«Tranquilízate, Clara, tranquilízate… —me dije a mí misma en un susurro—. Lo importante es no perder la calma.»
Estaba empezando a oscurecer, así que encendí la vela y la coloqué sobre un lugar alto. Tenía que pensar una solución de emergencia y tenía que hacerlo rápido, antes de que la llama de la vela se extinguiera.
Una puerta y una ventana. Eran las dos únicas salidas al exterior del desván. Con la puerta inutilizada, solo me quedaba una opción: salir por la claraboya.
Miré hacia arriba. La altura del cuarto era considerable tratándose de un desván. Unos cuatro metros separaban el suelo de la ventana del techo. Calculé mentalmente la cantidad de muebles que debía apilar para elevarme hasta mi salvación.
Como pude, y haciendo acopio de todas mis fuerzas, coloqué una mesa bajo la claraboya. Después subí un par de sillas y una banqueta. Como una equilibrista, dispuse una pieza sobre la otra y fui escalando con cuidado hasta llegar a la salida.
Saqué la cabeza y miré al exterior horrorizada.
La fuerte inclinación del tejado a dos aguas de aquella torre hacía imposible mi misión. Y, aun en el caso de que lograra caminar por él, no conseguiría saltar hasta el suelo sin romperme las piernas.
En aquel momento fui consciente de mi situación. Solo tenía dos opciones: saltar o esperar a que alguien me rescatara. Estaba tan lejos del pueblo que ya podía hartarme de gritar que nadie me oiría. Tampoco nadie me echaría en falta por lo menos en una semana: había bajado a Colmenar esa misma mañana. Tal vez Braulio se decidiera a pasarse por la Dehesa y hacerme una visita… Pero aquello solo era una remota posibilidad.
Atrapada en mi propio torreón, me sentí la princesa de un cuento de terrorífico final.
Me pregunté si el viento era el único responsable o si mi fantasma le habría dado un empujoncito a la puerta.
Y cuando las cosas no podían torcerse más, sentí un zumbido y un golpe seco en la frente. Empecé a dar manotazos en el aire para librarme de aquella horrible cosa negra, pero, mientras me deshacía de ella, perdí el equilibrio y los muebles se derrumbaron como un inconsistente castillo de naipes.
Aterricé con los brazos extendidos para frenar mi caída entre el amasijo de muebles. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y punzante que me subió desde el tobillo hasta la rodilla. Intenté incorporarme, pero no logré moverme. Me temblaban brazos y piernas y no sabía cómo arreglármelas para ponerme en pie. Tenía la mente bloqueada por el miedo, el dolor y la confusión. No era capaz de comprender lo que me estaba pasando…
Odiaba mi propia suerte.
Tendida en el suelo, y con el cuerpo dolorido, observé el motivo de mi caída. Era un pequeño murciélago. Tenía un ala rota y caminaba a saltitos por el entablado. Lo vi tan indefenso, que sentí pena por él. Parecía asustado. Tal vez intuía que había caído en una trampa y que pronto se convertiría en la cena de un ave rapaz. En su huida, se tambaleó un instante antes de caer boca abajo.
Lo sujeté con cuidado por las alas para darle la vuelta, pero el murciélago abrió la boca mostrándome sus afilados dientes y emitiendo un chillido estridente. Lo solté asustada. El animal cayó de mis manos y desapareció por una grieta que había entre las tablas del suelo. Instintivamente, metí los dedos en la ranura de aquella tabla y descubrí que estaba suelta. Era corta y ligera, así que no me costó mucho levantarla. El pequeño murciélago apareció un instante, posado sobre algo. Al verme, huyó despavorido entre las tablas del subsuelo dejando un objeto a mi vista. Era una caja de madera con un cierre de latón. La cogí entre las manos sin mucha emoción y me fijé en su inscripción. Era una caja antigua de Cohibas, los habanos que fumaba mi abuelo.
Me acordé de él. Apenas tenía cuatro años cuando murió, pero podía evocarlo con nitidez fumando uno de sus puros mientras destallaba un ramillete de manzanilla e iba metiendo las florecitas en un bote de lata. Su recuerdo estaría para siempre asociado a esa planta y al aroma de sus puros.
Al abrir la caja, descubrí un paquetito de cartas anudado con un lacito rojo.
Me las llevé a la nariz. Un olor añejo a habanos me trajo a la mente el rostro de mi abuelo, con su piel curtida por el aire de la sierra y la sonrisa que dibujaban sus finos labios cuando me miraba.
Pensé también en mi madre, en mi abuela… Y el nudo que apretaba mi garganta empezó a tensarse hasta provocarme el llanto.
Lloré con desconsuelo, con amargura, con rabia, con desesperación, hipando como una niña. Las lágrimas me anegaron los ojos nublándome la visión e inundando mis mejillas. Lloré por mí y por mis familiares muertos a los que pronto acompañaría. Era cuestión de días, tal vez de horas…
Lamenté no tener otra vela para leer esas cartas y hacerme la espera más llevadera.
Un segundo antes de que la vela se consumiera del todo, oí el graznido lúgubre de la lechuza. Sin más luz que la luna llena filtrándose por la claraboya, me sentía como un ratoncito asustado, consciente de un final cada vez más cercano.
En ese momento, un ruido captó mi atención.
Provenía del otro lado de la puerta.
El sonido de una llave girando en su cerradura.
La puerta chirrió.
—¡Braulio! ¡Tío Álvaro! —grité—. ¡Braulio!
Nadie contestó.
A pesar de mi rodilla, me incorporé de un salto y salí del desván como un cohete.
—¿Quién eres? —chillé.
Silencio.
Las fuerzas me fallaron de nuevo y me apoyé de espaldas en la puerta. No pude evitar derrumbarme allí mismo. Mi cuerpo cedió a la gravedad hasta quedar sentado en el suelo, con la cajita de puros en las manos. Lloré y reí al mismo tiempo.
No volví a pensar en lo ocurrido hasta una hora después, mientras me daba un baño. Calenté varias ollas hasta llenar la bañera de patas que había en el lavabo de arriba. Cuando mi cuerpo dolorido entró en contacto con el agua jabonosa, exhalé un suspiro. Durante un rato, cerré los ojos y me quedé inmóvil, sintiendo la caricia del agua tibia en mi piel y el leve chasquido del champú en mi cabeza…
Me sorprendió lo relajada que estaba después de lo que había ocurrido. Otro suceso paranormal me había sobrecogido y, sin embargo, no podía sentirme más tranquila. Mi fantasma velaba por mí. Me había ayudado cuando más lo necesitaba, salvándome de una muerte muy probable.
Sonreí y disfruté del baño hasta que el agua empezó a enfriarse. Me sequé con cuidado el cuerpo magullado y me puse un pijama de algodón. Todavía olía al suavizante para la ropa que usaba mi abuela. Me acordé de ella un segundo antes de abrir el embozo de la cama y descubrir la flor que había sobre la almohada.
Alguien la había dejado allí para mí. Era una florecilla silvestre, de un intenso tono violeta. Nunca había visto una igual.
Sonreí y me metí en la cama con una pregunta:
«¿Pueden los fantasmas traer flores?».
M
i flor fue lo primero que vi al abrir los ojos al día siguiente. La había puesto en un vasito con agua. Sonreí al comprobar que aún tenía buen aspecto. No quería que se marchitara jamás, pero lo cierto es que no sabía cuánto duraría. No entendía mucho de flores, y menos aún de flores que provenían del más allá.
Decidí no separarme de ella el tiempo que se conservara viva, así que busqué un broche y la ensarté en el ojal de mi abrigo. Aquel día tenía planeado ir a Soria y mi flor me acompañaría.
Si salía pronto por la mañana, podría estar de regreso antes de que anocheciera.
Lo de ir a la ciudad lo había decidido la noche anterior, antes de quedarme dormida. Quería visitar a mi tío Álvaro. Sabía por la madre de Braulio que se encontraba bien, pero habían pasado demasiados días desde su accidente y tenía que comprobarlo por mí misma. Al fin y al cabo, él era mi única familia.
Aun así, mi visita al hospital no era del todo desinteresada. Quería que un médico me viera la pierna. Tenía la rodilla muy hinchada y cojeaba al caminar… Pero, sobre todo, quería respuestas.
La salud de mi tío y mi pierna me preocupaban, pero no tanto como lo que estaba sucediendo en aquella casa. Deseaba saber qué estaba ocurriendo. Y si alguien podía saberlo, ese era mi tío. Él conocía la Dehesa mejor que nadie.
Tenía la convicción de que los fantasmas eran ecos de sucesos trágicos y de que algo extraordinario había ocurrido en aquella casa en el pasado.
Me vestí con ropa cómoda y salí al cobertizo en busca de la bici. Me preocupaba cómo me las arreglaría para llegar hasta el pueblo con la pierna dolorida, pero una vez que me puse a pedalear y entró en calor, el dolor empezó a disiparse.
El día era frío y brumoso.
Mientras avanzaba, sentí el viento en la cara y me sorprendí llenándome de aire fresco los pulmones. Después del episodio de encierro en el desván, saboreaba cada instante de libertad.
De repente oí mi nombre.
—Clara… Clara…
Frené sobresaltada y me giré para ver de dónde provenía la voz. Presté atención a cada sonido del bosque: el cierzo murmurando entre los árboles, las ardillas trepando por los troncos, los pájaros…
Tal vez me lo había imaginado, pero aun así no pude reprimirme y grité al viento.
—¡Volveré pronto!
¿Me estaba despidiendo de mi fantasma?
En el último tramo, mi pierna empezó a protestar. Sentí un inmenso alivio al ver aparecer las primeras casas de Colmenar. Al llegar, encadené la bicicleta a una valla de la plaza y me dirigí cojeando a la parada de autobuses.
No llevaba ni dos minutos esperando cuando apareció Braulio y se sentó a mi lado en el banco de la marquesina.
—Clara… No sabía que hoy venías a Colmenar.
—Yo tampoco —confesé con una sonrisa—. Lo decidí anoche.
—Podrías haberme llamado… Tienes mi móvil —dijo con un tono de reproche que me hizo reír.
—Lo sé, pero… —Me sorprendí a mí misma buscando una excusa antes de responderle—. No veo necesario informarte de cada uno de mis pasos.
Braulio frunció los labios antes de liberarlos en una sonrisa.
—Me ha sorprendido encontrarte hoy aquí, Clara. Eso es todo.
Me sentí mal por mi respuesta. Braulio solo trataba de ser amable.
—En realidad, me voy a Soria —expliqué con tono conciliador—. Estoy esperando el autobús de línea.
—¡Estupendo! Una excursión por la ciudad —exclamó con entusiasmo—. Yo puedo llevarte. Dame tiempo para sacar el coche y te recojo aquí mismo en cinco minutos.
—No es necesario —respondí—. Voy al hospital a ver a mi tío y a comprar algunas cosas. Lo último que me apetece es pasear. Tal vez otro día…
Prefería no decirle que tenía la pierna mal y que no quería forzarla. Si utilizaba ese argumento, sabía que acabaría llevándome él mismo al hospital y que de poco servirían mis protestas.
—Vamos, Clara, no tengo nada mejor que hacer hoy. Déjame que te lleve.
—Es que… He quedado allí con alguien —mentí.
—¿Con alguien? Pensé que no conocías a nadie por estas tierras.
El autocar llegó en ese momento. Yo era la única persona que lo esperaba, así que me afané en colocarme la mochila. Hice un esfuerzo considerable para que Braulio no me viera cojear.
—Ya, bueno, tengo que irme…
—¿Pasarás a verme cuando regreses? —me preguntó con voz dulce.
—Claro —sonreí.
Las puertas se cerraron y no pude oír la última frase de Braulio. Sus labios se movieron dando forma a palabras sordas.
Volví a sonreírle.
El autocar estaba casi vacío, así que escogí un asiento junto a la ventana y me acomodé mientras me despedía de Braulio con la mano. Parecía contrariado. Me pregunté a mí misma por qué había renunciado a su compañía. La respuesta estaba clara: deseaba hablar con mi tío a solas y con calma. No quería que Braulio se enterara de lo que estaba sucediendo en la Dehesa. No lo conocía mucho, pero sí lo suficiente para adivinar que se preocuparía por mí y que intentaría convencer a mi tío para que abandonara aquella casa. Además, ¿qué pensaría de mí si supiera que creía en fantasmas y, lo más sorprendente, que me aferraba a uno de ellos?
Saqué el iPod y repasé toda mi colección de música. Seleccioné un álbum de McFly para aquella ocasión. Mientras sonaba «Transylvania» presté atención a la letra. Me gustaba mucho aquella canción. Tenía un ritmo pegadizo y alegre pero, al mismo tiempo, sugería un lugar remoto y frío de corazones solitarios y amores de inframundo.
Racing, pacing, in the dark,
She’s searching for a lonely heart,
She finds him but his heart has stopped,
She breaks down.
[2]
Pensé en el vídeo musical de aquel single mientras lo tarareaba. Los componentes del grupo aparecían disfrazados de época victoriana en un tétrico castillo de Transilvania. Fantaseé un rato con Dougie Poynter, el bajista, y con la idea de tener un invitado así en mi torreón. Ese chico me volvía loca.
Al otro lado del cristal, la niebla amenazaba con cubrirlo todo con su fina tela. Amante de los días soleados y brillantes, me sorprendí al admirar la belleza del paisaje en brumas. La sierra de pinares ofrecía un aspecto melancólico cargado de misterio, escenario perfecto de las leyendas de Bécquer.
Avanzábamos lentamente.
La visibilidad resultaba cada vez más inquietante, así que dejé de mirar por la ventana y abrí mi mochila en busca de una distracción más emocionante. Había traído conmigo el paquete de cartas que encontré en el desván…
Sentí un nudo en la garganta al recordar lo sucedido el día anterior. La misteriosa forma de encontrarlas todavía me sobrecogía. De no ser por aquel murciélago, jamás habría dado con ellas. Era una casualidad tan asombrosa tenerlas en mis manos, que me negaba a creer que fuera un capricho del azar.
Deshice el lazo que sujetaba el paquete y cogí el primer sobre del montón. Me fijé en el matasellos: «Madrid, 24 de octubre de 1989». A pesar de que yo aún no había nacido por aquel entonces, no pude evitar decepcionarme. Había imaginado una fecha mucho más antigua para aquella correspondencia.
Abrí el sobre y extraje dos cartas de ella. La primera era apenas un folio por una sola cara, escrita con tinta azul, en una caligrafía cuidada y bonita. La segunda era una copia mecanografiada hecha con papel carbón. Lo deduje por el acabado que deja ese tipo de calco. Lo conocía bien porque, en una ocasión, había comprado una hoja para calcar la firma de mi abuela en un examen que había suspendido. Sonreí al recordarlo.