La expresión alegre de mi tío me hizo sospechar que yo no era el único motivo de su viaje. Suspiré aliviada antes de pensar en lo que significaba realmente. ¿Ángela y Álvaro? Me convencí a mí misma de que aquello era imposible. Mi huraño tío, pueblerino y reservado no pegaba en absoluto con el carácter alegre y urbanita de mi profesora. Me sacudí ese pensamiento de la cabeza.
Después, le expliqué que necesitaba un pen drive con internet para seguir mis estudios y me hizo anotar exactamente lo que quería en un papel. También me sugirió que eligiera un móvil nuevo.
Eso me hizo recordar el motivo real de mi visita: Paula.
Álvaro me mostró un teléfono fijo y marqué su número sin vacilar.
—Paula está mejor… Pero ahora no puedes hablar con ella, Clara. Está descansando.
Las palabras de su madre me reconfortaron. Ya no había reproche en su voz. Suspiré aliviada al constatar que no me culpaba por lo que le había ocurrido a su hija y charlé un rato más con ella.
Estaba a punto de colgar, cuando su voz sonó de nuevo al otro lado.
—Clara… ¿conoces a un tal Braulio?
—Sí… ¿por qué? —pregunté perpleja—. Es un amigo.
—Paula no deja de repetir su nombre en sueños. Tal vez ese chico sea importante para ella…
Colgué preocupada. ¿Se habría enamorado Paula de Braulio? ¿Era posible que le hubiera impactado tanto como para murmurar su nombre entre delirios? ¿O estaba tratando de decirnos algo? ¿Y si había sido la última persona que vio antes de ser atacada por las abejas? Tal vez lo estaba delatando. Me estremecí al pensar que quizá pudo verle a través de la ventana mientras se duchaba.
En aquel momento, mi tío me preguntó si quería acompañarle al colmenar.
Todavía impactada por mis sospechas, asentí con la cabeza sin haber procesado siquiera su pregunta.
Mi tío me explicó que en invierno las abejas apenas se mueven. Cuando supe que nuestra única misión consistiría en comprobar que las colmenas seguían en pie, no pude evitar decepcionarme. Aun así, nos pusimos el traje de apicultor, un sombrero y la careta de rejilla, por si alguna decidía fugarse.
Nunca había visto una colmena, así que me costó seguir las explicaciones de mi tío y entender que en aquellas enormes cajas de madera las abejas llevaban a cabo toda su actividad.
—¿Y no podemos abrir la tapa un poco para verlas?
—No. Si abrimos la colmena romperíamos el propóleo que han puesto para sellar las rendijas y aislarse del frío. Las pobres abejas se enfriarían y tendrían que consumir más miel para calentarse.
—Así que las muy listas se pasan el invierno comiendo miel, calentitas con sus zánganos.
Mi tío soltó una carcajada.
Percibí lo feliz que se sentía rodeado de sus colmenas.
—Los zánganos no están invitados a pasar el invierno con ellas. Cuando se acerca el frío, las abejas los echan o los matan. Es lo que se llama «la matanza de los zánganos».
—¡Qué bestias! ¿Por qué hacen eso?
—Porque una vez fecundada la abeja reina, los zánganos dejan de ser útiles. Ellos no recolectan néctar ni elaboran miel y, como no tienen aguijón, no pueden defender la colmena… En cambio, son grandes y glotones, y se zampan toda la miel.
—¡Qué ingrata la abeja reina! Una vez que consigue su propósito, se olvida del pobre zángano que la ha fecundado.
—Tampoco ella tiene una vida fácil.
Los dos nos sumimos un instante en nuestras propias reflexiones.
Observé a mi tío limpiar con delicadeza las colmenas. Estuvo un rato revisando su estado y comprobando la inclinación para que la lluvia y la nieve del invierno no las inundara.
Cuidaba de sus abejas con tanto amor, que eso me hizo recordar algo…
—Cuando fui a verte al hospital, un médico me dijo que estabas tratando tu enfermedad con un método especial. ¿Se refería a la apiterapia?
—Sí. —Me miró sorprendido—. Es muy efectiva en algunas dolencias.
—¿Y cuál es la tuya?
—Sufría artritis.
Me alegré de que usara el pasado en su frase.
—Las abejas son muy generosas. Al donar su veneno, pierden el aguijón y se parten en dos… Pero otros nos curamos gracias a su sacrificio.
Por primera vez, le vi sonreír abiertamente. Y tuve la ilusión de que mi tío era esa persona maravillosa de la que la gente hablaba. Animada por esa idea, me atreví a pedirle:
—Explícame cosas de ella.
—¿De la abeja reina?
—No, de Abejita… —Mi voz se quebró.
Aunque su mirada se clavó fijamente en la mía, no pude descifrar su expresión. Tardó unos segundos en contestar.
—Tu madre fue una gran mujer.
—Y una gran egoísta.
—Te quería mucho.
—Claro. Y por eso se suicidó. ¡No me quiso nunca!
—No estaba bien…
—¡Y quién lo está!
Pude ver su dolor incluso a través de la careta de apicultor. Sentí que se me empezaba a formar un nudo en la garganta.
Álvaro me tomó del brazo y me condujo hasta su coche. Una vez a salvo del colmenar, nos quitamos el traje y nos sentamos sobre una enorme roca.
Mi tío sacó unos papeles arrugados de una cajita y me los mostró.
Enseguida reconocí la letra de mi madre. La tinta se había corrido en algunos párrafos dificultando la lectura, pero eran las mismas cartas que había descubierto en el desván.
—Las encontré flotando en el estanque el día que desapareciste de la Dehesa.
Las lágrimas empezaron a anegar mis ojos. Algunas cayeron sobre el papel formando nuevos borrones de tinta.
—Mi madre y tú…
—¿Eres muy mayor para historias fantásticas?
—Si me vas a contar un rollo de cómo os enarorasteis, ahórratelo. Tú eras un hombre casado —vomité esas palabras con desprecio.
—No va de eso. Mi historia es sobre un ermitaño de barbas blancas al que conocí hace muchos años, antes de que tú nacieras.
¡Mi tío también! ¿Quedaba algún colmenareño que no hubiera conocido a Rodrigoalbar? Aquello era demasiado… Aun así, presté atención. Me moría de curiosidad por conocer su historia.
—Por aquel entonces, yo estaba desesperado. Tu madre había recaído y no sabía cómo ayudarla. —Tomó aire un momento—. Sé que es estúpido, pero fui al bosque y me puse a gritar y a llorar. Me sentía tan impotente…
Su mirada se perdió un instante en el horizonte verde.
—De pronto apareció un anciano. Me costaba entenderlo porque hablaba en un castellano extraño, antiguo. Parecía poco acostumbrado a las palabras. Yo le expliqué lo que le ocurría a tu madre. «El amor de mi vida está perdiendo la cabeza», le dije.
—¿Y qué te contestó? —pregunté con el corazón en un puño.
—Me dijo que mis abejas podían curarla.
—Las abejas… —murmuré.
—«Corpus haud aetas et mens haud tempo» —dijo recordando una cita literal del ermitaño.
Traté de descifrar el acertijo con mi latín de cuarto de ESO.
Mi tío me ahorró el esfuerzo.
—«Un cuerpo sin edad y una mente sin tiempo.» El veneno de abeja rejuvenece y equilibra. Yo aún no lo sabía. Ignoraba lo efectivo que puede ser contra la depresión. El viejo me explicó todo eso y me dijo que volviera en una semana. Prometió traerme una combinación de plantas, raíces y flores capaz de sanar la más profunda de las tristezas.
—¿Y qué ocurrió?
—Se lo expliqué a tu madre, pero no quiso saber nada del asunto. Me dijo que estaba embarazada y que no pensaba someterse a nada extraño que pudiera dañar a su bebé. Me puse furioso.
—Pero ella quería protegerme…
—Lo sé…
Me gustó saber que mi madre ya se preocupaba por mí antes incluso de nacer.
—Una semana más tarde volví al bosque, pero el viejo no se presentó. Jamás volví a verlo. Durante un tiempo pensé que lo había soñado. Pero no dejé de aplicar cuanto me había dicho sobre el veneno de abeja, estudiando todo lo relacionado con la apiterapia.
Yo sabía que mi tío no lo había soñado. Rodrigoalbar no se había presentado a su cita porque murió esa semana. Su último descendiente lo había enterrado con sus propias manos. Aun así, no se lo dije a mi tío. Mi lealtad hacia Bosco era más fuerte que cualquier confesión familiar.
—¿Pensaste que aquel bebé podía ser tuyo?
Mi tío me miró un instante a los ojos. Los suyos estaban vidriosos, al borde del llanto.
—Sí. Pero ella lo negó y se marchó del pueblo.
—Y tú me odiaste desde ese momento.
—Sí.
Bajé la cabeza compungida.
—No soportaba la idea de que otro zángano hubiera fecundado a mi Abejita. Y que el fruto de aquel romance me la arrebatara para siempre.
— Pero ¡tú estabas casado con su hermana!
—Eso ocurrió antes de enamorarme de tu madre. A ella también la quise… pero no de la manera que amaba a Irene. —Una mueca de dolor ensombreció su cara al pronunciar su nombre—. Yo quería divorciarme y afrontar lo que nos había ocurrido.
—¿Llegaste a conocer a mi padre?
—No. Supe que se llamaba Juan y que murió en unas prácticas de tiro. Tu madre se marchó poco después a Barcelona. Cuando naciste, ella vivió una época feliz. Eras su alegría. Su antídoto contra la tristeza. Tu abuela me explicaba sus progresos. Un día conseguí hablar con tu madre. Le dije que la amaba y que quería estar con ella… que pensaba separarme. Ella dudaba, no quería hacer daño a su única hermana. Me dijo que esperara… que me había escrito una carta…
—¿Y qué pasó?
—Hablé con tu tía. Se lo expliqué todo y le pedí el divorcio. Ese mismo día tuvo un accidente de tráfico y murió. —Se llevó las manos a la cara—. Ocurrió cuando tú tenías tres años. Después de eso, tu madre sufrió una fuerte recaída. Se sentía culpable. Nunca se lo perdonó. Y nunca me lo perdonó a mí. Su enfermedad se agravó. Seguí su pista en cada psiquiátrico en el que la internaban, pero nunca recuperó la salud.
—Demasiadas muertes en poco tiempo —dije—. Su pareja. Su hermana.
—Dudo que ese hombre existiera.
—Crees que yo soy… que tú eres mi… —Ahogué la palabra en mi garganta y dejé escapar una pregunta—. ¿Todavía me odias?
Suspiró y, por primera vez en su vida, me miró con ternura.
—Cada vez que te miro, veo a tu madre. ¿Cómo podría odiarte, Clara? Al principio, no quería saber nada de ti. Cuando bajaste del autocar y vi tu cara, tus gestos, tu forma de caminar… sentí que se abrían todas mis heridas.
—Lo siento.
El dolor de mi tío era tan palpable, que traspasó mi propia piel.
—Pero la noche de la trampa, cuando desapareciste de la Dehesa, me volví loco. Me sentí fatal por lo mal que te había tratado. Entonces vi todas esas cartas flotando en el estanque… Y me di cuenta de que no podía ignorar por más tiempo que yo… —Sacudió la cabeza confuso sin acabar la frase.
—¿Eres mi padre…? —Mi voz se quebró al pronunciar esas palabras.
—Me juré que si te pasaba algo… yo… jamás… Tu madre te quería, Clara. Más que a nada en el mundo. Pero estaba enferma y no supo hacerlo mejor.
—No has contestado a mi pregunta.
Durante un rato, los dos permanecimos en silencio. Tuve claro que, al menos en aquel instante, me quedaría sin respuesta. Me hubiera gustado que me envolviera en su abrazo, cálido y protector. Que me llamara hija… Pero eso no ocurrió. Había desnudado su alma, había compartido conmigo sus sentimientos, sus penas más oscuras… Y eso ya era un buen comienzo.
Su frío corazón había empezado a despertar tras años de letargo.
M
i abuela solía decir que la lluvia es una bendición del cielo.
Si alguna vez me lamentaba porque algún aguacero arruinaba mis planes, ella me regañaba: «Por culpa de personas como tú, cada vez hay más sequía». Yo me reía por su ocurrencia, pero ella añadía muy seria: «El deseo de tanta gente es capaz de afectar incluso al tiempo. Lo creas o no, el universo no es tan indiferente a nuestros sueños».
Aunque aquella noche deseé con todas mis fuerzas que dejara de llover, nadie escuchó mi plegaria. Quería ir a la cabaña del diablo, reunirme con Bosco, acurrucarme a su lado… escuchar juntos el concierto de la lluvia y el viento en los cristales.
Salí al exterior con el firme propósito de llegar a mi destino, pero apenas pude dar dos pasos.
Todas las compuertas del cielo estaban abiertas. El viento huracanado me zarandeaba y azotaba mi pelo con furia mientras la lluvia caía implacable sobre mí. Un relámpago centelleó en la oscuridad un segundo antes de que estallara un trueno. Tenía la tormenta encima.
Mi anhelo por ver a Bosco no nubló lo evidente: aventurarse en el bosque en pleno diluvio era una temeridad. Y, además, intuía lo mucho que él se enfadaría si arriesgaba mi vida de una forma tan estúpida.
Volví al torreón decepcionada.
Guardaba la esperanza de que él se presentara en la Dehesa, pero también me asustaba que se expusiera a los peligros de los que me había hablado solo por verme. Teniendo en cuenta su condición, preocuparse por su vida no tenía mucho sentido… pero aun así intuía un rival más poderoso incluso que su don. No tenía muy claro qué era aquello que tanta gente buscaba y que solo él conocía, pero fuera lo que fuese, sabía que pronto lo averiguaría.
Me sacudí la lluvia junto a la chimenea y me acurruqué con una manta en el sofá. Cerré los ojos. Quería que el tiempo pasara rápido, que la tormenta cesara y que amaneciera. Deseaba estar con Bosco, serenar a su lado mi alma inquieta tras la conversación con ¿mi tío? La posibilidad de que fuera mi padre cobraba cada vez más fuerza.
Sobre la mesa reposaban las cartas que él había rescatado del estanque y la cajita de habanos que me había devuelto. Sentí el impulso de abrirla y sacar los folios que aún no había leído. No quedaban muchos. Traté de imaginar lo que habría sentido Álvaro al reencontrarse con esa parte de su pasado, tan intensa y bella como dolorosa. ¿Habría leído todas las cartas?
Al fondo descubrí un sobre abierto sin matasellos. Jamás se había enviado a su destino. Se me hizo un nudo en la garganta al desdoblar la carta que contenía. Era distinta a las demás. La única escrita del puño y letra de mi madre, con su caligrafía fea y estirada. Tampoco había copia en papel de calco.
Sentí una escalofrío al intuir que era la última que mi madre había escrito a Álvaro. Me pregunté si mi tío la habría leído, o si, por el contrario, ella había sido la última en tocarla y meterla en aquel sobre. Me la llevé a la cara para aspirar su olor, pero el aroma a puros de la caja la había impregnado por completo.