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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (2 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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Al verme también dio un respingo.

—No nos pongas en evidencia, Karim —me pidió, sin apartar los ojos del televisor—. Pareces Danny La Rue.

—¿Y qué me dices de la tía Jean? —me defendí—. Lleva el pelo azul.

—En las mujeres mayores, el pelo azul es decoroso —me aclaró mamá.

Papá y yo salimos de casa tan aprisa como pudimos. Mientras estábamos esperando el autobús 227, al final de la calle, un profesor mío que era tuerto pasó junto a nosotros y me reconoció.

—¡No lo olvide, un título universitario equivale a dos mil libras esterlinas al año para toda la vida! —dijo el Cíclope.

—No se preocupe —repuso papá—. Irá a la universidad. Naturalmente que va a ir. Será una de las eminencias de Londres. Mi padre era médico y la medicina nos viene de familia.

La casa de los Kay no quedaba muy lejos, a unos seis kilómetros, pero papá nunca habría conseguido llegar sin mí. Yo me conocía todas las calles y la ruta de todos los autobuses.

Papá llevaba en Gran Bretaña desde 1950 —más de veinte años— y se había pasado quince en aquella zona suburbial del sur de Londres. A pesar de todo constantemente andaba por ahí confundiéndose como un indio acabado de desembarcar y hacía preguntas del calibre de: «¿Dover está en Kent?» A mi parecer, como funcionario del Gobierno británico y empleado de la Administración pública, esas cosas había que saberlas, aunque uno fuera un trabajador tan insignificante y mal pagado como él. Me hacía sudar de vergüenza cada vez que paraba a desconocidos por la calle para preguntarles por sitios que estaban a cien metros de distancia en el barrio en el que llevábamos viviendo prácticamente dos décadas.

Pero su ingenuidad despertaba el instinto protector de la gente y las mujeres se sentían atraídas por su inocencia. Parecían desear estrecharlo entre sus brazos o algo así, tan indefenso e infantil parecía a veces. Y no es que este aire desvalido fuera natural en él, aunque siempre procuraba aprovecharlo a conciencia. Cuando yo era niño y me llevaba al Lyon's Cornerhouse a tomar batidos, me mandaba a las mesas donde había mujeres sentadas y me hacía anunciar como una paloma mensajera: «Mi papá le envía un beso.»

Papá me enseñó a coquetear con todo el mundo, chicas y chicos, y acabé por considerar el encanto —y no la cortesía o la franqueza, o incluso la decencia— la principal virtud mundana. Hasta llegó a gustarme la gente retorcida o inmoral sólo porque me parecía interesante. Sin embargo, estaba seguro de que papá no había aprovechado su dulce carisma personal para acostarse con nadie que no fuera mamá, por lo menos de casado.

Con todo, empezaba a sospechar que la señora Eva Kay —que había conocido a papá hacía un año en una clase de «escribir por placer» en un aula del King's Head de Bromley High Road— sí quería estrecharle entre sus brazos. La lascivia era una de las razones por las que me encantaba ir a su casa y la vergüenza era una de las razones por las que mamá se había negado. Eva Kay era atrevida, desvergonzada, indecente.

De camino a casa de Eva, convencí a papá de que pasáramos por el Three Tuns de Beckenham. Bajé del autobús y papá no tuvo más remedio que seguirme. El pub estaba abarrotado de chicos vestidos como yo que iban a mi escuela y a otras escuelas del barrio. La mayoría de ellos, de aspecto anodino durante el día, en aquel momento lucían cascadas de terciopelo y satén de colores vivos, y los había incluso engalanados con telas de colchas y cortinas. Aquellos modernos hablaban de Syd Barrett en su lenguaje iniciático. Tener un hermano mayor que viviera en Londres y trabajara en el campo de la moda, la música o la publicidad era una auténtica ventaja en la escuela. Yo, en cambio, no tenía más remedio que estudiarme el
Melody Maker
y el
New Musical Express
para estar al día.

Cogí a papá de la mano y lo llevé hasta la habitación del fondo. Kevin Ayers, que había estado con Soft Machine, estaba sentado en un taburete y susurraba en un micrófono. Había con él un par de chicas francesas que no hacían más que caerse por el escenario. Papá y yo nos tomamos una jarra de cerveza cada uno. Como no estaba acostumbrado al alcohol, enseguida me emborraché. Papá, en cambio, se puso melancólico.

—Tu madre me tiene preocupado —me dijo—. No quiere participar en nada. Siempre soy yo el que tiene que hacer el esfuerzo para que esta familia se mantenga unida. No me extraña que necesite relajar la mente con ejercicios de meditación.

—¿Y por qué no os divorciáis? —le sugerí, por ayudarle.

—Porque no te gustaría.

Y, sin embargo, el divorcio era algo que nunca se habrían planteado. La gente que vivía en vecindarios como el nuestro rara vez soñaba con tratar de ser feliz. La rutina y la capacidad de aguante lo eran todo: la seguridad y el hecho de saberse a salvo eran la recompensa por una vida monótona. Apreté los puños bajo la mesa. No me apetecía pensar en eso. Pasarían años antes de que pudiera marcharme a la ciudad, a Londres, donde la vida era un insondable pozo de tentaciones.

—Estoy nerviosísimo por lo de esta noche —dijo papá—. Es la primera vez que hago una cosa así. No tengo ni idea. Va a ser un desastre.

Los Kay tenían una posición más desahogada que la nuestra: vivían en una casa más grande, con un camino que conducía al garaje, y tenían coche. Era una vivienda unifamiliar, junto a una carretera bordeada de árboles que salía a Beckenham High Street, con grandes ventanales, buhardilla, invernadero, tres dormitorios y calefacción central.

Cuando Eva Kay nos abrió la puerta no la reconocí y, por un momento, pensé que nos habíamos equivocado de casa. Sólo llevaba un caftán multicolor hasta los tobillos y el pelo suelto que le salía en todas direcciones. Se había oscurecido los ojos con kohl, lo que le daba el aspecto de un oso panda. Iba descalza y en las uñas de sus pies la laca verde alternaba con la roja.

Cuando hubo cerrado la puerta y nos encontramos protegidos por la oscuridad del vestíbulo, Eva abrazó a papá y le besuqueó toda la cara, labios incluidos. Era la primera vez que veía a alguien besarlo con verdadero interés. Y, ¡sorpresa, sorpresa!, no había rastro del señor Kay. Cuando Eva le dejó y se volvió hacia mí parecía una especie de aspersor humano del que emanaran ráfagas de perfume oriental. Y estaba pensando si Eva era o no la persona más sofisticada que conocía, o la más presumida, cuando me estampó un beso en los labios. Noté un calambre en el estómago. Pero Eva me tenía cogido ya de las manos y, alejándose cuanto podía de mí como si yo fuera una chaqueta que estuviera a punto de probarse, me miraba de arriba abajo.

—Karim Amir, ¡eres tan exótico!, ¡tan original! ¡Todo un acontecimiento ¡Eres tan auténtico! —dijo.

—Gracias, señora Kay. De haberlo sabido con más antelación, me habría arreglado.

—¡Y ya veo que también tienes ese maravilloso y agudo ingenio de tu padre!

De pronto me sentí observado y al alzar los ojos vi a Charlie, su hijo, que estudiaba sexto grado en la misma escuela que yo y era casi un año mayor, sentado en lo alto de la escalera y medio oculto entre los balaustres de la barandilla. Era un chico al que la naturaleza había regalado tal belleza —su nariz era tan recta, sus mejillas tan hundidas, sus labios tan semejantes a un capullo de rosa— que a la gente le daba miedo acercársele siquiera y a menudo estaba solo. Hombres y chicos tenían erecciones por el mero hecho de encontrarse en la misma habitación que él y a algunos les ocurría lo mismo sólo por estar viviendo en el mismo país. Las mujeres suspiraban en su presencia y los profesores se ponían nerviosos. Hacía pocos días, durante uno de aquellos actos de la escuela en los que todos los profesores se sentaban en el estrado como una bandada de cuervos, el director se había explayado a gusto hablando de Vaughan Williams, porque teníamos que escuchar su «Fantasia on Greensleeves». Pues bien, cuando Yid, el profesor de religión, colocaba la aguja encima del disco polvoriento con su acostumbrada mojigatería, Charlie, que estaba en la misma fila que yo, se puso a sacudirse y a menear la cabeza y dijo en un susurro: «Chúpate ésa, dire.» «¿Qué pasa?», nos preguntamos unos a otros, y enseguida lo descubrimos porque, justo cuando el director echaba la cabeza hacia atrás para poder saborear mejor la dulce melodía de Vaughan Williams, los primeros acordes de «Come Together» sonaban ya atronadores por los altavoces. Y mientras Yid se abría paso entre sus colegas y se encaminaba apresurado al tocadiscos, toda la escuela cantaba la letra a voz en grito: «
… groove it up slowly … he got ju-ju eyeballs … he got hair down to his knees …
» Por culpa de eso, a Charlie le azotaron con la vara delante de todo el mundo.

Le vi mover la cabeza apenas medio centímetro a modo de saludo. Cuando nos dirigíamos a casa de Eva le había apartado de mis pensamientos deliberadamente. En realidad, no pensaba encontrarlo allí y por eso había pasado por el Three Tuns, por si había decidido ir a tomar la primera copa.

—Me alegra verte, hombre —dijo, bajando lentamente la escalera.

Abrazó a papá y le llamó por su nombre de pila. ¡Qué seguridad y qué estilo, como de costumbre! Cuando entró con nosotros en el salón, yo temblaba de emoción. En el club de ajedrez no me pasaban esas cosas.

A menudo mamá decía que Eva iba hecha una facha o que era una chismosa insoportable, y hasta yo reconocía que era un poco ridícula, pero también era la única persona que pasaba de la treintena con la que podía hablar. Estaba invariablemente de buen humor y hablaba con vehemencia de cualquier cosa. Por lo menos, no disimulaba sus sentimientos como hacían la mayoría de los pobres mortales que nos rodeaban. Le gustaba el primer álbum de los Rolling Stones y los Third Ear la volvían loca. La había visto bailar a lo Isadora Duncan en nuestro saloncito y luego me había explicado quién era Isadora Duncan y por qué le gustaban tanto los fulares. ¡Si hasta había visto a los Cream en su último concierto! En el recreo, antes de volver a clase, Charlie nos había contado su última extravagancia: les había llevado a la cama, a él y a su novia, unos huevos con tocino para desayunar y les había preguntado si habían disfrutado haciendo el amor.

Cuando venía a buscar a papá en coche los días en que iban al Círculo de Escritores, lo primero que hacía era subir corriendo a mi dormitorio y burlarse de mis fotografías de Marc Bolan.

—¿Qué estás leyendo? ¡Enséñame los libros que te has comprado últimamente! —me exigía. Y en una ocasión, añadió—: ¿Cómo se te ocurre leer a Kerouac, pobrecito inocentón? ¿No sabes aquello tan brillante que Truman Capote dijo de él?

—No.

—Pues dijo: «Eso no es escribir, es mecanografiar.»

—Pero Eva…

Para darle una buena lección, le leí las últimas páginas de
En el camino
.

—¡Buen golpe! —me felicitó, pero, como siempre había de tener la última palabra, añadió en un murmullo—: Lo más cruel que puedes hacerle a Kerouac es releerlo a los treinta y ocho.

Al salir abrió su bolso de las sorpresas, como solía llamarlo.

—Toma, aquí tienes algo que leer. —Era
Candide
—. El sábado que viene te telefonearé para preguntarte.

Sin embargo, lo más emocionante era tener a Eva tumbada en mi cama mientras escuchaba los discos que ponía para ella y oír ese tono de confidencia que solía adoptar para contarme los secretos de su vida amorosa. Su marido le pegaba, me decía. Nunca hacían el amor. Ella quería hacer el amor, porque era la sensación más arrebatadora que tenía a su alcance. Utilizaba la palabra «joder». Quería vivir, me decía. Me asustaba, me turbaba y, en cierto modo, trastornó a toda la familia desde el primer momento en que puso los pies en casa.

¿Qué pretendía hacer ahora con papá?, ¿qué estaría ocurriendo en su salón?

Eva había arrinconado todos los muebles. Los sillones estampados y las mesas con tablero de vidrio estaban arrimados contra las estanterías de pino. Las cortinas estaban corridas. Cuatro hombres de mediana edad y cuatro mujeres de mediana edad, todos blancos, estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas comiendo cacahuetes y bebiendo vino. Sentado un poco apartado de toda esa gente, con la espalda pegada a la pared, había un hombre de edad indeterminada —podría haber tenido cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años— vestido con traje raído de pana negra y un par de voluminosos zapatos negros pasados de moda. Llevaba los bajos de los pantalones metidos dentro de los calcetines. Tenía el pelo rubio y sucio, y de los bolsillos deformados de la chaqueta asomaban libracos baratos ya muy manoseados. No parecía conocer a los demás, o por lo menos no le apetecía hablar con ellos. Sin embargo, viéndolo allí sentado y fumando, se adivinaba en él cierto interés, aunque científico. Estaba muy atento y nervioso.

Se oía una música acompañada de cánticos que me recordaba los funerales.

—¿No te encanta Bach? —me preguntó Charlie en un susurro.

—No es precisamente mi estilo.

—Me parece muy bien. Creo que arriba tengo algo de tu estilo.

—¿Dónde está tu padre?

—Tiene una crisis nerviosa.

—¿Eso quiere decir que no está aquí?

—Está en una especie de centro terapéutico donde dejan que la gente se desahogue a su gusto.

En mi familia una crisis nerviosa era algo tan exótico como Nueva Orleans. No tenía ni la más remota idea de lo que provocaban, pero, aun así, el padre de Charlie me parecía encajar perfectamente en la categoría de personas nerviosas. La única vez que había venido a casa, se había quedado solo en la cocina, llorando y tratando de arreglar la estilográfica de papá, mientras Eva, en el salón, decía que quería comprarse una moto. Recuerdo que el comentario arrancó un bostezo a mamá.

En aquel momento papá estaba sentado en el suelo. La conversación giraba en torno a la música y los libros y se hablaba de Dvorák, Krishnamurti y el eclecticismo. Al observarlos más de cerca recuerdo que pensé que los hombres debían de trabajar en publicidad o en diseño o en profesiones artísticas por el estilo. Sabía que el padre de Charlie se dedicaba a la publicidad, pero al hombre del traje de pana negra no lo tenía clasificado. De todos modos, fuera quien fuese toda aquella gente, había un esnobismo más exacerbado en aquella habitación que en todo el sur de Inglaterra junto.

En casa, papá se habría reído de todo aquello; sin embargo, ahora que se encontraba metido de lleno en ello, tenía todo el aspecto de no haberlo pasado mejor en su vida: dominaba la conversación, hablaba muy alto, interrumpía a todo el mundo y tocaba a todo el que estuviera a su alcance. Hombres y mujeres, salvo Traje de Pana, se habían ido sentando poco a poco en el suelo a su alrededor hasta formar un círculo. ¿Por qué tenía que reservar siempre su malhumor y sus gruñidos para nosotros?

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