de esta casa lo haré con gusto si eso la tranquiliza.

—Esta casa es un santuario, mis padres la sellaron lo mismo que a mí. Es tierra santificada y ni siquiera la Mano es capaz de actuar con brujería dentro de sus paredes.

—Entonces, coincidirá conmigo en que mientras viva en esta casa podré enfrentar a la Mano sin riesgos.

—Usted no lo entiende. Le he dicho que dentro de esta casa no podrá hacer brujería, pero la Mano es también un hombre malo y ese tipo de demonio puede hacer daño donde quiera, incluso en la casa de Dios.

—Es usted una mujer buena…

—Pero no me hará caso.

—Entienda que no puedo huir al primer problema que encuentre. Aún ni siquiera he hablado con Duvalier y ya usted desea que me marche de aquí y no vuelva, solo para salvar mi pellejo de las amenazas de este hombre.

—Baby Doc no es mejor persona que la Mano, ni tampoco lo fue su padre. Sin embargo —dijo con un tono de desconsuelo— no puedo obligarlo, padre. Usted puede quedarse en esta casa el tiempo que quiera o pueda. Oraré por usted todos los días.

Other books

All Inclusive by Judy Astley
BLue Moon by Lorie O'Clare
The Leithen Stories by John Buchan
An Appetite for Violets by Martine Bailey
Reluctant Partnerships by Ariel Tachna