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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (4 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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—¿Qué coño estabais haciendo?

—¡Cállate! —repuse, tan bajito como pude.

—Te he visto, Karim. ¡Dios santo, eres un asqueroso de mierda! ¡Un maricón! Mi propio hijo…, ¿cómo has podido?

Le había decepcionado. Se paseaba arriba y abajo atormentado, como si acabara de enterarse de que nuestra casa había ardido hasta los cimientos. Yo no sabía qué hacer, así que imité el tono de voz que había usado para dirigirse a los publicistas y a Eva.

—Relájate, papá. Relaja tu cuerpo, desde los dedos de las manos hasta la punta de los dedos de los pies y deja que tu mente viaje hasta un jardín tranquilo donde…

—¡A ti te voy a mandar yo de viaje a un puñetero médico que te examine los huevos!

Tenía que conseguir que dejara de gritar como fuese, antes de que mamá se despertara y aparecieran los vecinos.

—Pero si te he visto, papá… —le dije en un susurro.

—Tú no has visto nada —repuso, con desdén. Sabía ser arrogante cuando quería. Debía de venirle de su educación de clase alta. Pero yo lo tenía bien agarrado.

—Por lo menos mamá tiene dos tetas.

Papá entró en el lavabo y se puso a devolver sin cerrar la puerta. Yo le seguí y le estuve acariciando la espalda mientras vomitaba hasta la bilis.

—Nunca más hablaré de esta noche —dije—. Y tú tampoco.

—¿Por qué lo has traído a casa en este estado? —preguntó mamá.

Estaba de pie, detrás de nosotros, con aquella larguísima bata que casi se arrastraba por el suelo y le daba un aspecto cuadrado. Tenía un aire cansado. Aquello me devolvió al mundo real y tuve ganas de gritarle: «¡Saca de aquí este mundo!»

—¿No podías vigilarle? —me recriminó. No dejaba de tirarme del brazo—. Me he pasado horas y horas esperando junto a la ventana. ¿Por qué no habéis telefoneado?

Finalmente, papá se puso de pie y salió abriéndose paso a empujones, tieso como un palo.

—Prepárame una cama en el salón —me dijo mamá—. No puedo dormir al lado de un hombre que apesta a vómito y que piensa pasarse la noche devolviendo.

Cuando le hube hecho la cama y se hubo acostado —y eso que era demasiado estrecha y corta y muy incómoda para ella— le dije una cosa.

—Nunca me casaré, ¿de acuerdo?

—No te lo reprocho —repuso, se dio la vuelta y cerró los ojos.

No creo que pudiera pegar ojo en aquél sofá, y lo sentí por ella. Sin embargo, que se castigara de aquella manera me crispaba los nervios. ¿Por qué no podía ser más fuerte? ¿Por qué no se defendía? Yo sería fuerte, estaba decidido. Aquella noche no me acosté y me quedé despierto escuchando Radio Caroline. Me acababa de asomar a un mundo cargado de emociones y de posibilidades y quería retenerlo en la memoria para que creciera hasta convertirse en un modelo para el futuro.

Después de aquella noche, papá estuvo enfurruñado y sin hablar una semana entera, aunque de vez en cuando usaba el dedo para señalar, por ejemplo, la sal y la pimienta. En ocasiones, su manera de gesticular degeneraba en una especie de complicadísimo lenguaje mímico a lo Marcel Marceau. De habernos estado espiando por la ventana habitantes de otros planetas, se habrían creído que estábamos jugando a las adivinanzas al ver a mi hermanito, a mamá y a mí apiñados alrededor de mi padre, gritándonos pistas los unos a los otros mientras papá intentaba hacernos comprender, sin la ayuda de una palabra amiga, que las hojas atascaban el canalón del tejado, que las paredes de la casa estaban llenas de humedad y quería que Allie y yo nos encaramáramos a una escalera y que mamá la sujetara mientras lo arreglábamos. A la hora de la cena, nos sentábamos a la mesa y comíamos en silencio hamburguesas de buey demasiado hechas, patatas fritas y palitos de pescado. Un buen día, mamá prorrumpió en llanto y golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Mi vida es horrible, horrible! —lloriqueó—. ¿Es que nadie se da cuenta?

Por un momento la miramos sorprendidos, pero enseguida volvimos a concentrarnos en la comida. Mamá lavó los platos, como de costumbre, y nadie la ayudó. Después del té, todos nos dispersamos en cuanto pudimos. Mi hermano Amar, que era cuatro años menor que yo, se hacía llamar Allie para evitar problemas raciales. Allie se acostaba siempre muy temprano y solía llevarse a la cama revistas de moda como
Vogue
,
Harper's and Queen
o cualquier otra publicación europea que cayera en sus manos. En la cama llevaba unos minúsculos pantaloncitos de pijama de seda roja, un batín que había conseguido en algún bazar benéfico y su redecilla para el pelo. «¿Qué tiene de malo tener buen aspecto?», decía cuando subía a su habitación. Por las tardes, yo solía ir a sentarme a un cobertizo del parque que apestaba a orines y fumaba en compañía de otros chicos que también se habían escapado de casa.

Papá tenía las ideas muy claras en lo tocante a la división de las tareas entre hombres y mujeres. Mis padres trabajaban los dos. Mamá se había buscado un empleo en una zapatería de High Street para financiar la carrera de Allie, que había decidido convertirse en bailarín de danza clásica y tenía que ir a una escuela privada muy cara. Con todo, mamá se encargaba de las tareas de la casa y de cocinar. Durante el rato que tenía libre para comer, hacía la compra y preparaba la cena todos los días. Después de cenar, miraba la televisión hasta las diez y media. La televisión era el único campo en el que gozaba de una autoridad absoluta. Había una norma tácita en casa según la cual se miraba lo que ella quería y, si alguno de nosotros deseaba ver algo distinto, pues había que aguantarse. Haciendo acopio de las pocas energías que le quedaban al final del día, se abandonaba a tal pataleta de rabia, autocompasión y frustración que nadie se atrevía a llevarle la contraria. Prefería morir a perderse
Steptoe and Son
,
Candid Camera
o
El fugitivo
.

Cuando sólo había reposiciones o programas de debate político, se ponía a dibujar. Su mano parecía volar sobre el papel, había ido a una escuela de arte. Llevaba años y años dibujándonos a todos, nuestras cabezas, tres por página. Tres hombres egoístas, así nos llamaba. Decía que nunca le habían gustado los hombres porque eran torturadores. Según ella, no eran mujeres las que habían abierto la espita del gas en Auschwitz, ni tampoco habían bombardeado Vietnam. Durante el período silencioso de papá dibujó muchísimo y solía guardar el cuaderno al lado de su silla, junto con su labor de punto, el diario que escribió durante la guerra, cuando era niña («Esta noche ataque aéreo»), y sus novelas de Catherine Cookson. A menudo trataba de convencerla de que leyera buenos libros, como
Suave es la noche
o
Los vagabundos del Dharma
, pero siempre se quejaba de que la letra era demasiado pequeña.

Una tarde, cuando ya llevábamos unos días sumidos en el «Gran Enfurruñamiento», me preparé un emparedado de crema de cacahuetes, puse el «Live at Leeds» de los Who a todo volumen —para poder saborear mejor los potentes acordes de Townshend en «Summertime Blues»— y abrí el cuaderno de dibujo de mamá. Sabía que iba a encontrar algo, así que fui pasando las hojas hasta que tropecé con un dibujo de papá desnudo.

De pie junto a él, ligeramente más alta, estaba Eva, también desnuda y con un solo pecho. Se cogían de la mano como chiquillos asustados y miraban al frente sin envanecimiento ni adornos, como si dijeran: «Esto es todo lo que somos, éstos son nuestros cuerpos.» Parecían John Lennon y Yoko Ono. ¿Cómo podía mamá ser tan objetiva? ¿Cómo podía saber que habían follado?

No había secreto que se me resistiera mucho tiempo. No limité el campo de mis investigaciones a mamá. Así fue como descubrí que papá, a pesar de tener las cuerdas vocales reposadas, ejercitaba mucho los ojos: eché una ojeada a su maletín y encontré libros de Li Po, Lao Tzu y Christmas Humphreys.

Sabía que lo más interesante que podía ocurrir en aquella casa era que alguien llamara por teléfono y, al preguntar por papá, pusiera a prueba su silencio. Así que cuando una noche sonó ya tarde, a las diez y media, me aseguré de llegar el primero y, al oír la voz de Eva, me di cuenta de que yo también tenía un montón de ganas de tener noticias suyas.

—Hola, mi chiquitín dulce y travieso —dijo—, ¿dónde se ha metido tu padre? ¿Por qué no me habéis llamado? ¿Qué estás leyendo?

—¿Qué me recomiendas, Eva?

—Será mejor que vengas a verme y así te llenaré la cabeza de ideas licenciosas.

—¿Cuándo te va bien que vaya?

—No preguntes: te presentas y listo.

Fui a buscar a papá, y precisamente lo encontré en pijama, pegado a la puerta del dormitorio. Agarró el auricular con ímpetu. No me podía creer que fuera a hablar en su propia casa.

—Hola —dijo con voz áspera, como si hubiera perdido la costumbre de usar la voz—. Eva, cielo, me alegro de hablar contigo, pero es que me he quedado sin voz. Una irritación de laringe, supongo. ¿Quieres que te llame desde el despacho?

Me fui a mi habitación, puse la gran radio marrón en marcha y, mientras esperaba que se calentara, empecé a pensar en todo aquel asunto.

Aquella noche, mamá volvió a dibujar.

Otra de las cosas que ocurrieron, lo que hizo que me diera cuenta de que «Dios» —como había empezado a llamar a papá— estaba tramando algo, fue un sonido muy extraño procedente de su habitación que me pareció oír cuando iba a acostarme. Pegué la oreja a la pintura blanca de la puerta. Sí, en efecto, Dios estaba hablando solo, pero no con un tono íntimo, sino más bien despacito, de una manera más solemne que de costumbre, como si se estuviera dirigiendo a una multitud. Hacía silbar las eses y exageraba su acento indio. Llevaba años esforzándose en parecer más inglés, en llamar menos la atención con su acento ridículo y ahora lo estaba recuperando todo de nuevo a marchas forzadas. ¿Por qué?

Un sábado por la mañana, unas semanas más tarde, me llamó a su habitación y me dijo muy misterioso:

—¿Estás libre esta noche?

—¿Esta noche?, ¿para qué?

—Voy a hablar en público —confesó, incapaz de disimular lo orgulloso que se sentía.

—¿En serio? ¿Otra vez?

—Sí, me lo han pedido. A propuesta del público.

—Eso es fantástico. ¿Y dónde va a ser?

—El lugar es secreto —repuso, dándose unas palmaditas en el estómago con alegría. Eso era lo que más le apetecía: aparecer en público—. Todo Orpington me espera con impaciencia. Voy a ser más famoso que Bob Hope. Pero no se lo comentes a tu madre, no entiende mis apariciones en absoluto…, en realidad, tampoco entiende mis desapariciones. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, papá.

—Muy bien, muy bien. Prepárate.

—Que prepare ¿el qué?

Entonces me acarició la cara con ternura con el dorso de la mano.

—Estás emocionado, ¿a que sí? —Yo no dije nada—. Te gusta eso de ir de un sitio a otro.

—Sí —admití con timidez.

—Y a mí me gusta que vengas conmigo. Te quiero mucho. Estamos creciendo juntos, sí señor.

Tenía razón, estaba ansioso por su segunda aparición en público. Me encantaba la actividad, pero antes tenía algo importante que averiguar: quería saber si papá era un mero charlatán o si realmente había algo de verdad en lo que hacía. Al fin y al cabo, tenía a Eva impresionada y, además, había conseguido lo más difícil: había dejado a Charlie maravillado. Con ellos su magia había surtido efecto, y por eso le había concedido el apodo de «Dios», pero con reservas. Todavía no tenía pleno derecho a ese nombre. Lo que quería averiguar era si, ahora que empezaba a abrirse camino, papá tenía realmente algo que ofrecer a la gente o si, por el contrario, iba a resultar un excéntrico más.

2

Papá y Anwar habían sido vecinos en Bombay y eran amigos íntimos desde los cinco años. El padre de papá, el médico, se había construido una preciosa casita de madera de techo bajo en la playa para él, su esposa y sus doce hijos. Papá y Anwar solían dormir en el porche y, al alba, echaban a correr hacia el mar y nadaban juntos. Iban a la escuela montados en un
rickshaw
tirado por un caballo. Los fines de semana jugaban al criquet y, después de la escuela, había partidos de tenis en la pista privada de la familia. Los criados hacían de recogepelotas. Muy a menudo, los partidos de criquet eran contra británicos y había que dejarles ganar. Además, había disturbios y manifestaciones constantemente y luchas entre hindúes y musulmanes. A veces uno hasta podía encontrarse a sus amigos y vecinos hindúes soltando retahílas de insultos a la puerta de su casa.

Sin embargo, también había fiestas a las que ir, porque Bombay era el centro de la industria cinematográfica y uno de los hermanos mayores de papá editaba una revista de cine. A papá y a Anwar les encantaba pavonearse y hablar de todas las actrices que conocían y a las que habían besado. Una vez, cuando tenía siete u ocho años, papá me dijo que de mayor yo debería ser actor: vivían bien, me dijo, y ganaban mucho en relación con el poco trabajo que tenían que hacer. Sin embargo, en el fondo lo que quería era que fuera médico, así que nunca se volvió a hablar del asunto. En la escuela los consejeros de estudios decían que debía entrar en Aduanas… Evidentemente creían que yo tenía un talento natural para meter las narices en maletas ajenas.

Sin embargo, lo que mamá quería era que me alistara en la Marina, basándose, según creo, en mi afición a los pantalones acampanados.

Papá había disfrutado de una infancia idílica y, a menudo, al oírle contar sus aventuras con Anwar, me preguntaba por qué habría condenado a su propio hijo a un asfixiante suburbio de Londres del que se decía que, cuando alguno de sus habitantes se ahogaba, no veía pasar ante sus ojos su vida entera, sino los dobles cristales de sus ventanas.

Fue más tarde, al llegar a Inglaterra, cuando papá se dio cuenta de lo complicada que podía llegar a ser la vida práctica. Nunca en su vida había cocinado, nunca había lavado un plato, nunca había sacado lustre a un par de zapatos ni había hecho una cama. Para eso estaban los criados. Papá nos dijo que, cuando trataba de recordar la casa de Bombay, nunca conseguía ver la cocina: jamás había puesto los pies en ella. Aun así, recordaba que habían despachado a su criado favorito por mal comportamiento en la cocina: un buen día preparaba tostadas tumbado en el suelo y sujetando la rebanada de pan entre los dedos de los pies encima de la llama, y en otra ocasión limpiaba el apio con un cepillo de dientes; su propio cepillo, no el de su señor, aunque eso no le sirvió de excusa. Incidentes como éste han hecho de papá un socialista…, eso si es que alguna vez fue socialista.

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