Leí con curiosidad aquellas líneas.
Hay momentos que justifican una vida.
Y vidas que duran un suspiro.
La mía tiene sentido, amor,
porque te he conocido.
Recuérdalo: «En el bosque de los corazones dormidos solo cuenta el tiempo en que se ama porque, en realidad, es el único vivido».
Tuya siempre,
Abejita
Un sudor frío cubrió de pronto mi frente al descubrir la identidad de Abejita.
Era mi madre.
La amante de mi tío.
De repente, todo lo que había leído en aquellas cartas de amor cobraba sentido. Un sentido tan evidente, que me llamé tonta en voz alta por no haberlo descubierto antes: su enfermedad, los impedimentos para estar juntos, las recaídas… Incluso la máquina de escribir encajaba en aquella historia. Mi madre odiaba su letra. Yo era de las poquitas personas en el mundo que podía descifrarla, pero hasta cuando tenía que escribirme alguna nota para el colegio, lo hacía a ordenador.
Cuando estaba bien, mi madre era una persona dulce y soñadora, pero también ordenada y muy meticulosa. Guardar duplicados en papel carbón de sus cartas era algo que cuadraba perfectamente con su personalidad.
Tío Álvaro y mi madre amantes. La idea me hizo sentir náuseas y corrí al baño a vomitar. El sabor dulce de las torrijas se volvió amargo al devolverlas. Doblada frente al inodoro, me pregunté qué papel habría jugado mi padre en aquel asunto. Por las fechas de las cartas, deduje que ya había entrado en escena cuando sucedió. Pero ¿había sido consciente de la infidelidad? ¿Llegó a enterarse antes de su muerte?
En realidad, sabía muy poco de él. Jamás había visto una foto suya. Mi madre se entristecía cada vez que preguntaba, así que dejé de hacerlo. No quería perturbarla; su salud era débil y sus respuestas demasiado vagas. Mi abuela me había explicado los cuatro datos que manejaba. Se llamaba Juan —su apellido siempre fue una incógnita—, conoció a mi madre en Soria, en un permiso militar. Después de varios meses de noviazgo, murió en unas prácticas de tiro al ser alcanzado por un disparo. Siempre pensé que ese trágico suceso había sido el detonante de la depresión de mi madre… Pero ahora ya no estaba segura de nada. ¿Y si jamás había existido?
Busqué la mochila y saqué las cartas. Solo había leído una tercera parte, así que tal vez la respuesta estaba en ellas. Deshice el lazo que las contenía con rabia y tomé una al azar. Las letras empezaron a cruzarse y a hacerse borrosas hasta desaparecer. Me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano.
«¡Malditas cartas!», sollocé.
Sentí un dolor agudo en el pecho. Me costaba respirar. La necesidad apremiante de aire fresco me empujó al exterior. Corrí hacia el embalse sin poder reprimir el llanto. Una mezcla de ira y tristeza me oprimía el corazón. Me dejé caer de rodillas allí mismo, al borde del estanque, y empecé a respirar entrecortadamente. Traté de razonar.
Entonces entendí por qué mi tío me odiaba. Le recordaba a mi madre. Yo era su viva imagen, la imagen de su gran amor… Un amor que acabó de forma dramática. No pude evitar preguntarme si la locura de mi madre se habría agravado por el abandono de mi tío y si este tuvo algo que ver con su ingreso en el sanatorio.
De pronto, la idea de que Álvaro fuera algo más que mi tío se cruzó por mi mente en forma de nube negra. Sacudí la cabeza para librarme de ella. Aquello no tenía ningún sentido…
«Mi padre.» Sí, aquella era la palabra que me impedía respirar. Sostuve la cabeza entre las manos para evitar que estallara. Una vocecita mordaz insistió en mi interior: «Él es tu padre. Las piezas encajan».
Me miré las manos un instante antes de que mi cerebro les diera la orden de lanzar las cartas. Planearon por el aire antes de amerizar en el agua verde del estanque.
Me arrepentí nada más verlas flotar junto a los nenúfares. Aquellas hojas contenían las respuestas que buscaba. Y las había arrojado sin darles la oportunidad de que explicaran su gran secreto.
Busqué un palo y traté desesperadamente de rescatarlas… Las había arrojado con tanta fuerza, que algunas estaban en el centro del embalse. Apenas conseguí rozarlas. Contemplé horrorizada cómo las letras se desvanecían en el agua.
Incliné el cuerpo todo lo que dio de sí en un intento por tocar las cartas más alejadas. En ese momento, el reflejo de una figura alargada estuvo a punto de tirarme al estanque. A pesar de que las aguas se empeñaron en distorsionar su imagen, lo reconocí al instante.
Tardé dos segundos en girarme, pero, cuando lo hice, mi fantasma se había esfumado.
Pensé que si rodeaba la casa tal vez le sorprendería en algún otro punto de la Dehesa, así que caminé con paso decidido, pendiente hasta de mi sombra…
Mis pies tropezaron con algo oculto entre la hierba. Al principio pensé que se trataba de una piedra, pero al bajar la vista me encontré con algo de madera alargado. Había otro palo idéntico en paralelo. Me agaché para ver lo que era. Descubrí asombrada que se trataba de una escalera. Estaba justo bajo la ventana de mi habitación. Me pregunté cuánto tiempo llevaría ahí y si mi fantasma la habría utilizado para encaramarse a mi ventana… Me di cuenta de lo estúpido que sonaba aquello. ¿Y si la imagen que había visto tras el cristal y ahora en las aguas del estanque pertenecía a una persona real?
Un movimiento sutil de hojas captó mi atención a varios metros de allí, justo a la entrada del bosque. Corrí en aquella dirección. Estuve a punto de convencerme de que solo había sido una ardilla, o cualquier otro animal del bosque, cuando mis ojos se toparon con unas huellas de suela. La tierra estaba aún fresca. Seguí apresurada la dirección de aquellas pisadas hasta el camino que bordeaba el río.
El rastro se perdía justo en el lugar donde semanas atrás había visto a aquel chico bañándose. De pronto lo vi claro. El recuerdo de aquel Adonis desnudo disfrutando de las gélidas aguas acudió a mi mente con una precisión casi fotográfica. Su pelo dorado le delataba. Mi fantasma y él eran la misma persona. Me estremecí al recordar aquel cuerpo perfecto; no se me ocurría mejor complemento para un rostro tan bello.
Estaba decidida a encontrarlo. Una rama crujió. Abandoné el sendero para adentrarme un poco más en el bosque. Necesitaba dar de nuevo con su rastro.
Solo había caminado unos cuantos pasos monte a través cuando la melodía del móvil me avisó de un mensaje. Me senté en una enorme piedra y abrí la mochila con emoción. Había esperado ese SMS toda la mañana. Paula siempre era la primera en felicitarme. Resoplé con frustración al ver que solo era un anuncio de la compañía telefónica.
Decepcionada, reanudé la marcha. Durante un rato anduve sin prestar atención a mis pasos. De pronto, una raíz que sobresalía de la tierra me puso la zancadilla. Ni siquiera en aquel momento fui consciente de que me estaba alejando demasiado. Sacudí de barro la chaqueta y seguí caminando sin rumbo. Sentí frío. Me arrepentí de no haberme puesto el abrigo y durante un instante dudé si acercarme a la Dehesa a por él. Renuncié a esta idea al descubrir nuevas huellas. No quería abandonar el rastreo tan cerca de alcanzar mi meta. Animada, seguí de nuevo la dirección que marcaban.
No transcurrió mucho tiempo antes de que volviera a perderlas y apareciera ante mí un escenario desconocido.
Después de casi un mes en la Dehesa, podía reconocer las inmediaciones, el camino que bordeaba el río y los prados cercanos donde crecían las fresas y las endrinas más dulces. Aquel lugar era distinto. Sabía con certeza que nunca antes lo había pisado. El paisaje era el mismo, con idénticos pinos, helechos y matorrales, pero más sombrío y cerrado. El silencio era penetrante; el río había enmudecido y los pájaros permanecían callados. Los árboles allí apenas dejaban que el sol se filtrara a través de sus ramas. Una luz verde lo teñía todo con un halo mágico e irreal. Un escalofrío sacudió mi cuerpo. Había algo terrorífico en aquel lugar, algo que sugería que incluso los animales habían huido de aquel bosque maldito.
En aquel momento, no supe precisar si me había alejado mucho o poco del camino. Me había despistado tanto, que era incapaz de saber cuánto rato llevaba caminando.
Una bruma que parecía brotar de las entrañas mismas de la tierra empezó a envolver el bosque con su fina tela.
Traté de conservar la calma. Tenía que volver a casa antes de que la niebla se volviera más impenetrable. Caminé entre los árboles, guiada por la intuición, sin saber hacia dónde me dirigía. Me embargó una súbita alegría al escuchar de nuevo el murmullo del río. Estaba cerca…
Pocos minutos después, apenas podía ver a un palmo de mí. Una cortina densa y gris cubría cada rincón del bosque. Avanzaba a tientas, con las manos extendidas para no chocar con los árboles cuando una vocecilla interior me sugirió que gritara.
—¡Estoy aquí! ¡Ayuda! ¡Estoy perdida!
Nadie contestó.
Me reproché a mí misma no haber hecho caso de la recomendación de Braulio sobre dejar una luz encendida. Había amanecido un día tan luminoso y soleado, que nada me había hecho presagiar que pudiera torcerse de aquella manera. Ahora estaba perdida, sin faro ni guía que me mostraran el camino.
Por suerte, llevaba móvil. Podía llamar a Berta o a Braulio para que avisaran a alguien de Colmenar. Me avergonzaba que tuvieran que rescatarme, pero ya era muy tarde y no podía arriesgarme a seguir perdida cuando anocheciera.
Abrí la mochila y revolví en su interior varias veces. Se suponía que mis dedos debían chocar en algún momento con algo rectángulo y duro… pero solo conseguía sacar el iPod una y otra vez. Desesperada, me di cuenta de que lo había perdido. Tal vez estaba junto a la piedra en la que me había sentado hacía unas horas a leer aquel mensaje. Una descarga de preocupación me atravesó por dentro.
Deambulé durante horas.
El río había enmudecido de nuevo. Y fui consciente de que me estaba alejando cada vez más.
La niebla se fue ennegreciendo a medida que caía la tarde.
El frío era cada vez más insoportable. Empecé a temblar de forma convulsiva. ¡Me sentía tan estúpida con aquel vestidito de ciudad! ¿Cómo podía haberme adentrado en el bosque vestida así?
Me senté en el suelo con la espalda apoyada en un árbol. Tenía la esperanza de que la niebla se disipara antes de que la noche se cerrara del todo. En aquel momento recordé la fecha: 1 de noviembre, mi cumpleaños, día de Todos los Santos. Y aquella noche: noche de Difuntos. Recordé la leyenda de Bécquer y no pude evitar acompañar el castañeteo de mis dientes con gemidos de terror. Las lágrimas empezaron a inundar mi cara. No tuve ninguna duda de que me encontraba en el monte de las ánimas… Me pregunté cuánto tiempo tardarían en aparecer las almas errantes y, sobre todo, en venir a por mí.
No podía haber corrido peor suerte.
Tenía que hacer algo. Si me quedaba allí quieta mientras oscurecía, tenía muchas probabilidades de morir congelada y aterrada.
Me levanté de un impulso y empecé a caminar con paso acelerado. Las ramas fustigaban mi cuerpo mientras yo trataba de salir del bosque…
Volví a escuchar el río. ¿Estaría vagando en círculo? En cualquier caso, aquello era una buena señal. Solo tenía que dar con el sendero que lo bordeaba y caminar en línea recta. Animada por aquel sonido providencial, avancé a grandes zancadas con la esperanza de encontrarlo muy pronto. El agua sonaba cada vez más cerca.
Y cuando pensaba que estaba a punto de alcanzarlo, el suelo se abrió bajo mis pies arrastrándome varios metros tierra adentro.
Sentí un dolor agudo al golpearme contra el fondo del agujero.
Había caído en una trampa.
M
e hundí violentamente en un lecho de tierra, ramas y pinaza. Al llegar al fondo del hoyo, mi pierna quedó aprisionada por el fango, mientras sentía cómo el tobillo se me había torcido por el impacto. Grité de dolor.
Luego permanecí quieta unos segundos, tratando de comprender lo que había pasado.
Parpadeé para quitarme el polvo de los ojos. Tenía el cuerpo dolorido y un sabor a sangre y tierra en los labios. Lloré en silencio mientras temblaba de frío. Las lágrimas acabaron de limpiarme los ojos, pero seguía sin ver nada. La oscuridad era absoluta en las profundidades de aquel agujero. Era como si la noche me hubiera tragado de un bocado.
Entendí que había caído en una trampa para animales, probablemente corzos. Aturdida, tardé varios segundos en reunir todas mis fuerzas para intentar salir de allí.
Quise sacar el pie enterrado apoyándome en una de las paredes, pero la tierra estaba húmeda y, con cada movimiento, solo conseguía hundirme más. Aullando de dolor, me agarré con las manos a una pared de ramas y tiré con fuerza. La pierna se movió y pude sacarla unos centímetros. Escarbé con furia la tierra que todavía la aprisionaba hasta sentir cómo se incrustaba en mis uñas.
Luego traté de trepar, pero pronto entendí que era imposible. Solo conseguía que las paredes se derrumbaran poco a poco y que mi cuerpo quedara cada vez más enterrado.
Me faltaba la respiración. Sentí un mareo y ganas de devolver.
Volví a clavar mis dedos heridos en la pared e impulsé mi cuerpo hacia arriba. Chillaba y gemía a la vez por el esfuerzo y la desesperación de no lograr mi propósito.
Agotada, logré gritar pidiendo auxilio. Sabía que era imposible que alguien me oyera, tan imposible como salir de allí por mis propios medios, pero durante unos minutos me aferré a esa idea como a una tabla de salvación.
Chillé hasta quedarme sin voz.
Dos gotas de sudor helado, o tal vez de sangre —imposible saberlo—, surcaron mi frente. Estaba tiritando de frío. La tierra se había colado entre mi ropa y sentía su frío y pegajoso cosquilleo por todo el cuerpo. Estaba helada y, sin embargo, ardía en fiebre. Me encogí dificultosamente entre el barrizal hasta abrazarme las piernas.
Fue entonces cuando mis labios empezaron a emitir una especie de lamento sordo, como un mantra agónico, al tiempo que mi cuerpo se balanceaba siguiendo los espasmos.
También fue entonces cuando mis ojos se cerraron y mi alma inició un viaje al pasado.
Dicen que cuando estás a punto de morir ves pasar toda tu vida hacia atrás, como una película. Quizá para que hagas balance y te vayas al otro mundo con una idea clara de tu paso por este. Yo no necesitaba inventariar mi vida para saber que el saldo era claramente negativo, y que si había un denominador común había sido la tristeza.