—Yo me quedo aquí. Haré autoestop hasta Burgos. Me esconderé allí unos días hasta que decida dónde perderme.
—He pasado por tu casa. —Álvaro le ofreció una mochila—. Aquí tienes algunas cosas y tu documentación. Llama a tus padres cuando estés en un lugar seguro. Les he dicho que ibas a pasar las vacaciones de Navidad con mi sobrina, pero no se han quedado muy convencidos.
Berta asintió. Después le pidió un bolígrafo y anotó algo en un papelito. Lo metió en mi bolsillo tras darme un largo abrazo.
—Cuídate mucho, lechuguina.
—Te echaré de menos. —Mi voz se quebró al sentir el manantial que amenazaba en mis párpados.
—Menos llanto y más acción —dijo con voz ronca secándose una lágrima avergonzada—. No hay tiempo que perder. Alguien debería parar un coche.
Bosco tomó a Berta de la mano y la obligó a mirarle. Me emocioné al ver la complicidad y el amor que emanaba de aquella mirada… Sin decirse nada, se lo dijeron todo.
A continuación, la levantó en volandas y la besó en la frente con increíble dulzura. Antes de bajarla al suelo, le susurró algo al oído y ella se abrazó a su cuello con fuerza durante unos segundos.
Después de aquello, Berta levantó un dedo para detener al único coche que había pasado por aquella solitaria carretera desde que nos había encontrado Álvaro. Era un escarabajo Volkswagen con matrícula alemana. Tres chicas pararon divertidas a nuestro lado e hicieron un gesto para que subiéramos.
—Esta es mi parada —dijo Berta.
Nos abrazamos una vez más, sin atrevernos a mover los pies del suelo, hasta que las alemanas tocaron el claxon con impaciencia.
Los tres miramos apenados cómo Berta subía al coche y cómo el rastro de sus faros se iba empequeñeciendo hasta desaparecer en la siguiente curva.
Álvaro rompió el silencio.
—Clara, te espero en el coche.
Después estrechó con fuerza la mano de Bosco.
—Suerte, muchacho.
Quería ser fuerte y no llorar. No quería que la última imagen que mi ángel conservara de mí fuera la de mi rostro descompuesto por el dolor. Lo conseguí con esfuerzo, con varias respiraciones profundas.
Traté en vano de sonreír.
Bosco me abrazó con fuerza y me besó en los labios.
—Tienes que ser fuerte, Clara. El tiempo pasa volando y muy pronto estaremos de nuevo juntos.
—Te quiero —susurré ocultando mi cara en su hombro para que no viera las lágrimas traicioneras que se habían sublevado a mis intenciones.
Nos mecimos de un lado a otro con dulzura, compartiendo nuestra pena en aquella breve danza.
Al separarse, vi el rastro del llanto sordo también en su rostro. Sus mejillas se habían enrojecido y sus ojos azules brillaban con tristeza.
Contuve el aliento al verle alejarse entre los árboles, veloz como una gacela, en busca de nuevos parajes recónditos y bosques solitarios en los que perderse.
El viento helado del cierzo trajo consigo los primeros copos del invierno. Si aquel otoño había sido frío y algo nevoso, la nueva estación se presentaba gélida y blanca.
Crucé la carretera y me metí en el coche. La calefacción estaba encendida y logró calentar un poco mi ánimo.
El motor rugió antes de emprender la marcha.
Mi tío lo hizo un instante después.
—Oye, Clara, no sé en qué follón andas metida, ¡pero será mejor que me lo expliques todo!
Su bronca me pilló desprevenida.
—No te lo puedo contar…
—¡Esos hombres son muy peligrosos! Y tú solo eres una…
La voz nerviosa de Álvaro no supo disimular su preocupación. Pensé que acabaría la frase llamándome «niñata», «mocosa» o algo por estilo.
—Solo eres una niña… —su voz se quebró ligeramente— con muchas agallas. ¿Qué piensas hacer?
—Es mejor que no te lo diga. Esos hombres pueden ser muy persuasivos.
—He visto sus métodos —respondió consternado—. Y estás muy equivocada si piensas que voy a dejarte sola en esto.
—Tienes que confiar en mí. Lo más seguro es que desaparezca una temporada… Volveré cuando todo se haya calmado.
Después de varios minutos de silencio, asintió abatido.
—Está bien. Te llevaré al aeropuerto. Solo te pido una cosa.
Le miré interrogativa.
—Llámame cuando estés en un lugar seguro para saber que estás bien.
—Lo haré… —Me gustó saber que mi padre se preocupaba por mí—. Estaré bien…
Álvaro volvió a enmudecer.
Después tómo aire y soltó los fantasmas que le angustiaban.
—Oí lo que dijo aquel hombre. Aquella historia… sobre la semilla, el viejo ermitaño y el chico que te acompañaba. Te juro que no soy capaz de entenderlo. Todo esto me desborda. Es… demasiado increíble…
Era un hombre de pocas palabras, así que entendí el enorme esfuerzo que suponía para él hablar de todo aquello.
—Sé que defendéis algo importante —continuó sin apartar la vista del asfalto—. Si no puedes, no me lo cuentes, pero quiero que sepas que tienes mi apoyo y mi protección para siempre.
—Lo sé. Y te lo agradezco. Si no hubiera sido por ti, aquellos hombres… —Me estremecí al recordar la escena del árbol—. Cuando te vi subido a aquel pino, ¡no podía creerlo! ¿Cómo lo supiste? ¿Cómo llegaste hasta allí? ¿Y cómo es que las abejas solo les picaron a ellos?
—Ya veo que tú sí quieres saber —sonrió ante la avalancha de preguntas.
—Empezaré por la última. ¿Recuerdas cuando las abejas picaron a tu amiga y se abalanzaron sobre aquel champú atraídas por su olor?
—Sí.
—Pues digamos que rocié a esos hombres con su perfume favorito.
—¿Cómo lo hiciste? —pregunté fascinada.
—Cuando vinieron a mi casa, se comportaron de una forma extraña y sospeché que no tenían buenas intenciones. Apenas me preguntaron por la sierra de pinares y, en cambio, me hicieron un interrogatorio completo sobre mis abejas, las flores de la comarca y sobre ti. Eso me hizo desconfiar… No entendía qué interés podían tener en una chica como tú, pero me dio muy mala espina. Mientras charlaba con el más alto, uno de ellos se coló en mi habitación. A través del espejo del salón pude ver cómo abría la cómoda y registraba mis cosas. Aquellos hombres buscaban algo y, por algún motivo, pensaban que tú eras la clave.
—Así que decidiste tomar precauciones.
—Sí. Al despedirse, les obsequié con mis productos: miel, pacharán, mermelada… y mi perfume natural de flores silvestres, en realidad un potente atrapaabejas. Les embadurné bien para que lo probaran —sonrió al recordar la escena—. Aquella tarde, después de tu visita, fui a buscar a mis abejitas guerreras.
Ahora entendía la cara de enfado de esos hombres cuando los había visto salir de casa de Álvaro y el fuerte aroma a flores que me había recibido al entrar.
—Pero tus abejas no atacaron hasta el día siguiente… ¿Todavía duraba el efecto?
—Ya lo creo —rió entre dientes—. Impregné bien sus ropas de trabajo y sus cazadoras. Además, aunque el olor de esa esencia se disipa para nuestro olfato a las pocas horas, las abejas siguen detectándolo hasta varios días después.
Había leído en su libro que las abejas tienen ese órgano muy desarrollado para distinguir las flores melíferas a kilómetros de distancia. Me impresionó su elaborado plan para protegerme; lo que no acababa de entender es cómo se las había ingeniado para dar con aquellos hombres al día siguiente.
—¿Cómo supiste que estaban en el bosque?
—Me levanté pronto y seguí el rastro de su furgoneta hasta la Dehesa, pero tú ya no estabas…
—Me temo que madrugaron más que tú… —dije recordando lo mucho que me había sorprendido su temprana visita.
—Después de rastrear el bosque por fin di con ellos. Tenían a esa pobre chica y la estaban torturando. No entendía nada, pero decidí subirme a un árbol y esperar el momento para atacar… Luego apareciste tú, en lo alto de ese pino… Y, bueno, el resto de la historia ya la conoces.
—¿Qué ha pasado con ellos?
—Uno murió y los otros dos están muy graves en el hospital.
—Pero eran cuatro…
Álvaro se encogió de hombros.
—Supongo que el cuarto hombre intentó huir… Pero yo no me preocuparía por él. Es muy probable que su cadáver aparezca estos días en algún punto del bosque. Nadie sobrevive a un ataque así sin pasar por el hospital.
La nieve aumentó su cadencia. Me despedí de los altísimos pinos que habían empezado a retener el polvo blanco del invierno en sus copas.
Pensé en los hombres de negro… Después de la lección de Álvaro, tal vez no les quedaran muchas ganas de seguir merodeando por aquellos parajes. Ellos no sabían de la existencia de la semilla. Bosco les había hecho creer que Rodrigoalbar la había destruido para protegerla…
Su objetivo era el propio Bosco. Y lo más probable es que acabaran cansándose de su búsqueda infructuosa.
Solo uno de ellos había llamado mentiroso a mi ángel cuando dijo que no había semilla. Solo un hombre de negro había creído en la existencia de la semilla: Robin. Me estremecí al recordar su mirada gris.
—¿Qué día es hoy?
Con todos aquellos acontecimientos, había perdido por completo la noción del tiempo.
—Veinticuatro de diciembre. Víspera de Navidad.
Me parecía increíble que mi nueva vida empezara en unas fechas como aquéllas. Eso me hizo pensar en mi profesora.
—¿Qué vas a decirle a Ángela?
Álvaro me miró sorprendido.
—Dijiste que vendría por año nuevo.
—Cuando venga le explicaré que has decidido tomarte un año sabático y estudiar en alguna ciudad europea. No te preocupes por ella. Yo soy tu tutor legal.
Ya no me pareció extraño que pensara que ella iría igualmente a pasar esas fechas en Colmenar a pesar de mi ausencia. Estaba claro: yo no era su objetivo principal en aquel pueblo.
Nuestra mirada se perdió un instante en la carretera. Seguí el movimiento hipnótico del limpiaparabrisas apartando la nieve del cristal. El cielo se había cubierto de nubes y, aunque había amanecido, el día conservaba un halo oscuro.
—Clara… Esa semilla de la que hablaban. Si alguna vez… —Hizo una pausa, y el resto de las palabras salieron de forma precipitada—. Mis abejas podrían extraer su néctar.
—Olvídalo. Esa semilla no existe —mentí.
No quería implicarle más. Pero lo cierto es que sus palabras me llenaron de esperanza. Si en un futuro alguien podía extraer el elixir de la inmortalidad de aquella flor a través de las abejas, ese era mi padre. Poseía los conocimientos para hacerlo.
—Una cosa más. —Había estado a punto de olvidarme de él—. Braulio no es de fiar. Está con ellos. Él fue quien puso aquel panal bajo nuestra ventana para que las abejas picaran a Paula. Sabía que era alérgica e intentó ahuyentarla para tener el camino libre conmigo y despejar el bosque de nuevas amenazas. A mí también intentó hacerme daño…
El rostro de mi padre se ensombreció. Él había confiado en aquel chico, le había pedido incluso que cuidara de mí.
Sabía lo mucho que aquella traición le dolía.
—¡Ese canalla! Lo conozco desde que era un crío. ¿Cómo ha podido hacernos esto? —Su mirada se llenó de ira—. Te aseguro que pagará por lo que ha hecho.
—Bastará con que no le pierdas de vista —contesté impresionada por la efusividad de sus palabras.
Eso me hizo pensar en Paula. La última vez que había hablado con su madre me había tranquilizado sobre su estado. Deseaba hablar con ella, explicarle mis cosas como había hecho siempre. Pero sabía que eso no sería posible en mucho tiempo. Debía protegerla…
Mientras los faros iluminaban las franjas blancas del asfalto e íbamos dejando atrás el paisaje verde y blanco de la sierra, me sumí en una especie de sopor. Cerré los ojos de puro abatimiento.
Tras dos horas y media de trayecto, las luces de la ciudad fueron acompañándome en mi despertar.
—Hemos llegado.
Al detener el motor, me di cuenta de lo que me esperaba a continuación. Aquella iba a ser la tercera despedida del día.
Ahogué un suspiro al ser consciente de lo que aquello significaba. Cuando pusiera el pie en el suelo, volvería a quedarme sola, como al principio de aquella historia.
Álvaro sacó mi enorme mochila del maletero.
—Aquí tienes tus cosas. Te he comprado un móvil y el cacharro que me pediste.
«El USB de internet», pensé.
—Tienes tu documentación y una autorización firmada para que puedas viajar sin problemas. He abierto una cuenta bancaria a tu nombre; hay dinero suficiente para que pases una buena temporada. Adminístralo bien y estudia. ¿Lo harás, Clara? Vayas donde vayas, inscríbete en un instituto y sigue estudiando.
—Gracias —balbuceé—. ¿Por qué haces todo esto? —pregunté con el corazón encogido.
Álvaro me miró con ternura y nos fundimos en un cálido abrazo. Reconociéndonos por primera vez, otorgándonos sin palabras el lugar que nos correspondía y un espacio para siempre en el corazón del otro.
M
e dejé caer en el asiento del avión exhausta.
Habían transcurrido cinco horas desde que mi padre me dejara en el aeropuerto de Madrid.
Durante ese tiempo había tenido que tomar decisiones. La primera de todas, la más difícil, elegir un destino. Debía buscar un lugar en el que perderme durante todo un año. No podía olvidar que estaba huyendo, así que una gran ciudad me pareció el lugar perfecto para esconderme. Otra cuestión era el idioma. El inglés era la única lengua extranjera en la que sabía defenderme.
Elegí Londres.
También compré una guía de la ciudad y aproveché la espera hasta el embarque para asearme en los lavabos de la terminal y cambiarme de ropa. Todavía llevaba las prendas de Bosco. Me resistía a quitármelas porque olían a él y porque era lo único material que conservaba de mi ángel. Pero lo cierto era que me quedaban demasiado grandes y con ellas llamaba la atención.
Mientras me cambiaba, descubrí el papelito de Berta con una dirección de correo electrónico. No pude contener un salto de alegría al saber que estaríamos conectadas de alguna forma.
A punto de despegar, subí la cortinita de la ventana para despedirme de la ciudad. Estaba anocheciendo. Las luces de Madrid fueron empequeñeciéndose a medida que tomábamos altura.
Después abrí la mochila con el propósito de sacar la guía y buscar algún albergue para pasar la primera noche, pero mis dedos tropezaron con un paquetito.