Afinó la vista pero afuera todo parecía oscuro como la boca de un enorme lobo que se había tragado la casa de un bocado. El disco se quedó pegado repitiendo la misma frase de New York, New York y Amanda volvió a perder la calma. Caminó hasta el aparato y lo apagó de golpe. Luego, un nuevo relámpago iluminó la habitación y una sombra se proyectó en la pared frente a Amanda. Se volvió y caminó hasta la ventana y se asomó sin lograr distinguir nada. Abrió una celosía y sintió el viento entrar en la casa izando las cortinas como las velas de un navío.
—¿Quién anda allí? —gritó sin dejar de mirar hacia afuera.
Nadie respondió. Solo se lograba escuchar el eco de los truenos que insistentes se repetían cada cinco segundos mientras el viento silbaba entre las palmeras con un pitido agudo.
Amanda supiró profundo y caminó al cuarto buscando un albornoz con que abrigarse. Era una mujer decidida y no lo pensó dos veces, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par mientras el viento húmedo le azotaba la cara. Un amplio corredor circundaba la casa y Amanda intentó salir pero el suelo estaba empapado por la lluvia y temió un resbalón, volvió a gritar:
—¿Hay alguien allí?
No hubo respuesta. Su gesto se endureció. El carácter de Amanda era explosivo y sabía bien que alguien estaba por allí y no estaba dispuesta a pasar la noche pensando que alguien la espiaba. Salió a la lluvia y volvió a gritar esta vez con algunas obscenidades que ella misma se sorprendía de decir a viva voz.
Sin escuchar respuesta Amanda caminó por el jardín. Su albornoz se había empapado por la lluvia y parecía pesar una tonelada. El agua le corría por la cara impidiéndole ver con claridad a más de dos pasos de distancia. Las gotas de agua sobre los charcos llenaban de barro los dedos de sus pies desnudos.
—Váyase al diablo —dijo con fuerza mientras volteaba de regreso a la casa.
Un ruido muy diferente al del viento y los rayos la hizo volverse. Era una especie de siseo seguido de una respiración cortada, se escuchaba a tan solo unos pasos, detrás de unos arbustos.
—¡Maldición! Si no sale en este momento llamaré a la policía.
La voz quedó ahogada por un trueno grave que casi seguió a un relámpago que iluminó el jardín.
—Ese rayo cayó demasiado cerca —se dijo— es lamentable que no le haya partido la cabeza al imbécil que se oculta. —Volvió tras de sus pasos hasta la casa. Se disponía a cerrar la puerta cuando sintió una fuerza opuesta que intentaba impedirlo. Miró hacia arriba.
—Adam, por Dios, ¿qué haces afuera con este tiempo?
Jean Renaud estaba en su casa sin poder dormir. Algo le decía que las cosas no estaban bien pero no se animaba a poner un pie afuera con aquel tiempo. Tomó el teléfono y marcó el número del sacerdote pero colgó antes de que diera el primer timbre.
—Debí haberle dicho que saliera de esta isla —se recriminó amargamente. —El sacerdote acabará igual que los otros.
Se encendió un cigarrillo de yerba y aspiró profundo.
—Esto me ayudará a conciliar el sueño.
Jean había aumentado el consumo de marihuana desde que Kennedy se había marchado para Cuba. Barragán que se había convertido en su compañero en la búsqueda del libro no era lo mismo que Adam, era un tipo hosco, quizá acostumbrado a tratar con personas como Casas que no tenían ninguna fortaleza y lo trataba con indiferencia, con una superioridad inaceptable.
El libro estaba donde habían supuesto, enterrado en el suelo de una vieja capilla en la población de Elías, muy cerca de la frontera con República Dominicana y no habían tardado más de quince días en dar con él y otros quince días en hacerse con el mismo, a pesar de que Jean debía cuidar a Nomoko y era poco lo que ayudaba. Barragán era astuto y tenía muchos contactos en toda la isla, lo que facilitó las cosas.
El libro era sencillo con cubierta de piel de oveja y hojas apergaminadas y amarillentas escritas en un lenguaje que no conocían ninguno de los dos. Barragán lo había sorprendido al llevar consigo un libro comprado en una tienda de antigüedades en Republica Dominicana. Al preguntarle para qué serviría aquella compra, le dijo sin rodeos que sería un señuelo para los hombres de Duvalier cuando los arrestaran.
No había tardado en suceder. Apenas dos días después de obtener el libro que buscaban, una patrulla de macoutes dirigida por Doc los habían interceptado y hecho prisioneros. No los dejaron salir hasta que Barragán fingiendo haberse quebrado por los interrogatorios, les dijo dónde se hallaba el libro que había obtenido en Elías, cuidándose de que no sospecharan de que en realidad les entregaba el comprado en Dominicana.
Luego de que los hombres de Duvalier tuvieron el libro en sus manos, los dejaron marchar con la sentencia de que si intentaban recuperarlo serían acusados de robo de reliquias y condenados a muerte.
No fue difícil ocultar el real hasta dejarlo en manos de Kennedy, que ahora tenía los dos objetos que necesitaba para sacar a los demonios de la isla.
Jean sintió el efecto narcótico de la yerba y aspiró de nuevo cerrando los ojos para potenciar sus efectos.
La lluvia huracanada anegaba las calles desiertas a aquella hora de la noche. Desde la casa de Jean que estaba en lo alto de una colina se podía observar la casa del sacerdote. Jean tomó unos prismáticos y los dirigió hacia el objetivo, pero todo era tan oscuro que era imposible distinguir absolutamente nada.
De nada serviría volver a la cama en aquel estado. No podría dormir quizá por el resto de la noche. De pronto, el sonido del teléfono lo sorprendió.
—Si diga —respondió deprisa.
—Jean, soy mama Candau.
—Mama, ¿Qué hace despierta a está hora?
—Acabo de tener un sueño horrible.
—Lo mismo me ha pasado a mi, solo que en lugar de un sueño ha sido un presentimiento.
—¿Sobre el sacerdote?
—Así es.
—Jean ¿has estado fumando?
—Solo un par de…
—No deberías muchacho —dijo decepcionada y luego en tono de reproche— así no me servirás de nada.
—¿Qué ocurre?
—Kennedy ha salido de su casa, iba como un loco corriendo bajo la lluvia. Lo vi hace un segundo por la ventana.
—¿Y hacia dónde cree que se dirige?
—Iba con dirección a la casa de Amanda Strout.
—¿Llevaba el sello?
—Creo que así es.
Jean colgó el teléfono y supo de inmediato que debía salir en busca del sacerdote, antes de que hiciera las cosas sin pensar y arruinara la oportunidad de asesinar a Lilitu, a Jazmín y a Amanda Strout, para librarse del demonio de una vez por todas.
La Habana, Cuba, 1972
Adam lucía demacrado, la lluvia que caía sobre su rostro ayudaba a acentuar las ojeras que resaltaban sobre la piel blanca con apariencia cadavérica. Amanda lo miró de arriba a abajo mientras el sacerdote tenía la vista clavada en el vientre de la mujer.
—Pasa Adam, no te quedes allí, ambos debemos secarnos o nos dará una pulmonía.
Amanda hizo entrar al sacerdote y caminó de prisa a un armario para regresar con dos toallas. Pasó una sobre los hombros de Adam y con la otra se cubrió la cabeza, frotándola vigorosamente.
—Te esperaba desde hace horas, pensé que lo primero que harías al regresar era venir a verme, pero supongo que tendrás muchas ocupaciones después de tanto tiempo lejos.
—Será mejor que nos acerquemos a la chimenea y entremos en calor —dijo tomándolo por la mano.
Estás muy callado esta noche ¿sucede algo?
Adam la miró con unos ojos que no eran los de él, no era la mirada cálida a la que Amanda estaba acostumbrada.
—Adam ¿qué te sucede?
El sacerdote tomó la bolsa que había traído desde Cuba y sacó el sello ceremoniosamente.
—¿Qué es eso? —preguntó Amanda que comenzaba a molestarse con el mutismo del sacerdote.
Adam no dijo nada, sólo acercó el metal al fuego de la chimenea hasta dejarlo expuesto a las llamas.
—Me parece de mal gusto que no me hables —dijo en un tono menos dulce— si no has venido a hablar de lo que sucede entre nosotros, pudiste ahorrarte el viaje.
—¿Dónde está él? —preguntó con una voz seca, sin la habitual dulzura con que le hablaba siempre.
—¿A quién te refieres?
—A Doc, a la Mano de los Muertos.
—No tengo una maldita idea de donde pueda estar ese tipo —dijo agriamente.
—Sé que está aquí, puedo sentirlo.
—¿Por qué habría de estar aquí ese hombre?
—Sé lo que hay entre ustedes.
—¿De qué demonios hablas?
—Tú, mujer, madre de todas las abominaciones.
—Si esto es una broma…
Kennedy la miró y Amanda por primera vez en mucho tiempo sintió temor. En los ojos del sacerdote se veía la misma determinación de siempre pero ahora una furia contenida parecía hacerlos chispear.
—Adam, creo que será mejor que te marches de aquí. Pediré un taxi para que te lleve a tu casa.
El sacerdote no se movió ni un centímetro, su rostro a la luz del fuego de la chimenea daba una apariencia aterradora.
—Pediré ese taxi —dijo levantándose.
Adam la tomó fuerte por un brazo y Amanda lanzó un gemido.
—Suéltame imbécil —rugió Amanda con rabia.
Kennedy apretó el brazo de Amanda hasta lastimarla.
—Es preciso que saque de ti los demonios que llevas dentro.
Amanda se revolvió y abofeteó al sacerdote haciéndole sangrar el labio.
Kennedy la lanzó de un empujón a un sillón que estaba frente a la chimenea y se dirigió al sello que ahora tenía una tonalidad cobriza.
Amanda era una mujer fuerte, pero los cambios hormonales la tenían alterada, no sabía si llorar o lanzarse contra aquel hombre y hacerlo pedazos con sus manos. Sintió una patada en el vientre y comprendió que en aquel momento lo primero que debía hacer era cuidar a su hijo.
—Adam, no sé que te sucede, pero sea lo que sea debes controlarte.
—Sé bien lo que tengo que hacer.
—Debes haber pasado muy malos momentos en Cuba para que hayas cambiado tanto, pero hablándolo podemos solucionar cualquier cosa.
—Solo el sello podrá librarnos de los demonios que nos acechan.
—Se trata de Jean Renaud ¿no es así? Es ese hombre el que te ha envenenado el alma contra mí.
—Todo esto lo hago por ti, Amanda.
—Adam, por favor, vuelve en ti. Estás en otro mundo.
—Toda la vida he tenido una venda en los ojos y ha llegado el momento en que al fin veo todo claro. Lilitu debe morir.
—¿De quién hablas?
—De Ardath Lilith, de Lilitu, de Jazmín.
—No tengo idea de qué hablas.
—Te es fácil mentir. Miles de años te han dado la facilidad de engañar a los hombres.
—¿Engañar a los hombres? No sé a que demonios te refieres…
—A los que habitan en ti, Amanda. No eres culpable más que de ser el cuerpo que habita el demonio de Mesopotamia…
—Estás loco…
—… pero yo te salvaré, tengo los medios necesarios, el sello, el libro, por eso viajé a Cuba, para salvar tu alma.
Kennedy miró a Amanda y la vio transformada en un angel de grandes alas negras.
—Por fin te manifiestas tal cual eres.
—Al fin nos encontramos de nuevo Adán —dijo Amanda sin necesidad de mover los labios, más que hablar parecía que Adam era capaz de leerle los pensamientos— una vez más deseas someterme a tus deseos y no lo lograrás.
—Fuiste creada para complacer al hombre y no para dominarlo bestia infernal.
—Nunca seré inferior a ti Adán —dijo lanzando espuma por la boca.
—Es preciso que te saque del cuerpo de Amanda.
—Es la puerca que preñó la Mano de los Muertos. ¿Para qué la deseas?
—La amo.
—Solo deseas someterla como hiciste con Eva.
—Eva engañó a Adán.
—La mujer gobernará el mundo, nada puede evitarlo, ni siquiera Dios.
—¡Cállate monstruo infernal! —dijo abalanzándose sobre Amanda que atinó a retroceder.
—Es el momento Adam —dijo una voz en su interior— debes hacer el rito.
El rostro del sacerdote no era más el de Adam Kennedy, parecía transfigurado, convertido en una especie de ángel vengador.
—Adam no lo hagas —dijo Amanda sollozando.
—No la escuches. Te hablará con la mentira —dijo la voz grave del ángel.
—Es solo una mujer —dijo el sacerdote con voz angustiada.
—No lo es. Lo sabes bien. Es un súcubo y debe morir, solo así podrás dejar a Amanda libre. Debes sellarla después de cumplir el rito.
Un relámpago iluminó la casa y de seguido un trueno hizo temblar las paredes.
—¿Lo escuchas? Es la ira de Dios —dijo la voz grave del ángel.
—No le temo siquiera a la ira de Jehová —escuchó Adam en su cabeza la voz de Lilitu.
—Eres un engendro del demonio y debes ser quemada con fuego arrasador.
—Adam, contrólate —dijo Amanda llorando sin que el sacerdote la escuchara. Todo esto debe ser obra de Doc. La Mano de los Muertos debe haberte drogado…
—También él debe morir —dijo el ángel con la boca de Kennedy.
—Te exorcizo, muy vil espíritu, mismísima encarnación de nuestro enemigo, espectro entero, toda la legión, en el nombre de Cristo, sal y huye de esta criatura de Dios —gritó Kennedy mientras Amanda aterrorizada intentaba escapar del sacerdote.
—Él mismo te manda, el que manda al mar, los vientos y la tempestad. Escucha y teme, oh Satanás, enemigo de la fe, adversario de la raza humana, productor de la muerte, ladrón de la vida, destructor de la justicia, raíz de los males.
Amanda sollozaba en un rincón en posición fetal defendiendo al hijo en sus entrañas, mientras Kennedy la veía de pie, desafiante con las alas negras extendidas.
—Te conjuro, a ti, oh serpiente, por el juez de la vida y la muerte, por tu hacedor y hacedor del mundo. No resistas, ni te demores en huir de esta mujer —rugió Kennedy.
—Calla maldito —dijo Lilitu batiendo sus alas e igualando los vientos que amenazaban con arrancar la puerta.
—Escúchame cuando te invoco —dijo Kennedy leyendo de su biblia el Salmo cuatro.
Dios, defensor mío; Tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración.
—No lograrás sacarme de aquí, esta perra me pertenece, en ella habita el hijo de la Mano de los Muertos…
—Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño? —dijo Kennedy en tono solemne.