El bosque de los corazones dormidos (2 page)

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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Era un lugar sobrio pero acogedor. Las paredes de piedra gris contrastaban con la calidez de las vigas y el suelo, ambos de pino. Había una alfombra de lana junto a la chimenea y un sofá con mullidos cojines. La cocina de leña antigua estaba integrada en esa misma estancia. Y junto a ella, una escalera de madera conectaba el piso inferior con dos plantas más. Seguí el impulso de subir por ella.

En la primera planta había cinco puertas. Las abrí una a una. Solo hallé dos dormitorios y un baño arreglado. Supuse que mi tío pasaba temporadas puntuales en aquella casa. Aun así, se notaba que hacía tiempo que no la habitaba porque había polvo acumulado y un colchón enrollado sobre el somier de cada habitación.

Seguí escaleras arriba hasta toparme con una puerta maciza de roble. Estaba cerrada con llave.

Cuando bajé a la calle, ya había tomado una determinación. Seguí el ruido de un motor que provenía del establo. Mi tío lo había transformado en una especie de taller donde elaboraba sus productos artesanales. Además de la maquinaria y varias pilas de leña, dos bicicletas se apilaban en una esquina junto a un ciclomotor que mi tío trataba de poner a punto.

—Quiero quedarme aquí.

Mi tío apagó el motor y me miró fijamente unos segundos.

—Imposible.

Le miré con ojos suplicantes.

Deseaba estar sola con todas mis fuerzas. No tener que sonreír o poner buena cara, no tener que relacionarme con nadie; especialmente con él. La idea de convivir con mi tío me asustaba más que la soledad misma.

—Pero es que quiero quedarme…

—No es motivo suficiente.

—¿Por qué no?

—Porque no. No es lugar para…

—… una chica como yo. ¡Eso ya lo has dicho! Ni Colmenar ni la Dehesa son sitios para mí. Pero resulta que tú no me conoces. No tienes ni idea de cómo soy.

—Sé que eres una niña de ciudad. Llorona y frágil. Estás tan flacucha que saldrías volando en cuanto el cierzo soplara con un poquito de fuerza. Eso por no hablar de los lobos o los jabalíes hambrientos que se pasean por aquí en cuanto oscurece. Sacarían partido hasta de un saquito de huesos como tú.

—¡Soy más fuerte de lo que crees! No tienes que preocuparte por mí.

—No me entiendas mal, Clara. Tú no me preocupas lo más mínimo. Hasta hace unas semanas ni recordaba tu existencia. Pero ahora soy tu tutor legal y si algo te ocurriera tendría problemas. Vendrás conmigo a casa.

—Si no te preocupo nada, ¿por qué aceptaste mi custodia?

—Lo quiera o no, hay hilos que nos unen.

Aquella enigmática respuesta me dejó sin argumentos durante unos segundos. Después contraataqué.

—La Dehesa también es mi casa.

—¿Cómo dices?

—Esta es la casa en ruinas que se menciona en la herencia, ¿verdad? La has arreglado y adaptado a tu negocio, pero estoy segura de haber leído ese nombre en el testamento.

Mi tío me lanzó una mirada cargada de resentimiento y desconfianza.

—Yo solo quiero quedarme un tiempo… —dije con voz lastimera.

—Maldita niña —murmuró entre dientes—. Eres tan testaruda como…

Sus palabras se frenaron en seco.

—Como…

—No importa. Seguro que vas a hacer lo que quieras de todos modos…

Seguí sus pasos hasta la casona principal. La lluvia caía ahora de forma torrencial sobre nuestras cabezas formando una espesa cortina de agua.

No había electricidad, pero un generador abastecía la casa con una tenue luz. La caldera funcionaba con leña y el agua procedía de un depósito instalado en el tejado. Mi tío me mostró algunos aspectos prácticos de la casa y sacó un enorme cesto de mimbre de la alacena.

—Ya que vas a quedarte aquí, trata de ser útil. Recoge tantas endrinas, moras, fresas y bayas silvestres como encuentres… ¿Sabrás reconocerlas, niña de ciudad?

—Las fresas son esas cositas rojas con un rabito verde, ¿verdad? —contesté con bravuconería.

No tenía ni idea de cómo era una endrina ni para qué diablos se utilizaba, o qué diferencia había entre una mora y una baya silvestre… pero preferí no decírselo a mi tío en aquel momento. ¡Ya me las arreglaría!

—No te alejes mucho del camino —continuó mi tío ignorando mi comentario—. Volveré en una semana para arreglarte el ciclomotor. Mientras tanto, puedes bajar al pueblo en bici o caminando. Solo hay diez kilómetros.

Mi tío desapareció tras la puerta y regresó un minuto después empapado de pies a cabeza. Solo necesitó un viaje para entrar todas mis cosas. Estaba oscureciendo. Le acompañé a la salida.

—Una cosa más —dijo antes de esfumarse bajo la lluvia.

—¿Sí?

—Si tienes problemas, no me llames.

Primera noche

A
quella noche —mi primera en la Dehesa— supe de verdad lo que es el miedo.

Reconozco que no lo esperaba.

El dolor de las últimas semanas había anestesiado cualquier otro sentimiento, haciéndome creer que no podía sentir otra cosa que no fuera tristeza.

Estaba equivocada.

La soledad despierta fantasmas olvidados en el alma.

Permanecí en el resquicio de la puerta observando cómo se alejaba mi tío. Contemplé la luz de su todoterreno mientras se hacía diminuta, hasta fundirse en negro con la noche. No había luna ni estrellas en el cielo. Solo la más absoluta oscuridad, iluminada cada pocos segundos por un relámpago. Contemplé un rato la nada.

Me sentí bien… y mal al mismo tiempo.

Me sentí bien por haberme salido con la mía. Apenas había pasado unas horas junto a mi tío y ya lo odiaba. No quería estar con él.

Me sentí mal porque no estaba segura de poder arreglármelas sola. El miedo y el frío estaban empezando a calar en mis fuerzas y, por primera vez, dudé de mi decisión. Mi tío era una persona horrible, pero al menos en su casa de Colmenar estaría a salvo.

Sentí el aullido lejano de unos lobos y el lamento lúgubre de una lechuza sobrevolando la casa, tal vez en busca de cobijo. Un imponente trueno partió el cielo en dos. Me avergüenza reconocer que pegué un grito horrible.

Cerré de un portazo y eché todos los cerrojos.

Me obligué a tranquilizarme.

Aquel torreón era demasiado grande para calentarse en apenas unas horas, pero junto a la chimenea se estaba bien. Agradecí que mi tío la hubiera encendido antes de irse. Yo solo debía procurar que no se apagara; era la caldera que alimentaba los radiadores de toda la casa. Eché dos buenos troncos y subí en busca de unas mantas y una almohada. Aquella noche preferí dormir cerca del hogar… y de la puerta.

La escalera crujió bajo mis pies. En el piso de arriba, el suelo de madera temblaba con cada uno de mis pasos, emitiendo un sonido agudo. Tras rastrear varias cómodas y cajones, encontré en un armario la ropa de cama que andaba buscando.

Al salir de la habitación, mis pies desobedecieron mi deseo de bajar al salón y subieron un piso más. Me topé con la misma puerta de roble que había descubierto cerrada esa tarde. Intenté forzarla con todo el peso de mi cuerpo, pero solo conseguí hacerme daño en un hombro.

Y entonces lo oí.

Era un sonido acompasado y lento, como una respiración. Alguien… —o algo— resoplaba con fuerza a escasos metros de mí, separados tan solo por aquella puerta maciza. Me llevé una mano a la boca para ahogar el grito que amenazaba en mi garganta con salir y empecé a respirar con rapidez. Presa del pánico y con el pulso acelerado, me quedé un rato inmóvil, temblorosa, sin saber qué hacer. El ruido cesó y yo apoyé una oreja en la puerta para escuchar: nada, silencio. ¿Me lo habría imaginado? Con el corazón en un puño, bajé al piso de abajo y me acurruqué en el sofá, cubriéndome bien con una manta.

Me dije que no había motivos para estar asustada. Solo era una tormenta. El miedo estaba alimentando mi imaginación y engañando mis sentidos. Decidí burlarlo distrayendo mi mente. Cogí mi mochila y saqué de ella varias cosas: el iPod, un libro de bolsillo y el móvil.

La música de Alicia Keys me ayudó a recuperar el pulso. Al poco rato, me sorprendí a mí misma tarareando «No One» y recordando a Paula. A ella le encantaba Alicia Keys.

Nos conocimos en primero de ESO cuando ella llegó nueva al instituto. Antes de conocerla, yo no tenía mejor amiga. Bueno, lo cierto es que no tenía amigas. Las chicas de mi clase se reían de mí porque era una niña silenciosa y porque tardé mucho en desarrollarme. Cuando Paula me eligió, ya nadie volvió a reírse. La gente empezó a respetarme. Ella era todo lo contrario a mí: alta, rubia, divertida, rica y popular.

El año pasado había convencido a sus padres para estudiar el último curso de instituto en San Diego, California. La eché de menos nada más subirse al avión; fue el preludio de lo mucho que la necesité cuando murió mi abuela. Desde entonces, nos habíamos enviado mensajes casi a diario, pero con todo el lío de mi viaje a Soria hacía días que no le escribía.

Calculé mentalmente las nueve horas de diferencia horaria y me decidí a escribirle un SMS. Me pregunté qué estaría haciendo un sábado a las doce del mediodía.

¡Hola, Pau! Ya estoy en Soria. Mi tío es un monstruo, pero le he convencido para vivir sola en una casa que tiene en el bosque. Es un viejo torreón que parece sacado de una de esas pelis de miedo que tanto nos gustan. Mola mucho, pero estoy totalmente incomunicada. ¡No tiene internet! Hace frío y ahora mismo hay tormenta. Ojalá estuvieras aquí conmigo…

No estaba segura de que Paula me contestara al instante, así que metí de nuevo el móvil en la mochila. Sacudí varios cojines para ponerme cómoda y cerré los ojos de puro agotamiento.

Los primeros acordes de «Bella’s Lullaby» me avisaron de su respuesta. Cogí el teléfono excitada. A partir de entonces, los mensajes se sucedieron hasta darnos la medianoche.

¡Me tenías preocupada! Desapareciste del Messenger y del Facebook sin decir nada… ¿Una casa solitaria en las montañas? ¿Frío? ¿Tormenta? Lo siento, baby, pero no cuentes conmigo. Yo estoy en la playa, con dos chicos guapos y un refresco en la mano. ¡Muérete de envidia!

Yo estoy sola y muerta de miedo. ¡También de envidia! Pero no importa… Al menos me he librado de las clases por una temporada. Voy a prepararme los exámenes por mi cuenta y trabajaré para mi tío recolectando frutos del bosque.

¡Qué mona! Cuando vayas por el bosque con tu cestita ten cuidado con el lobo, Caperucita! Ja, ja, ja. Seguro que no es tan malo como lo describes… ¡Tienes una casa para ti sola! ¿Por qué no organizas un fiestón?

Pero ¡si no conozco a nadie! el lugar más cercano está a 10 km y es un pueblo de 300 habitantes.

Pues pasa del lobo y date a conocer en ese pueblo. ¡Quién sabe! A lo mejor está allí el chico de tu vida esperándote.

Solté una carcajada. Solo a ella podían ocurrírsele ideas tan descabelladas. ¡Una fiesta! ¡El chico de mi vida! Traté de imaginarme cómo serían los jóvenes de Colmenar y los visualicé como réplicas de mi tío: chicos de rasgos duros con ropa de anciano pero de mi edad. Me reí de mi propia ocurrencia.

El intercambio de mensajes con Paula consiguió animarme. Le prometí que bajaría al pueblo al día siguiente y buscaría un cibercafé para conectarme al Facebook y explicarle los últimos acontecimientos. Ella prometió colgar unas fotos de su última fiesta en San Diego y otras de los dos tíos con los que estaba en la playa.

Tras enviarle un último SMS de despedida, guardé el móvil, saqué el neceser de una de mis mochilas y fui al lavabo a asearme. Había uno en esa misma planta. Me sentía sucia después de un largo día de viaje, así que, a pesar del frío, me armé de valor y me metí en la ducha. Descubrí horrorizada que aquella casa no disponía de agua caliente. La caldera solo abastecía el sistema de calefacción.

Me lavé resoplando y emitiendo grititos. El agua helada me cortaba la respiración. Me sequé a toda prisa y me puse un pijama de invierno y un grueso jersey de lana. Después me enfrenté a mi imagen en el espejo del baño. Contemplé mi rostro mientras me cepillaba el pelo enredado. Tenía los labios morados y la piel muy pálida. Tal vez se debiera a la luz amarillenta y tenue de aquella casa, pero mi tez, más cetrina y transparente de lo habitual, parecía la de un fantasma. A punto de asustarme de mi propio reflejo, salí confusa del baño y me acomodé de nuevo en el sofá.

Acurrucada y cubierta con varias mantas, fui acostumbrándome al silbido constante de la lluvia y el viento, acompañados de truenos y relámpagos, como si se tratara de una música de fondo. El calor del hogar consiguió que mis dientes dejaran de castañetear. Poco a poco, mi cuerpo subió de temperatura y empezó a sentirse a gusto entre las mantas.

Fue entonces cuando abrí el libro que había sacado unas horas antes.
Rimas y leyendas
, de Gustavo Adolfo Bécquer. Escogí una leyenda al azar, «El monte de las ánimas», y empecé a leer.

A medida que avanzaba en el relato, me iba inquietando más. La espeluznante historia transcurría en Soria, en un lugar que bien podría haber sido el bosque que rodeaba a la Dehesa.

Mis ojos se detuvieron en uno de los párrafos:

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

Cerré el libro y me encogí hecha un ovillo en el sofá. No quería seguir leyendo. Lo último que necesitaba eran más argumentos para estar asustada. Pero era demasiado tarde. El pánico había vuelto a apoderarse de mí. Sabía que no podía dejarme dominar por él, así que respiré profundamente y cerré los ojos. ¿Los cerré? No. Las luces se habían apagado sumiéndome en la oscuridad más absoluta. Busqué a tientas el móvil para alumbrarme con él, pero no conseguí encontrarlo.

Desistí y, cerrando los ojos, intenté dormir. Imposible. La casa temblaba casi tanto como yo. La madera crujía. El viento gemía en los cristales. Me tapé la cabeza con una manta y apreté los puños. Y así pasó una hora, dos, tres, un siglo… La noche me pareció eterna.

El ruido de un trueno me sobresaltó y saqué la cabeza de las mantas.

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