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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (9 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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Estuviera o no la cigarra colgada de una rama, lo cierto es que el ambiente era tenso. Con todo, en apariencia las aguas se mantuvieron tranquilas hasta que, un domingo por la mañana, dos meses después de mi visita a Gin y Tonic, fui a abrir la puerta y me encontré con tío Ted. Lo miré sin sonreír ni darle la bienvenida y él me devolvió la mirada, un poco incómodo, hasta que consiguió articular:

—Ah, eres tú, hijito, sólo pasaba por aquí para echar una ojeada al jardín y ver si el rosal había florecido. —El jardín está estupendo. Ted traspasó el umbral cantando:

—Volarán los pájaros azules sobre los acantilados de Dover. —Luego preguntó—: ¿Cómo está tu padre?

—Conque quieres que sigamos con nuestra pequeña charla, ¿eh?

—Guárdatela para ti, tal como habíamos acordado —me dijo al entrar y pasar de largo.

—Ya sería hora de que fuéramos a ver otro partido, ¿no te parece, tío Ted? Pero en tren, ¿vale?

Ted se dirigió a la cocina, donde mamá estaba metiendo el asado del domingo en el horno, la llevó al jardín y vi que le preguntaba cómo se encontraba. En otras palabras: ¿cómo andaba lo de papá, Eva y todo el asunto de los budas? ¿Qué iba a saber mamá? Todo andaba bien y todo andaba mal. No había por qué sospechar, pero eso no significaba que no hubiera delito.

Después de hablar con mamá con aquellos modales de hombre de negocios, Ted irrumpió en el dormitorio donde estaba papá. Entrometido como siempre, lo seguí, y eso que trató de cerrarme la puerta en las narices.

Papá estaba sentado encima de la colcha blanca de su cama y sacaba lustre a los zapatos con una de mis camisetas medio descoloridas. Todos los domingos por la mañana papá se dedicaba cuidadosa y pacientemente a sacar brillo a todos sus zapatos, unos diez pares. Luego cepillaba los trajes, elegía las camisas que iba a llevar toda la semana —un día rosa, azul el siguiente, al otro lila y así hasta terminar—, seleccionaba los gemelos y ordenaba las corbatas, de las que tenía por lo menos un centenar. Ahí sentado y abstraído se sorprendió al ver que la puerta se abría de golpe. Al lado de aquel Ted, enorme y sin resuello, con botas negras y un jersey grandote de cuello cisne de color verde, que llenaba la habitación como un hipopótamo en un ascensor, papá parecía pequeño y aniñado, con su intimidad y su inocencia violadas. Se miraron el uno al otro: Ted con insolencia y torpeza, papá sentado allí con su camiseta blanca, sus pantalones de pijama, su cuello de toro que se fundía con su tórax impresionante y su nada impresionante barriga. Pero, a pesar de todo, papá no se lo tomó a mal. En realidad, le encantaba que la gente entrara y saliera, tener la casa llena de charla y de actividad, como si estuviera en Bombay.

—Ah, Ted, por favor, ¿podrías echarle un vistazo a eso?

—¿Qué?

El pánico se apoderó de la expresión de Ted. Cada vez que decidía venir a casa se presentaba resuelto a que no le liaran y le hicieran arreglar alguna cosa.

—Échale sólo una ojeadita a ese puñetero aparatejo que no funciona —le pidió papá.

Entonces papá guió a Ted hasta una mesilla de patitas endebles que tenía al otro lado de la cama y sobre la que estaba colocado el tocadiscos, una de esa especie de cajas cubiertas de fieltro barato, con un pequeño altavoz en la parte delantera y un plato de color crema de aspecto frágil con una varilla larga en el centro para poder poner varios discos. Papá señaló el aparato con un ademán y le habló con el mismo tono que estoy seguro empleaba para dirigirse a sus criados.

—Me tiene el corazón destrozado, Ted. Ya no puedo escuchar mis discos de Nat King Cole ni de Pink Floyd. Sácame de este apuro, por favor.

Ted le echó un vistazo. Vi que tenía los dedos gruesos como chorizos, las uñas aplastadas y porquería incrustada en la piel. Traté de imaginar aquella mano sobre el cuerpo de una mujer.

—¿Por qué no lo arregla Karim?

—Es que reserva sus dedos para ser médico y, además, es un inútil rematado.

—Eso es verdad —convino Ted, más animado después de aquel ataque.

—Pero claro, son los inútiles los que heredarán la tierra.

Ted miró a papá con recelo por haber soltado aquel comentario místico que nadie le había pedido. Fui a buscar un destornillador al coche de Ted, que enseguida se sentó en la cama y empezó a destornillar el tocadiscos.

—Jean me ha pedido que viniera a verte, Harry. —Ted no sabía cómo continuar, pero papá no le echó una mano—. Dice que eres budista.

Dijo «budista» como habría podido decir «homosexual», si hubiera tenido que decir «homosexual» alguna vez, cosa que no había hecho.

—¿Qué es un budista?

—¿Y qué eran todas esas tonterías con los pies descalzos el otro día en Chislehurst? —contraatacó Ted.

—¿Acaso te molestó escucharme?

—¿A mí? No, yo escucho a cualquiera. Pero a Jean se le revolvió el estómago.

—¿Por qué?

Papá estaba liando a Ted.

—El budismo no es precisamente a lo que está acostumbrada. ¡Se tiene que terminar! ¡Todo eso que te traes entre manos se tiene que acabar enseguida!

Papá se sumió en uno de sus astutos silencios y se quedó ahí sentado, con los pulgares juntos y la cabeza ligeramente gacha, como el niño que acaba de recibir una reprimenda, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que tiene razón.

—Así que déjalo, si no ¿qué le voy a decir a Jean?

Ted se estaba empezando a enfadar. Papá seguía allí sentado.

—Dile: Harry es un don nadie.

Aquello acabó con la paciencia de Ted, que a falta de otra cosa necesitaba pelea, aunque tenía las manos ocupadas con las piezas del tocadiscos.

Pero entonces papá, con un giro rápido, cambió de tema. Como el futbolista que consigue traspasar la línea de defensa enemiga con un pase largo y bajo, empezó a preguntar a Ted cómo le iba el trabajo, el trabajo y el negocio. Ted suspiró, pero se le animó la cara: se sentía más cómodo en ese tema.

—Trabajo mucho, muchísimo, de la mañana a la noche.

—¿Ah, sí?

—¡Trabajo, trabajo, maldito trabajo!

Papá tenía una expresión indiferente, o eso me pareció.

Pero entonces hizo algo extraordinario. Ni siquiera creo que supiera que estaba a punto de hacerlo. Se levantó, se acercó a Ted, le puso la mano en la nuca, tiró de su cuello hacia sí, hasta que la nariz de Ted reposó contra su pecho. Ted permaneció en esa posición, con el tocadiscos en el regazo, y papá lo miró desde arriba durante cinco minutos por lo menos antes de hablarle. Entonces dijo:

—Hay demasiado trabajo en el mundo.

En cierto modo, papá le acababa de eximir de la obligación de comportarse con normalidad. La voz de Ted era ahogada.

—No puedo parar —se quejó con voz lastimera.

—Sí, sí que puedes parar.

—¿Y cómo voy a vivir?

—¿Y cómo vives ahora? En el desastre. Déjate guiar por tus sentimientos. Sigue el curso de la mínima resistencia. Haz lo que te apetezca, sea lo que sea. Deja que la casa se hunda, si hace falta. Abandónate a la deriva.

—No seas imbécil. Hay que hacer un esfuerzo.

—Bajo ninguna circunstancia hagas un esfuerzo —le advirtió papá con firmeza, agarrando con fuerza la cabeza de Ted—. Si no dejas de esforzarte morirás muy pronto.

—¿Que moriré?

—Claro que sí. Es el esfuerzo lo que te está destrozando. No puedes hacer un esfuerzo para tratar de enamorarte, ¿verdad que no? Y hacer un esfuerzo por hacer el amor conduce a la impotencia. Déjate guiar por tus sentimientos. Todo esfuerzo no es más que ignorancia. Existe una sabiduría innata. Haz sólo lo que te plazca.

—Pero es que si me dejo guiar por mis puñeteros sentimientos se va a ir todo al carajo —se lamentó Ted. Al menos eso creo, era difícil estar seguro, sobre todo con la nariz hundida en el pecho de papá y aquella especie de graznidos en lugar de voz.

Traté de situarme en un punto de observación más ventajoso para ver si Ted estaba llorando, pero no quería empezar a saltar de aquí para allá por la habitación y distraerlos.

—No hagas nada entonces —le aconsejó Dios.

—Pero es que la casa se hundirá.

—¿Y qué? Pues que se hunda.

—Y el negocio se irá a la mierda.

—Tampoco está muy boyante que digamos —dijo papá con un resoplido.

Ted alzó la mirada hacia él.

—¿Cómo lo sabes?

—Deja que se vaya a la mierda. Móntate otra cosa para dentro de un par de años.

—Jean me dejará.

—Oh, pero si ya te ha dejado.

—¡Oh, Dios, Dios, Dios, eres la persona más estúpida que he conocido jamás, Harry!

—Sí, creo que soy bastante estúpido. Y tú estás sufriendo un infierno. Y, encima, te da vergüenza. ¿Es que a la gente ni siquiera le está permitido sufrir? Sufre, Ted.

Ted estaba sufriendo. Sollozó a placer.

—Y ahora —prosiguió papá, poniendo en orden sus prioridades—, ¿qué coño le pasa a este tocadiscos?

Ted salió del dormitorio de papá y se encontró con mamá que venía del vestíbulo con una fuente llena de pudin de Yorkshire.

—¿Qué le has hecho al tío Ted? —preguntó ella, visiblemente afectada.

Mamá se quedó allí de pie, mientras las piernas interminables de Ted iban cediendo hasta dejarlo caer al pie de la escalera como una jirafa moribunda, con el plato del tocadiscos en la mano y la cabeza contra la pared, untando el papel pintado con brillantina, lo único capaz de hacer enfurecer a mamá.

—Lo he liberado —se felicitó papá, frotándose las manos.

¡Qué fin de semana aquél!, el desconcierto y la angustia entre papá y mamá eran prácticamente palpables… De haber sido algo tangible, su antagonismo habría llenado la casa de lodo. Era como si el comentario o el incidente más insignificante bastara para que se mataran mutuamente, no por odio, sino por desesperación. Yo me encerraba en mi habitación siempre que podía, pero me era imposible dejar de pensar que estaban a punto de apuñalarse el uno al otro y me aterraba no ser capaz de separarlos a tiempo.

El sábado siguiente, cuando volvimos a estar todos juntos con horas y horas de confraternización por delante, me alejé pedaleando de los suburbios y dejé aquella pequeña casa tempestuosa a mis espaldas. Tenía otro sitio adonde ir.

Cuando llegué a la tienda del tío Anwar, Almacenes Paraíso, vi a su hija Jamila rellenando las estanterías. Su madre, la princesa Jeeta, estaba en la caja. Almacenes Paraíso era una tienda polvorienta, de techo alto y con molduras desconchadas. En el centro de la tienda se alzaba un bloque muy alto de estanterías de lo más incómodo que entorpecía el paso a los clientes, quienes tropezaban con latas y cajas de cartón aquí y allá. Los productos parecían colocados sin orden ni concierto. La caja registradora estaba en un rincón, junto a la puerta, y, como Jeeta siempre pasaba frío, tenía que llevar mitones todo el año. La silla de Anwar estaba colocada al otro extremo, en una especie de nicho, desde el que acechaba con cara inexpresiva. Fuera tenían cajas de verduras. Almacenes Paraíso abría a las ocho de la mañana y no cerraba hasta las diez de la noche. Ya ni siquiera cerraban los domingos, aunque siempre se tomaban una semana de vacaciones por Navidad. Todos los años, después de Año Nuevo, me aterrorizaba volver a oír a Anwar decir: «Sólo nos quedan trescientos cincuenta y siete días para poder volver a descansar.»

No sabía cuánto dinero tenían. Pero si tenían algo debían de haberlo enterrado, porque nunca se compraban ninguna de esas cosas por las que la gente de Chislehurst se habría dejado cortar las piernas: cortinas de terciopelo, estéreos, Martinis, cortadoras de césped eléctricas, puertas dobles de cristal. La idea de divertirse no les decía nada. Se comportaban como si tuvieran un número infinito de vidas: esta vida no tenía la menor importancia, no era más que la primera de los centenares de que iban a disfrutar a lo largo de su existencia. Tampoco sabían nada del mundo que les rodeaba. A veces le preguntaba a Jeeta quién era el ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña o el nombre del ministro de Hacienda, pero nunca lo sabía, y no se avergonzaba de su ignorancia.

Mientras aparcaba la bicicleta junto a una farola y cerraba el candado, miré a través del escaparate, pero no vi a Anwar. Quizá había salido a hacer unas apuestas. Su ausencia me extrañó, porque generalmente a esa hora, sin afeitar, fumando y con un traje raído que papá le había regalado en 1954, solía estar pegado a la espalda de posibles ladronzuelos de tienda, a los que siempre se refería como los eletés. «Hoy he visto a un buen par de eletés. Delante de mis narices, Karim. Les he dado de puntapiés en el culo…», me decía.

Al ver a Jamila, pegué la nariz contra el cristal y empecé a soltar ruidos de la jungla. Yo era Mowgli y estaba amenazando a Shere Khan. Pero Jamila no me oyó. Jamila me tenía maravillado: era bajita y delgada, con grandes ojos castaños, naricita pequeña y unas gafitas de montura metálica. Volvía a tener el pelo oscuro y largo y, gracias a Dios, ya no le quedaba ni rastro de aquel afro «natural» que tanto había conmocionado a la gente de Penge un par de años atrás. Era enérgica y entusiasta. Siempre parecía tener el cuerpo echado hacia adelante, discutiendo, convenciendo. Además tenía un bigote oscuro que durante largo tiempo fue mucho más impresionante que el mío. Si a algo se parecía era a mi ceja —tenía sólo una que, como solía decir Jamila, se extendía por encima de mis ojos, gruesa y negra, como la cola de una ardilla pequeña—. Me contó que, para los romanos, el hecho de ser cejijunto era un signo de nobleza, mientras que para los griegos era un signo de perfidia. «¿Acabarás siendo un romano o un griego?», le gustaba bromear.

Había crecido con Jamila y nunca dejamos de jugar juntos. Jamila y sus padres constituían una especie de segunda familia para mí. Me reconfortaba el hecho de tener algún lugar adonde ir, emocionalmente menos intenso pero más cálido, cada vez que el ambiente que reinaba en mi familia hacía que me planteara el marcharme.

La princesa Jeeta me preparaba docenas de
kebabs
calientes que me encantaban y que yo cubría con
chutney
de mango para luego envolverlos con
chapati
. Por eso me llamaba Comefuego. Además, la casa de Jeeta era mi lugar favorito para bañarme. A pesar de que el cuarto de baño que tenía daba pena, con el yeso que se desconchaba de las paredes, el techo a punto de desplomarse y un calentador Ascot más peligroso que una mina de metralla; Jeeta solía sentarse junto a la bañera para darme masajes en la cabeza con aceite de oliva y con sus dedos elegantes me estrujaba el cráneo milímetro a milímetro hasta que sentía que se me derretía el cuerpo. A cambio, Jamila y yo teníamos que caminar por encima de su espalda: Jeeta se tumbaba junto a la cama y Jammie y yo caminábamos por encima de su cuerpo arriba y abajo, apoyándonos el uno en el otro y atendiendo a sus órdenes: «¡Hundidme los dedos de los pies en el cuello, está tieso, tieso, tieso como un palo! ¡Sí, ahí, ahí! ¡Un poco más abajo! ¡Eso es, en ese bulto, en la roca, sí, arriba, abajo, en el medio!»

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