—Espero que el saco no haya puesto una denuncia en mi contra.
Johnson sonrió por primera vez desde que lo conocía.
—No, los objetos y las personas sin vida no pueden poner denuncias contra nadie, normalmente lo hacen las personas que se sienten ligadas a ellos, pero en este caso, tampoco hay familiares, parece que estos dos hombres no tenían raíces en Nueva Orleans. ¿Los había visto usted antes?
—Si se refiere antes de que los aporreara, pues no, no recuerdo haberlos visto, no son del tipo de personas que va a la iglesia o a otros sitios que frecuenten los sacerdotes. Al menos no a rezar. Generalmente van a robar o a hacer daños sin razón.
—¿Ha sido víctima de robos?
Kennedy se remontó a sus primeras semanas en Haití. Luego de haberse recuperado de la picadura de insecto que mama Candau y Jean se empeñaban en relacionar con un maleficio de la Mano, su vida comenzaba a volver a la normalidad. Aun estaba débil y de vez en cuando volvía a estar en una especie de estado febril donde las alucinaciones y pesadillas lo atormentaban. En todas ellas estaban presentes los mismos personajes, Aqueda, Nomoko, la Mano de los Muertos. Una tarde calurosa, después de quedarse dormido y soñar con aquellos espantos, decidió salir a caminar para aliviar la tensión que le dejaban esos sueños. Debió caminar por horas porque al volver a la casa ya estaba oscuro. No había nadie en los alrededores, ni siquiera Nomoko que solía esperarlo en las gradas para que lo invitara a tomar un chocolate caliente. Intentó abrir la puerta con la llave y de inmediato se dio cuenta de que alguien había entrado forzándola. Sin pensar siquiera si el ladrón podría seguir allí, entró con rabia y buscó en toda la casa. Todo parecía estar en su lugar, sus maletas y las pocas pertenencias que había traído consigo seguían allí. Repasó cada habitación sin encontrar nada fuera de lugar. Ingresó al cuarto de baño y fue cuando pudo ver el motivo de que hubiesen entrado a su casa. En el espejo sobre el lavado escrito con sangre estaba la palabra «RETE», detente en creole, vio unas gotas rojas que guiaban hacia la tina de baño, corrió la cortina con aprensión y pudo ver el animal sacrificado, una gallina negra yacía sin vida, con el cuello cortado, sobre la tina un delgado hilo de sangre había dejado de correr. Tomó al animal con furia y salió a la calle, levantó el cuerpo por sobre su cabeza y comenzó a retar a quienquiera que hubiera mandado ese mensaje. Los vecinos no quisieron salir ante el espectáculo que representaba el sacerdote con el animal sacrificado por encima de su cabeza y lanzando amenazas, de seguro les pareció una imagen más propia de la Mano de los Muertos que de aquel cristiano. Pasados unos minutos, Kennedy por fin se calmó y se sintió avergonzado. Desde lejos mama Candau lo miraba con una mezcla de reprobación y furia. Nomoko, asido a sus enaguas se escondía entre las piernas de la vieja y Jean completaba el trio de los que consideraban que el sacerdote se estaba volviendo loco.
Kennedy caminó hacia los tres e intentó una disculpa. Luego de explicar que la puerta había sido violentada y que alguien deseaba amedrentarlo, escuchó paciente el regaño de la vieja y las suplicas de Jean, que ya no estaba tan convencido de que aquel hombre debiera seguir en la isla. Juntos fueron a revisar la casa y solo allí se dieron cuenta de que una maquinilla de afeitar que el padre tenía junto al lavado ya no estaba. En el suelo bajo una gota de sangre grande y espesa estaba la navajilla. Habían utilizado su rasuradora para matar al animal. Por más que buscaron la maquinilla no apareció. Al menos no esa noche. Pasadas un par de semanas y cuando ya Kennedy había olvidado el incidente, al regresar a casa tras visitar a algunas familias que deseaban escuchar sobre Jesucristo, encontró la puerta de su casa abierta. Esta vez no se habían molestado en cerrarla. Con los puños apretados el sacerdote corrió hasta la casa y de una patada terminó de abrir la puerta y buscó frenético, empezando por el cuarto de baño. Todo estaba bien, no había rastro de sangre, tampoco mensajes sobre el espejo, ni había desaparecido nada. Revisó cada rincón sin encontrar nada extraño, hasta que llegó a su habitación. Tendido sobre su cama, alguien dormía cobijado hasta la altura de la cabeza. Llamó un par de veces, pero no hubo respuesta, se acercó y de un tirón quitó la sábana que cubría aquel cuerpo. Estuvo a punto de gritar. Una mujer o más bien, lo que quedaba de ella, estaba descansando en su cama, el cuerpo estaba semidescompuesto y algunas larvas le salían de las cuencas de los ojos, fue hasta ese momento que sintió el hedor y no pudo evitar vomitar. El cadáver de la mujer estaba amortajado, con las manos entrecruzadas sobre su pecho. Era una mujer delgada en extremo. De pómulos salientes y dientes gruesos que salían de unos guindajos de piel que debieron ser sus labios. ¡Por Dios Santo!, gritó finalmente. Había reconocido a la vieja que estaba en su cama, apenas hacía unas cuantas semanas había oficiado sus funerales. Alguien había profanado su tumba y la había dejado en su cama.
—Si teniente —dijo por fin— me han robado antes. En Haití es común que la gente intente obtener el sustento de cualquier manera.
—¿Algo de valor, padre Kennedy?
—Un crucifijo —mintió— entre otros objetos de poco valor comercial.
—¿Un crucifijo dice? No me dirá que algo parecido al que le ha mostrado el agente Bronson.
—Algo similar.
—Pero usted dijo…
—No recordé hasta ahora que me ha preguntado, fue hace mucho tiempo, lo había olvidado por completo.
—¿Y no lo recordó cuando el agente Bronson se lo enseñó?
—Supongo que la memoria es caprichosa.
—Esperaría que alguien como usted recordara fácilmente un crucifijo, al fin y al cabo es una herramienta de su trabajo.
—Como si usted perdiera una bala hace muchos años y le enseñaran una ahora, supongo que las ve con tanta frecuencia que no le parecerá nada extraño.
—Puede ser. Claro, me sorprendería saber que esa bala que perdí estuvo presente en algún homicidio.
—¿Sugiere que el crucifijo que apareció en la escena del crimen era mio y que quien me lo robó fue quien asesinó a estos dos hombres?
—Esa es una opción.
—No deseo ni pensar en cuales pueden ser sus otras opciones.
—¿Le preocupa a usted algo, padre?
—En realidad solo quisiera que me pregunte lo que desee saber para curarme las manos y descansar un poco.
—Precisamente iba yo a preguntarle por el crucifijo. Quería que me mostrara el suyo, pero parece que eso va a ser imposible.
—Me temo que si, a no ser que pueda volver al pasado y recuperarlo. Y ahora agente, si no tiene más preguntas.
—No por el momento, padre, pero ya hablaremos luego si algo se me escapa.
—Será un placer atenderle.
Johnson salió del apartamento con la firme idea de que Adam Kennedy no le estaba diciendo la verdad. Podía sentirlo, aquel cura le ocultaba algo. Al salir a la calle se encontró con Bronson que venía de la iglesia donde había ido a buscarlo.
—Así que decidiste interrogar al padre por tu cuenta.
—Estaba cerca y decidí hacerle una visita.
—Espero no te hayas sobrepasado.
—¿Hay alguna razón por la que quieras defender a este hombre?
—No hay ninguna prueba en su contra.
—Acaba de decirme una mierda, respecto al crucifijo. Dice que el suyo se lo robaron cuando estuvo en Haití.
—¿Y que demonios querías que te dijera? ¿Qué lo perdió cuando asesinó a esos dos tipos y que te agradecería el que se devolvieras? Quemaste un cartucho demasiado pronto.
—Supongo que tú esperarías a que fuera por su cuenta a contarnos alguna historia.
—Esperaba ligar el crucifijo con este hombre, pero no porque piense que es el asesino, pensé que aquellos ladrones se lo habían quedado y…
—¿Y por qué habría de mentirnos?
—Quizá porque le has mostrado el desprecio que sientes por él.
—Ese hombre tenía las manos cubiertas de sangre, debe haber golpeado el saco con furia…
—¿Y eso lo hace un asesino?
—Eso da pie para pensar que el hombre está preocupado por algo.
—¿Te parece poco el que hayan colgado a dos tipos que el conocía?
—Me parece que va más allá de eso. El padre Ryan me dijo que Kennedy debía tener un crucifijo igual al suyo y al que apareció en la escena.
—Como tantos otros curas.
—Pero no todos se liaron a golpes con esos hombres unas horas antes de que los asesinaran.
Bronson se quedó pensativo algunos segundos. No quería admitirlo pero tal vez su compañero tenía la razón esta vez y debía admitir que el comportamiento de Kennedy no era precisamente el de alguien libre de culpa.
—¿Qué más pudiste sacarle a Ryan?
—Nada, pero el tipo me parece un santurrón incapaz de matar a una mosca. ¿Qué hay de los McIntire?
—La mujer está más loca que una cabra.
—Eso ya lo sabíamos.
—Pero rompió una ventana, se hizo pedazos las manos y apenas si logra acordarse de qué fue lo que sucedió.
—¿Y su marido…?
—Dice que está enferma y que deseaba que Kennedy la atendiera como psiquiatra, pero que el cura le recomendó a alguien más, alguien fuera de la iglesia que pueda ver las alucinaciones de la mujer como algo menos místico.
—¿Tienes el nombre?
—Se lo pedí cuando venía de camino. Se trata del doctor Canales.
—¿Un latino?
—Así es, un puertorriqueño. Tiene su consultorio en el centro. Ya he concertado una cita con él. Nos atenderá en media hora.
—No lo hagamos esperar entonces.
En veinte minutos estaban frente al consultorio del doctor. En la sala de espera estaban algunos de los que aguardaban para ser atendidos. Parecían sacados de una película de Michel Crichton. Con tics nerviosos capaces de desesperar en unos cuantos segundos de observarlos con detenimiento, una mujer de más de cien kilos de peso se frotaba las manos como si estuviera frente a un lavado, las restregaba y las restregaba como si quisiera quitarse de encima una mancha invisible. Con ella estaba su madre tal vez, una anciana que se entretenía rezando mientras hacía pasar las cuentas de un rosario entre sus dedos. Al otro extremo de la sala, un chico no paraba de hablar consigo mismo, murmurando algo que los policías no lograban entender, estaba con la cabeza metida entre sus piernas y se acomodaba en posición fetal con los pies sobre la silla de espera, una chica joven leía una revista al frente suyo.
—Espero que Canales no nos haga esperar, no quisiera estar mucho tiempo en este ambiente —dijo Johnson.
Una secretaria salió del consultorio, era una mujer madura, de vestir formal y con unos lentes gruesos que atestiguaban su profunda miopía.
—Esta tipa debe ser genial como secretaria, porque por su físico… —murmuró Johnson quizá demasiado alto.
—Señores —dijo la mujer— el doctor Canales los atenderá en unos segundos, sírvanse venir conmigo a su oficina para que esperen más a gusto.
Luego de dejarlos instalados y ofrecerles un café, la mujer salió no sin antes lanzarle una mirada fiera a Johnson.
—Si yo fuera tú no me tomaría ese café —dijo Bronson que se había levantado para leer algunos de los muchos títulos que lucía en las paredes del doctor.
—Parece un tipo preparado, ¿no es verdad? —dijo Johnson.
—Sin duda lo es. Además si Kennedy lo recomienda como psiquiatra debe ser porque estudiaron juntos o por que lo respeta como profesional.
—A juzgar por su clientela, diría que este tipo debe ser mayorcito, gordo y con unas gafas que parecen culos de botella.
—Y eso lo deduces porque…
—Ya has visto a sus clientes y a su secretaria, todos parecen sacados de una revista de horror.
—¿Esperabas una chica hermosa con los senos por fuera y una minifalda que le dejara todo al aire?
—Es lo normal. ¿No?
—No lo sé, es la primera vez que vengo a donde un psiquiatra y la verdad espero que sea la última.
—Buenas tardes caballeros —dijo el hombre con apenas un poco de acento. Era un hombre maduro aunque no de la edad que esperaba Johnson, quizá unos cincuenta años bien disimulados, bien parecido, moreno y cabello ensortijado, unas espesas cejas le moldeaban sus ojos en un rostro quizá demasiado angulado.
—Doctor Canales, le agradecemos mucho que nos haya atendido así, tan deprisa.
—Es un placer caballeros, aunque no suele visitarme la policía. Me ha dicho mi secretaria que se trata del crimen de esos tipos en la iglesia, pero la verdad, creo que no podré aportarles mucho, apenas si conozco del caso lo poco que han hablado en los noticieros.
—¿Es usted amigo del padre Kennedy?
—Tendría que decir que Kennedy es más que un amigo, es mi mentor.
—No sabía que el cura diera lecciones.
—En realidad, me dio algunas, pero no como psiquiatra, sino como sacerdote.
—¿Era usted un sacerdote?
—No llegué a serlo, he de admitir que ese tipo de vida no era para mí, a pesar de que en mi juventud pensaba que lo era.
—Comprendo —dijo Bronson— que ya notaba como su compañero se indisponía ante la idea de que Canales también estuviera relacionado con la iglesia a la que parecía detestar más cada día.
—Pero díganme, ¿en qué puedo ayudarlos? ¿Está Adam relacionado?
—Tangencialmente —se apresuró Bronson a responder dejando a Johnson con la palabra en la boca— déjeme explicarle, el padre Kennedy se había liado a golpes con los tipos que aparecieron muertos unas horas después.
—Pobres sujetos, no sabían con quien se metían. Adam Kennedy es alguien con quien no quieres tener problemas.
—Sabemos de su afición al boxeo.
—Y a eso súmele su determinación. Adam en cuanto pone empeño en algo no lo suelta, es como uno de esos Pitbull, un verdadero perro de traba.
—Sabemos de su mal genio.
—No diría que tiene mal genio, pero si que tiene la mecha muy corta.
—Vamos que es explosivo.
—Así es, aunque casi siempre en perjuicio propio.
—Creo no entenderle.
—Adam es de los que se auto infringe heridas para soportar las cosas, golpea una pera de boxeo o un saco y si no hay a su disposición, pues una pared e incluso un cristal.
—Ya veo. Un tipo descontrolado, poco creíble en un sacerdote.
—Yo no llegaría a llamarlo descontrolado, Adam es de los mejores psiquiatras que conozco y su capacidad de análisis es ilimitada.