—Estoy matriculado en la UNED.
—¿Estudias medicina a distancia?
—Veterinaria —contestó sin dejar de sonreír—. Pero, en realidad, no hay tanta diferencia. Una herida es una herida, en una persona o en una vaca.
—Gracias —sonreí—. Primero practicas conmigo y luego me comparas con una vaca. Muy amable.
Ambos reímos.
—No sabía que podía estudiarse a distancia.
—Tengo que hacer algunas clases presenciales al año; me obliga a instalarme en Madrid un par de meses —me explicó con una mueca de fastidio.
—Y eso te disgusta —dije sorprendida.
—Odio las ciudades —confesó—. La gente es… —Braulio se detuvo—. Perdona, Clara, olvidaba que eres una chica de ciudad.
—Tranquilo —repliqué divertida—. No eres el único colmenareño al que no le gusto. Solo llevo aquí un día y lo más bonito que me han dicho ha sido niñata, lechuguina, vaca… Podré soportar un nuevo agravio.
—Yo no he dicho que no me gustes… —enmudeció un instante y me repasó con mirada traviesa—. ¿O crees que dejo que cualquiera utilice mi ordenador y se siente en mi cama? Quería decir que la gente de ciudad es algo cerrada y desconfiada.
—No siempre es así.
—No me malinterpretes, no soy un pueblerino cerrado de mollera. Tengo planes importantes, pero incluso en un pueblo pequeñito como este se pueden hacer grandes cosas para transformar el mundo en el que vivimos. Ya sabes: «Piensa global, actúa local». Soy un idealista.
—Eso es bonito. Mi madre era de este pueblo y solía pensar así antes de enfermar —reflexioné en voz alta.
Braulio vaciló un momento.
—¿Qué le ocurrió?
—Murió hace unos meses.
—Lo siento —murmuró—. Tu tío Álvaro también es buena persona. Espero que se recupere pronto…
Me impresionó tanto escuchar en la misma frase «tío Álvaro» y «buena persona» que no presté atención a lo que dijo después.
Un delicioso olor a guiso distrajo mi atención unos segundos.
—Mmm, ¿qué es eso que huele tan bien? —pregunté poniendo los ojos en blanco.
—Es la caldereta de mi madre. ¡Tienes que probarla! Ahora que lo pienso… ¿por qué no te quedas a comer?
—No, no —dije poniéndome en pie—. Mejor otro día.
—Está bien. Pero tendrás que convencerla tú.
Braulio sonrió travieso y corrió escaleras abajo sin esperarme.
Entré en la cocina. Me sorprendió comprobar que ya había un cubierto para mí.
Traté amablemente de rehusar la invitación de Rosa, pero la mujer parecía muy poco dispuesta a aceptar una negativa tan fácilmente.
—Te quedas. No se hable más —dijo con tono tajante.
—No quiero molestar…
—Solo me molestas si no te quedas.
Desprovista de argumentos tras aquella frase, me senté a la mesa. Mientras comíamos, observé a Rosa mirándome varias veces con ternura. En una ocasión nuestras miradas se encontraron.
—Perdona, Clara… pero es que te pareces tanto a ella…
—¿A quién?
—A tu madre.
—¿La conociste? —pregunté sin poder contener la emoción.
—Yo era amiga de tu tía, la esposa de Álvaro. Le sacábamos cinco años a tu madre. Pero recuerdo que… —Rosa interrumpió un momento su explicación para soltar una carcajada— nos divertíamos mucho asustándola con historias de miedo.
—Pobrecita —me quejé divertida.
—No, ¡le encantaban! Aunque después se asustaba mucho… Las historias que más le gustaban eran las de la cabaña del diablo. ¿Has oído hablar de ella?
—¡Mamá! No empieces con tus historias de abuela cebolleta —protestó Braulio.
—No, por favor, cuenta… Me encantaría oír esa historia.
La madre de Braulio respiró profundamente antes de empezar su relato.
—Cerca de la Dehesa, en plena sierra de la Demanda, hubo hace muchos años una rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar, campos de trigo y centeno, un encinar y decenas de ovejas. El dueño de todo aquello, Rodrigoalbar, era un joven apuesto al que se rifaban las chicas del pueblo. Los años pasaban, pero el mozo no se comprometía con ninguna. Un día, una hermosa dama fue presentada en Colmenar como la señora de Rodrigoalbar. Las familias de las mozas casaderas palidecieron de rabia al ver la fortuna en manos de una extraña y tramaron una venganza. Una noche raptaron a la esposa, la mataron y tiraron su cuerpo a la Laguna Negra con un pedrusco atado a sus pies.
Rosa interrumpió su narración para poner la cafetera en el fuego.
—¿Y qué pasó después? —pregunté con impaciencia.
—Al día siguiente, Rodrigoalbar y su esposa se presentaron, como cada semana, en el mercado de la plaza del pueblo.
—¿No estaba muerta?
—Ya lo creo. Hubiera sido imposible sobrevivir a aquello. Fue así como los colmenareños descubrieron que aquella mujer era un ser sobrenatural. Una bruja.
—¡Vaya! —Aquella historia me tenía completamente hipnotizada.
—Colmenar vivió años y años de pobreza y penurias…. Hasta que un día la acusaron de brujería y la quemaron en la hoguera. El pueblo se recuperó, pero Rodrigoalbar, enloquecido, dejó que su fortuna se echara a perder. Un día incendiaron su hacienda para borrar todo rastro de aquella bruja…
—¿Y qué pasó con Rodrigoalbar?
—Hizo una cabaña de sus escombros y vivió allí muchos años. Todavía hoy, a veces, se ve salir humo de su cabaña.
—¿Todavía vive?
—Bueno, eso es matemáticamente imposible. Tendría más de quinientos años… Pero su cabaña sigue en pie y te aseguro que nadie de este pueblo en su sano juicio osa acercarse a sus lindes.
—¿En serio?
—Mi abuela me contó de niña que un día su padre, perdido por esa zona, se cruzó con un viejo de largas barbas y que, escopeta en mano, estuvo a punto de mandarlo al otro mundo.
—Bah, leyendas de viejas —se mofó Braulio.
—Puede ser, pero ¿recuerdas lo que contó don Anselmo?
—¡Mamá! Anselmo es un viejo que vive pegado a su botella de whisky. Además, ¡vas a conseguir asustar a Clara!
Rosa rió de buena gana al ver mi cara de espanto.
—Sí, realmente te pareces mucho a tu madre…
Miré por la ventana y vi cómo la tarde empezaba a perderse tras las montañas. Solo eran las cuatro, pero apenas quedaban dos horas de luz.
—Tengo que irme antes de que anochezca. —Me levanté de forma precipitada.
—Te acompaño —dijo Braulio.
Una vez en la calle, me sorprendí del rato que llevaba junto a ese chico. Era la primera persona que me trataba bien desde que había llegado a tierras sorianas. Su madre y él eran unas personas encantadoras. Me sentía como un perrito apaleado al que después de curar las heridas le ponen un platito de comida. No quería moverme de su lado.
Seguí sus pasos sin plantearme muy bien adónde nos dirigíamos. Todavía cojeaba un poco, así que dejé que él arrastrara mi bici. Al cruzar la plaza, Braulio se paró frente a una casita de piedra. Estaba a oscuras y tenía las cortinas corridas.
—Ya hemos llegado.
—¿Adónde?
Braulio me miró perplejo.
—A tu casa.
Comprendí enseguida que estábamos en la casa que mi tío tenía en el pueblo.
—Yo no me alojo aquí. Estoy en la Dehesa.
La cara de espanto de Braulio lo dijo todo.
—Te acompaño a recoger tus cosas. No puedes quedarte allí sola.
—Claro que puedo —protesté contrariada—. Ya he pasado una noche allí.
—Estás como una cabra, Clara —contestó él con un suspiro—. Pero supongo que no te voy a convencer… así que como mínimo deja que te acompañe con mi coche. Va a oscurecer, tienes la pierna mal y vas sin luces en la bici.
—Está bien. —Le devolví la sonrisa—. El recuerdo del e-mail que había recibido esa mañana y la historia de Rosa hacían que agradeciera su compañía hasta encontrarme segura en casa.
—Braulio, ¿las lechuzas son peligrosas? —le pregunté mientras metía la bici en su maletero.
—No, a menos que seas un ratoncito asustado o poco ágil.
Su respuesta me dejó tranquila.
Cuando abrí la puerta del torreón, ya era noche cerrada. No eran más de las siete y una oscuridad impenetrable lo inundaba todo.
Accioné el interruptor y una luz amarilla se expandió por la sala. Al instante, tuve la certeza de que mi tío había estado allí. Noté pequeñas variaciones, detalles que habrían pasado desapercibidos a una persona poco observadora. Como una cortina echada, una manta en un sitio distinto…
Álvaro me había dicho que vivía en el pueblo. Me fastidió descubrir que pasaba más tiempo allí del que había imaginado. Tal vez aquel caserón no era solo un lugar de trabajo para él —en el que hacía sus mermeladas en épocas puntuales— y yo me había equivocado al suponer que podría moverme a mis anchas.
—Mi tío ha estado aquí —murmuré fastidiada.
—Imposible —dijo Braulio sorprendido—. Creí que lo sabías. Tu tío tuvo un accidente ayer mientras hacía el reparto por Soria. Nada grave, pero creo que tendrá que quedarse en el hospital varios días.
M
e desperté con la agradable sensación de haber disfrutado de un sueño largo y profundo. Por primera vez en meses, ninguna pesadilla había sacudido mi noche. Tampoco había llorado. Hacía tanto tiempo que no dormía así, que me sentí algo desorientada al abrir los ojos. El sol se había adueñado de la habitación tiñéndola de una intensa luz dorada. Eran más de las once.
Traté de recordar cómo había llegado a la cama y por qué en vez de estar metida entre las sábanas solo estaba cubierta por la gruesa colcha. Llevaba los vaqueros y la camiseta del día anterior.
Me acordé de Braulio. Se había quedado hasta tarde. Después de notar mi preocupación por la visita de un extraño, había insistido en hacerme compañía un rato. No me resistí. Me parecía tan extraño que alguien hubiera entrado y se hubiera entrenido solo en cambiar cosas de sitio, que me recordó el argumento de esas películas de terror que solía ver con Paula. Pero ¿quién habría sido? Tal vez el intruso no contaba con que su inquilina fuera tan observadora y lo notara. Pero, entonces, ¿con qué fin lo había hecho?
Aunque estaba segura de mi apreciación, intenté convencerme de que lo había imaginado. Aun así, agradecí la presencia de Braulio.
Preparé unos bocadillos para la cena y nos acomodamos junto a la chimenea con una botella de pacharán. Braulio insistió en las propiedades de ese licor para entrar en calor y ahuyentar los miedos. Llené su copa y me serví un dedo, suficiente en mí para notar su efecto.
A él le sorprendió encontrarse a Bécquer en el sofá.
—Clara, si quieres miedo de verdad, tendrás que cambiar de lecturas —me había dicho—. ¡Esto ya no asusta a nadie!
—A mí sí —reconocí—. Hay algo inquientante en estas leyendas. Ya sé que es más romántico que terrorífico, pero… no dejo de pensar en
El monte de las ánimas
. Anoche no pude terminarlo.
—Eso es porque estás en él. La Dehesa está en pleno monte de las ánimas.
—¡Calla! —le grité divertida lanzándole un cojín.
—¿De verdad estás asustada?
—No —dije con poca convicción—. Es solo que… No importa.
—Claro que importa. —Sus ojos centellearon—. Por favor, sigue.
—Es este lugar. Hay algo extraño en él. Algo que me atrae y me asusta al mismo tiempo. Siento como si… —Me detuve unos instantes dudando de lo que estaba a punto de decir—. Siento como si alguien me observara.
Braulio me escrutó con curiosidad.
—A lo mejor es el espíritu de Rodrigoalbar o el viejo de la cabaña del diablo… —dijo en tono de broma—. ¿No te habrás tomado en serio esas tonterías?
—¿Qué pasó con don Anselmo? —contesté con otra pregunta.
—Nada… Es solo un viejo que bebe más de la cuenta.
—Por favor… —insistí.
—Desapareció durante tres días. Al cuarto, vino a Colmenar diciendo que un ermitaño había hecho brujería con él y que le había retenido en su cabaña. Nadie le creyó.
—¿No fueron a comprobarlo?
—No, no le tomaron en serio, pero tampoco quisieron indagar mucho. La gente del pueblo es supersticiosa… Y esa cabaña está en tierra de nadie.
—¿Dónde está?
—No lo sé muy bien… —confesó Braulio—. Bosque adentro, a pocos kilómetros de esta aldea… Pero no encontrarás nada interesante allí, salvo una choza medio en ruinas y tal vez un viejo vagabundo.
Los dos nos quedamos en silencio unos segundos.
—¿Puedo pedirte algo?
—Lo que quieras.
—¿Me lees
El monte de las ánimas
? —dije poniéndole el libro en las manos—. No lo leeré estando sola y quiero saber cómo acaba.
—Por supuesto —contestó sorprendido aunque complacido por mi petición—. ¿No te dará miedo después?
—Es posible —admití—, pero ¿sabes?, el miedo no me disgusta. Cuando estoy asustada, al menos, me olvido de estar triste.
Sacudí varios cojines y apuré el último sorbito de mi copa esperando que cumpliera su misión. Mientras, la voz profunda de Braulio me transportaba al mundo de la caprichosa Beatriz, que tras haber enviado al bosque a su primo Alonso a recuperar su pañuelo perdido, se lamentaba al ver que este no volvía. Justo cuando Beatriz, tras una noche de tormento, descubre la prenda ensangrentada en su cuarto y Alonso amanece degollado en el monte de las ánimas, cerré los ojos y caí vencida por un profundo sopor.
A partir de ese momento no sabría precisar cuánto tiempo transcurrió hasta que los brazos de Braulio me cargaron y me subieron al dormitorio.
Mientras paseaba por el monte que rodeaba a la Dehesa en busca de frutos rojos, recordé la leyenda de Bécquer y no pude evitar sonreír. Aquel bosque no tenía nada de terrorífico a plena luz del día. Me sorprendió lo limpio que estaba de matorrales; tan solo los helechos que crecían en las zonas más sombrías obstaculizaban el paso. Cerré los ojos y sentí el agradable murmullo de los árboles meciéndose al viento y un suave olor a manzanilla y a otra planta aromática que no supe identificar.
Seguí la estrecha franja de un sendero que discurría en paralelo al río. No quise poner a prueba mi escaso sentido de la orientación, así que evité adentrarme monte a través.
Volví a pensar en Braulio mientras caminaba. Me parecía sorprendente habernos conocido y no separarnos en las doce horas siguientes. Recordé que incluso me había dormido en su presencia y que me había subido en brazos hasta el dormitorio. Sin duda, el licor había afectado a mis sentidos, pero tanta confianza con apenas un extraño me desconcertaba. No pude evitar preguntarme si se habría marchado enseguida o si se habría quedado un rato vigilando mi sueño. Una cosa estaba clara: Braulio era un caballero. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo no encajaba?