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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (10 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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Jamila me aventajaba en todos los sentidos. Junto a la tienda había una biblioteca y, durante años, la señorita Cutmore, la bibliotecaria, invitó a Jamila a tomar el té después de la escuela. La señorita Cutmore había sido misionera en África, pero también amaba a Francia porque había sufrido un desengaño amoroso en Burdeos. A los trece años, Jamila no hacía otra cosa que leer, Baudelaire, Colette, Radiguet y toda esa pandilla, y solía tomar discos prestados de Ravel y de cantantes populares de la Francia de entonces, como Billie Holliday. Luego le dio por querer ser Simone de Beauvoir, que fue cuando empezamos a tener relaciones sexuales cada par de semanas siempre que encontrábamos un sitio donde meternos: por lo general escondidos en los cobertizos de las paradas de autobús, entre escombros de bombardeos o en una casa abandonada. Aquellos libros debían de ser dinamita, porque llegábamos a hacerlo incluso en los lavabos públicos. Además, a Jammie no le importaba ir derecha al lavabo de hombres y cerrar el cubículo con pestillo. Creía que era muy parisino, y hasta llevaba plumas, ¡por el amor de Dios! Todo eso era de lo más pretencioso, claro está, y no aprendí nada nuevo sobre el sexo, ni la menor noción sobre el dónde, el cómo, el cuándo y el con quién, ni tampoco perdí el miedo a los contactos íntimos.

Jamila recibió educación de primera clase de manos de la señorita Cutmore, que la adoraba. El mero hecho de haberse pasado años y años junto a una persona que disfrutaba con escritores, café e ideas subversivas y que le repetía que era una chica brillante, la cambió para bien, o eso creía. Yo no dejaba de lamentarme por no tener una profesora como aquélla.

Sin embargo, cuando la señorita Cutmore abandonó el sur de Londres para marcharse a Bath, Jamila empezó a refunfuñar y a odiar a la señorita Cutmore por haber olvidado que era india. Jamila estaba convencida de que la señorita Cutmore había intentado borrar todo lo que de extranjero había en ella. «Hablaba a mis padres como si fueran campesinos», solía decir. Cuando decía que la señorita Cutmore la había colonizado me ponía furioso, porque Jamila era la persona más obstinada que conocía, y nadie habría podido colonizarla jamás. Además, la gente desagradecida me resultaba odiosa. Sin la señorita Cutmore, Jamila ni siquiera habría oído la palabra «colonizar». «La señorita Cutmore te ha hecho despegar», le repetía yo.

Gracias a la biblioteca, Jamila descubrió muy pronto a Bessie, Sarah, Dinah y Ella. Solía presentarse en casa con sus discos y los ponía para papá, que se sentaba en la cama a su lado, y juntos entonaban canciones a coro moviendo los brazos. La señorita Cutmore también le había explicado lo de la igualdad, fraternidad y lo otro, que he olvidado qué es, por eso Jammie llevaba siempre en la cartera una fotografía de Angela Davis, vestía de negro y era muy insolente con sus profesores. Durante meses y meses todo era Soledad aquí y Soledad allá. Sí, a veces éramos franceses, Jammie y yo, y otras nos convertíamos en negros estadounidenses. Lo cierto es que, aunque se suponía que éramos ingleses, para los ingleses siempre éramos moros, negros, paquis y todo lo demás.

Comparado con Jammie, como militante daba pena de tan cobarde. Si alguien me escupía casi le daba las gracias por no obligarme a pastar el musgo que crecía en las aceras. En cambio, Jamila se había doctorado ya en castigos físicos. Un día, un ciclista de pelo grasiento pasó por nuestro lado montado en una bicicleta vieja y nos dijo, como quien pregunta la hora: «A comer mierda, paquis.» Pues bien, Jammie echó a correr entre los coches, hizo caer de la bicicleta a aquel hijoputa y le arrancó parte del pelo como quien escarda un jardín cubierto de malas hierbas.

Aquel día tía Jeeta estaba atendiendo a un cliente de la tienda y metía pan, naranjas y latas de tomate en una bolsa de papel marrón. Jamila ni siquiera me miraba, así que esperé junto a tía Jeeta, que con su expresión tristona, estoy seguro, debía de haber ahuyentado con los años a miles de clientes, que ignoraban que era una princesa cuyos hermanos llevaban fusil.

—¿Cómo va esa espalda, tía Jeeta? —le pregunté.

—Encorvada como una horquilla con tantas preocupaciones —repuso.

—¿Cómo puedes estar preocupada con un negocio próspero como éste, tía Jeeta?

—Deja mis problemas aburridísimos y lleva a Jamila a dar un paseo. Por favor, ¿lo harás por mí?

—¿Qué pasa?

—Aquí tienes un
samosa
, Comefuego. Extra picante para chicos traviesos.

—¿Dónde está tío Anwar? —Jeeta me miró con ojos lastimeros—. Y ¿cómo se llama el primer ministro? —añadí.

Así que Jamila y yo salimos a la carga por Penge. Menuda era Jamila a la hora de andar y, además, cuando quería cruzar la calle, sorteaba los coches y ya está, porque esperaba que se detuvieran o que aminoraran la marcha sólo por ella, cosa que hacían invariablemente. Por fin me hizo su pregunta favorita: «¿Qué tienes para contarme, Dulzura?»

Quería hechos, y buenas historias, cuanto peores eran más le gustaban: historias de vergüenza, de humillación y fracaso, historias puercas y manchadas de semen, de lo contrario, se marchaba, como una espectadora decepcionada. Pero esa vez iba preparado. Tenía un montón de historias bochornosas con que saciar su sed.

Le conté lo de Eva con papá, lo del enfado de Jean y cómo me había obligado a sentarme en el sofá con tanta fuerza que me había echado pedos. Le hablé de trances, de ejecutivos de publicidad que rezaban y de los intentos de encontrar el Camino en los bancos de jardín de Beckenham. Pero no le conté nada de grandes daneses ni de mí. Si le preguntaba qué haría ella en mi lugar con lo de papá, mamá y Eva, o si le parecía una buena idea que me marchara de casa otra vez, o si querría que huyéramos juntos a Londres a trabajar de camareros, se reía a carcajadas.

—¿Es que no te das cuenta de que hablo en serio? —le decía—. Papá no debería herir a mamá. No se lo merece.

—No, no se lo merece; pero a lo hecho pecho, ¿no? Y todo ocurrió en ese jardín de Beckenham, mientras tú lo veías todo en tu postura favorita, de rodillas, ¿o me equivoco? Dulzura, te metes en unos berenjenales de lo más idiotas. ¿Te das cuenta de que es típico tuyo?

Se reía con tantas ganas que hasta tuvo que pararse y, con las manos en los muslos, echó el cuerpo hacia adelante para recobrar el aliento. Yo seguí hablando.

—Pero ¿no te parece que papá debería contenerse, bueno, pensar en nosotros, en su familia? ¿No estamos antes que todo lo demás?

Al hablar de ello por primera vez me di cuenta de lo mucho que me entristecía todo aquello. Nuestra familia se estaba viniendo abajo y no parecía importarle a nadie.

—A veces eres tan burgués, Dulzura Jeans. Las familias no son sagradas, especialmente para los hombres indios, aunque no hacen otra cosa que hablar de ello para luego hacer todo lo contrario.

—Tu padre no es así —le dije.

Jamila siempre trataba de ponerme en mi sitio, pero aquel día no se lo iba a aguantar. Jammie era tan fuerte, tan decidida y estaba tan segura de lo que había que hacer en todo momento…

—Y la quiere. Tú mismo has dicho que tu padre ama a Eva.

—Sí, supongo que lo habré dicho. Creo que la quiere, sí. Pero tampoco lo va proclamando a los cuatro vientos.

—Bueno, pues, Dulzura, habrá que dejar que el amor siga su curso, ¿no? ¿O es que no crees en el amor?

—Sí, de acuerdo, de acuerdo, teóricamente, sí. ¡Por el amor de Dios, Jammie!

Antes de que me diera cuenta, estábamos pasando por delante de unos lavabos públicos que había junto al parque y ya tiraba de mí. Al inhalar el cóctel de orina, mierda y desinfectante —que yo asociaba con el amor— cuando me arrastraba hacia allí tuve que pararme a pensar. No es que creyera en la monogamia ni en nada parecido, pero Charlie ocupaba todos mis pensamientos y no podía pensar en nadie más, ni siquiera en Jammie.

Sabía que era poco común que me apeteciera acostarme tanto con chicos como con chicas. Me gustaban los cuerpos fuertes y la nuca de los hombres. Me gustaba que los hombres me cogieran, que me agarraran y tiraran de mí con sus puños, y también me gustaba sentir algunos objetos —mangos de cepillos, bolígrafos, dedos— hundírseme en el culo. Pero también me gustaban los coños y las tetas, la delicadeza de las mujeres, la suavidad de sus largas piernas y el modo como vestían. Tener que elegir entre una cosa y la otra me habría partido el corazón, como tener que decidir entre los Beatles y los Rolling Stones. No me gustaba darle demasiadas vueltas al asunto, por si luego resultaba que era un pervertido que necesitaba tratamiento de hormonas o electro-choques. De todos modos, cuando pensaba en ello me consideraba afortunado, porque siempre podía ir a una fiesta y regresar a casa con alguien, fuera de un sexo o del otro; aunque no iba a muchas, en realidad no iba a ninguna, pero en caso de ir sabía que podría elegir entre los unos y los otros. Pero en aquel momento todo mi amor era para mi Charlie y, lo que era más importante, estaban mamá, papá y Eva. ¿Cómo iba a pensar en otra cosa?

Pero tuve la brillante idea de preguntar:

—¿Y cuáles son tus noticias, Jammie? Cuéntame.

Jammie se paró en seco. Surtió un efecto inmediato.

—Demos otra vuelta a la manzana —propuso—. La cosa es muy seria, Dulzura Jeans. No sé lo que me está pasando; así que nada de bromas, ¿de acuerdo?

Y empezó desde el principio.

Bajo el influjo de Angela Davis, Jamila había empezado a hacer deporte todos los días, practicaba karate y judo y se levantaba temprano para correr, hacer calentamiento y flexiones. Jamila corría como una gacela, y hasta habría podido hacerlo sobre nieve sin dejar huellas. Se estaba preparando para la guerra de guerrillas que sabía iba a ser necesaria cuando los blancos se volvieran contra los negros y los asiáticos y trataran de meternos en cámaras de gas o nos obligaran a subir a bordo de botes que hicieran aguas.

La idea no era tan absurda como parecía. El área en la que vivía Jamila estaba más cerca de Londres que nuestro barrio y era mucho más pobre. Estaba atestada de grupos neofascistas, matones que tenían sus propios pubs, clubes y tiendas. Todos los sábados se los podía ver en High Street, vendiendo sus periódicos y panfletos. También operaban a la entrada de escuelas, universidades y estadios de fútbol, como el Millwall y el Crystal Palace. Por la noche, merodeaban por las calles, apaleaban a los asiáticos y les llenaban los buzones de mierda o de jirones de tela a los que prendían fuego. A menudo, esos mismos rostros pálidos, mezquinos y cargados de odio celebraban mítines públicos y marchaban por las calles, con sus Union Jack ondeando, protegidos por la policía. No había el menor indicio que hiciera pensar que esa gente iba a marcharse, el menor indicio de que su poder fuera a disminuir, sino más bien todo lo contrario. En las vidas de Anwar, Jeeta y Jamila estaba siempre presente el temor a la violencia. Estoy seguro de que pensaban en ello todos los días. Antes de acostarse, Jeeta colocaba varios cubos llenos de agua junto a la cama, por si lanzaban bombas incendiarias contra la tienda. La posibilidad de que un grupo de blancos matara a uno de nosotros algún día inspiraba muchas de las actitudes que adoptaba Jamila.

Jamila intentó reclutarme para los entrenamientos de su cuadro militar, pero yo no conseguía levantarme temprano por las mañanas.

—¿Por qué tenemos que empezar con el entrenamiento a las ocho? —me quejaba.

—Cuba no se ganó levantándose tarde, ¿no? Fidel y el Che no se levantaban a las dos de la tarde. ¡Si ni siquiera tenían tiempo de afeitarse!

A Anwar no le gustaban esas sesiones de entrenamiento de Jamila. Estaba convencido de que aprovechaba las clases de karate y esas largas carreras por la ciudad para citarse con chicos. A veces, corriendo por Deptford, escondido en un portal con el cuello echado hacia arriba y su peluda nariz, apenas visible, sorprendía a Cara de Niño que la vigilaba y que se marchaba enfadado cuando ella le mandaba un beso.

Poco después de que la nariz peluda de papi recibiera uno de esos besos que no llegan a su destino, Anwar mandó instalar un teléfono en su casa y empezó a tomar por costumbre encerrarse en el salón con el aparato durante horas y horas. Durante el resto del día no se podía usar el teléfono y Jamila tenía que recurrir a las cabinas. Anwar acababa de decidir en secreto que había llegado la hora de que Jamila se casara.

A través de estas llamadas telefónicas, el hermano de Anwar de Bombay había emparejado a Jamila con un chico que estaba impaciente por venirse y vivir en Londres en calidad de marido de Jamila. Sólo que el chico no era tal chico: tenía treinta años. Como dote, el joven madurito había pedido un buen abrigo para el invierno de Moss Bros., un televisor en color y, lo más misterioso de todo, las obras completas de Conan Doyle. Aunque Anwar aceptó, fue a consultar con papá, que consideró la petición de Conan Doyle de lo más peculiar.

—¿Qué indio normal pediría una cosa así? ¡Hay que investigar a ese chico más a fondo… inmediatamente!

Pero Anwar hizo caso omiso de la sugerencia de papá. Ya antes habían tenido algún que otro roce por la cuestión de los hijos. Papá se sentía muy orgulloso de tener dos varones, porque estaba convencido de que significaba que la suya era una «buena semilla»; mientras que Anwar, con una hija única, sólo podía tener una «semilla debilucha». A papá le encantaba recordárselo.

—Lo que es seguro,
yaar
, es que en potencia tienes más que una chica, pero tu producción de semillas no te ha dado más que una.

—¡Vaya una mierda! —replicaba Anwar, azorado—. ¡Eso es por culpa de mi mujer, qué coño! ¡Tiene el útero reseco como una pasa!

Anwar comunicó a Jamila su decisión: Jamila se casaría con el indio; él llegaría, cogería esposa y abrigo y viviría feliz por siempre jamás entre los brazos musculosos de ella.

Anwar alquilaría un piso en los alrededores para los recién casados.

—Lo suficientemente grande para un par de criaturas —dijo a una Jamila estupefacta. Luego le cogió la mano y añadió—: Pronto serás muy feliz.

—Los dos nos alegramos por ti —dijo su madre.

Para alguien con el carácter de Jamila y las creencias de Angela Davis, no es de extrañar que la interesada no se alegrara demasiado.

—¿Y tú qué le has dicho? —le pregunté, mientras paseábamos.

—Me habría marchado sin perder un minuto, Dulzura, y hasta habría puesto el caso en manos de las autoridades. Cualquier cosa. Me habría ido a vivir con amigos, me habría escapado, pero está mi madre. El la tomaría con Jeeta. Le pega.

BOOK: El buda de los suburbios
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