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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (3 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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Reparé en que el hombre que estaba sentado a mi lado se volvía hacia su vecino y señalaba a mi padre, que estaba enzarzado en plena perorata sobre la importancia de saber quedarse con la mente en blanco con una mujer que llevaba únicamente una larga camisa de hombre y unas medias negras. La mujer no dejaba de asentir con gesto alentador, y fue entonces cuando aquel hombre dijo a su amigo en un susurro más que audible:

—¿Por qué se habrá traído Eva a este indio morenito? ¿Es que no vamos a agarrar una cogorza?

—¡Nos va a hacer una demostración de arte místico!

—¿Y ha dejado aparcado el camello a la puerta?

—No, ha venido en su alfombra voladora.

—¿De Cyril Lord o de Debenhams?

Entonces le propiné un buen puntapié en los riñones y el hombre alzó la vista hacia mí.

—Subamos a mi cuarto, Karim —me propuso Charlie, para mi alivio.

Pero antes de que tuviéramos tiempo de marcharnos Eva apagó la lámpara de pie y, tras colocar un enorme fular transparente encima de la única lámpara que había dejado encendida, la habitación quedó sumida en un resplandor rosado. Se movía como una bailarina. Uno a uno, se fueron quedando en silencio. Eva sonreía a todo el mundo.

—¿Por qué no nos relajamos? —les sugirió.

Todos asintieron.

—¿Por qué no? —dijo la mujer de la camisa.

—Sí, sí —se animó otro.

Un hombre empezó a batir palmas con las manos fláccidas como guantes vacíos, abrió la boca cuanto pudo y sacó la lengua, con los ojos desorbitados, como una gárgola.

Eva se volvió hacia mi padre y se inclinó a modo de saludo, al estilo japonés.

—Mi buen y muy querido amigo Haroon nos enseñará el Camino, la Senda.

—¡Dios bendito! —dije a Charlie en un susurro, al recordar que papá era incapaz de dar con el camino para ir a Beckenham.

—Mira, míralos bien —musitó Charlie, poniéndose en cuclillas.

Papá se sentó al fondo de la habitación. Todo el mundo lo miraba con interés y expectación, salvo los dos hombres que se hallaban a mi lado, que no dejaban de mirarse el uno al otro como si estuvieran a punto de echarse a reír. Papá arrancó a hablar con voz pausada, con ese tono propio de las confidencias.

Aquel nerviosismo primero parecía habérsele pasado por completo. Sabía que contaba con su atención y que harían lo que les pidiera. Estoy seguro de que era la primera vez que hacía algo parecido, así que iba a tener que improvisar.

—Lo que os va a ocurrir esta noche os va a sentar muy bien. Es muy probable que incluso os cambie un poquito o que os induzca a cambiar para alcanzar todo vuestro potencial como seres humanos. Ahora bien, hay algo que no debéis hacer: resistiros. Resistirse es como empeñarse en conducir un coche con el freno de mano puesto. —Hizo una pausa. Todos los ojos estaban fijos en él—. Primero haremos unos ejercicios en el suelo. Sentaos con las piernas separadas. —Y se sentaron con las piernas separadas—. Levantad los brazos. —Y levantaron los brazos—. Y, ahora, expulsad todo el aire y tratad de tocaros la punta del pie derecho.

Después de unas cuantas posiciones básicas de yoga los tenía a todos tumbados panza arriba. Obedeciendo las órdenes que dictaba con voz melodiosa fueron relajando los dedos, uno a uno, luego las muñecas, los dedos de los pies, la frente y, por increíble que parezca, las orejas. Entretanto, papá no había perdido el tiempo y se había quitado ya los zapatos y los calcetines y —como era de esperar— la camisa y su inmaculada camiseta de malla. Se abría paso con dificultad entre el círculo de durmientes y levantaba un brazo aquí, una pierna allá, para comprobar que no estaban tensos. Eva, que también estaba tumbada con la espalda pegada al suelo, tenía un ojo que se abría por momentos en una mirada traviesa. ¿Habría visto alguna vez un pecho tan oscuro, fuerte y velludo como aquél? Cuando papá pasó por su lado con su caminar ligero, Eva le tocó el pie con la mano. El hombre del traje de pana negro no conseguía relajarse: seguía allí sentado como un manojo de palos tiesos, con las piernas cruzadas, un cigarrillo encendido entre los dedos y la mirada perdida en el techo.

—¡Larguémonos de aquí antes de que nos quedemos hipnotizados como este hatajo de idiotas! —le dije a Charlie en voz baja.

—¿No te parece fascinante?

En el rellano del piso de arriba había una escalera de mano que conducía a la buhardilla de Charlie.

—Quítate el reloj, por favor —me pidió—. El factor tiempo no existe en mis dominios.

Así que dejé el reloj en el suelo y trepé por la escalera de mano hasta la buhardilla, que ocupaba por entero el último piso de la casa. Charlie tenía todo aquel espacio para él solito. Las paredes inclinadas y el bajo techo estaban cubiertos de pinturas de mandalas y de cabezas melenudas. La batería ocupaba el centro de la habitación y vi cuatro guitarras —dos acústicas y dos Stratocaster— alineadas contra la pared. Había grandes cojines esparcidos por todas partes, montones de discos y los cuatro Beatles de la época de «Sergeant Pepper's» reinaban en las paredes como dioses.

—¿Has oído algo bueno últimamente? —me preguntó, mientras encendía una vela.

—Sí.

Después de la tranquilidad y del silencio del salón, mi tono de voz se me antojó absurdamente alto.

—El nuevo disco de los Stones. Hoy lo he puesto en clase de música y casi se vuelven locos. Se han quitado todos la chaqueta y la corbata y se han puesto a bailar. ¡Hasta yo me he puesto de pie encima del pupitre! Parecía un extraño ritual pagano. Tendrías que haberlo visto, tío.

Por la expresión de la cara de Charlie supe inmediatamente que me consideraba un bestia, un inculto, un criajo. Charlie se echó hacia atrás la melena, que le llegaba hasta los hombros, me dirigió una mirada de lástima y luego sonrió.

—Creo que ya es hora de que desatasques bien los oídos con algo bueno de verdad, Karim.

Y entonces puso un disco de Pink Floyd que se llamaba «Ummagumma». Hice un esfuerzo por estar atento mientras Charlie se sentó frente a mí y lió un porro, tras espolvorear una hoja de hierba seca sobre el tabaco.

—¡Menudo padre tienes! Es el mejor. Es un sabio. ¿Y practicáis eso de la meditación todas las mañanas?

Asentí con la cabeza. Al fin y al cabo asentir no puede considerarse exactamente una mentira, ¿no?

—¿Y los cantos también?

—No, todos los días no.

Entonces pensé en cómo eran en realidad las mañanas en casa: papá revolvía la cocina porque no encontraba aceite de oliva para untarse el pelo, mi hermano y yo nos peleábamos por el
Daily Mirror
y mi madre se quejaba porque tenía que ir a trabajar a la zapatería.

Charlie me pasó el porro. Le di una calada y se lo devolví, pero me eché la ceniza por la pechera de la camisa y hasta conseguí quemarla un poquitín. Estaba tan nervioso y tan mareado que me puse de pie enseguida.

—¿Qué te pasa?

—¡Tengo que ir al lavabo!

Bajé la escalera de mano de la buhardilla a todo correr. En el cuarto de baño de los Kay había carteles enmarcados que anunciaban obras de Genet. Había rollos de pergamino y bambú con dibujos de orientales rechonchos copulando. Había también un bidé. Mientras estaba allí sentado, observándolo todo con los pantalones bajados, tuve una revelación extraordinaria. Por primera vez vi mi vida con claridad: el futuro y lo que quería hacer. Viviría siempre igual de intensamente: misticismo, alcohol, sexo a manta, gente interesante y drogas. Era la primera vez que lo veía así y ya no deseaba otra cosa. La puerta hacia el futuro se acababa de abrir: sabía qué camino seguir.

¿Y Charlie? El amor que sentía por él era insólito: no era un amor generoso. Le admiraba más que a nadie, pero no le deseaba nada bueno. Lo que ocurría era que le prefería a mí y quería ser él. Envidiaba su talento, su cara, su estilo. Me habría gustado levantarme por la mañana con todas esas cosas transferidas a mí.

Me quedé de pie en el vestíbulo del primer piso. La casa estaba en silencio y únicamente se oía muy queda «A Saucerful of Secrets» procedente del piso de arriba. Alguien estaba quemando incienso. Bajé por las escaleras hasta la planta baja sin hacer ruido. La puerta del salón estaba abierta, así que eché un vistazo a la habitación, entonces en penumbra. Los publicitarios y sus esposas estaban sentados con las piernas cruzadas, la espalda muy derecha y los ojos cerrados y respirando profunda y rítmicamente. Mientras tanto, Traje de Pana leía y fumaba, sentado en su sillón, dando la espalda a todo el mundo. En el salón no se veía ni rastro de Eva ni de papá. ¿Dónde se habrían metido?

Dejé a aquellos budas hipnotizados y me encaminé hacia la cocina. La puerta de servicio estaba abierta de par en par. Salí a la oscuridad. Era una noche cálida de luna llena.

Me dejé caer al suelo de rodillas, porque sabía que era lo que tenía que hacer. En realidad, desde la exhibición de papá me había vuelto muy intuitivo. Recorrí el patio a gatas. Probablemente debían de haber celebrado alguna barbacoa hacía poco, porque continuamente se me clavaban trozos de carbón afilados como cuchillas de afeitar en las rodillas, pero aun así conseguí llegar al césped sin haber sufrido heridas de gravedad. Me pareció distinguir un banco al fondo y, sin dejar de acercarme, el resplandor de la luna me reveló la silueta de Eva en el banco. Se estaba quitando el caftán por la cabeza. Forzando la vista al máximo hasta podría verle el pecho. Y la forcé, la forcé hasta que me dolieron los ojos y se me quedaron resecos. Por fin descubrí que no me había equivocado. Eva sólo tenía un pecho: donde tradicionalmente suele estar el otro, no había nada, al menos hasta donde yo podía ver.

Prácticamente escondido bajo aquella masa de cabellos y carne estaba papá. Sabía que era papaíto porque bramaba a voz en grito sin el menor respeto por los vecinos: «¡Oh, Dios, Dios mío, Dios mío!» Y entonces me pregunté si a mí también me habrían concebido así, al aire libre de una noche suburbana, con gemidos blasfemos en boca de un musulmán renegado que se hacía pasar por budista.

Con un ademán brusco, Eva le tapó la boca con la mano. Me pareció un gesto un tanto dictatorial y a punto estuve de ir hasta allí a interponerme. Pero, por Dios, ¡cómo brincaba Eva! Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos puestos en las estrellas, se levantaba de la hierba como un futbolista de pelo alborotado. ¿Y el peso tremendo que debía de soportar el culo de papá? Las pobres nalgas llevarían grabados durante días los relieves del banco, como un bistec con las marcas de la parrilla.

Eva le quitó la mano de la boca y él se echó a reír. El alegre jodedor reía y reía. Era el regocijo de alguien a quien no conocía, una risa henchida de satisfacción golosa y de egoísmo. Aquello me devolvió a la realidad.

Me fui un tanto anonadado. Ya en la cocina, me serví un vaso de whisky escocés y lo vacié de un trago. Traje de Pana estaba de pie en un rincón. Abría y cerraba los ojos constantemente, como si tuviera un tic. Me tendió la mano y dijo: «Shadwell.»

Charlie estaba tumbado boca arriba en el suelo de la buhardilla. Le cogí el porro, me quité las botas y me tumbé.

—Ven a echarte junto a mí —me dijo—. Más cerca. Espero —añadió, poniéndome la mano en el brazo— que no tomes esto a mal.

—No, no, dilo, sea lo que sea, Charlie.

—Tendrías que llevar menos cosas.

—¿Llevar menos cosas, Charlie?

—Sí, vestirte menos.

Se incorporó sobre un codo y me miró con fijeza. Tenía la boca muy cerca de la mía y me abandoné bajo aquel rostro radiante.

—Levi's —me sugirió—, con una camisa de cuello desabrochado… rosa o violeta, quizá, y un cinturón marrón bien ancho. Y olvídate de la cinta de la frente.

—¿Que me olvide de la cinta de la frente?

—Olvídala.

Me la quité y la arrojé lejos de mí.

—Para tu madre.

—Es que a veces, Karim, pareces un mariquita engalanado.

Y yo, que lo único que deseaba era ser como Charlie… igual de inteligente y mundano, tatué sus palabras en mi cerebro: Levi's, con una camisa de cuello desabrochado, de un recatado rosa o violeta, quizá. Nunca en mi vida volvería a salir vestido con otra cosa.

Y mientras pensaba en mí y en mi guardarropa con tal asco que con gusto me habría meado en todas y cada una de las prendas, Charlie volvió a tumbarse con los ojos cerrados y una verdadera clarividencia de sastre. En aquella casa, todo el mundo parecía estar en el séptimo cielo… excepto yo.

Coloqué la mano sobre el muslo de Charlie. Nada. La dejé allí un buen rato, hasta que me empezaron a sudar las puntas de los dedos. Seguía con los ojos cerrados, pero los tejanos se le empezaban a abultar. Gané seguridad. Perdí la cabeza. Me abalancé sobre el cinturón, la bragueta, la polla y la saqué a tomar el aire. ¡Se movió! ¡Dio una sacudida! Gracias a aquella electricidad humana nos comprendíamos el uno al otro.

Había meneado muchas pollas antes, en la escuela. Nos la acariciábamos, frotábamos y estrujábamos mutuamente cada dos por tres. Ayudaba a combatir la monotonía del estudio. Pero nunca en mi vida había besado a un hombre.

—¿Dónde estás, Charlie?

Traté de besarle, pero evitó mis labios volviendo a un lado la cabeza. Sin embargo, cuando se me corrió en la mano fue uno de los momentos culminantes de mi vida de adolescente, lo juro. Estaba loco de alegría. ¡Me habría puesto a saltar y a bailar allí mismo!

Y me estaba lamiendo los dedos y pensando dónde comprarme la dichosa camisa rosa cuando, de pronto, me pareció oír un ruido ajeno a Pink Floyd. Al volverme tropecé con los ojos encendidos de papá, la nariz, el cuello y su famoso tórax que emergían por la trampilla del suelo de la buhardilla. Charlie se apartó de mí de inmediato. Yo me puse de pie de un salto. Papá se me acercó con paso rápido, seguido por una Eva sonriente. Papá miró a Charlie, luego a mí, y de nuevo a Charlie. Eva olfateó el aire.

—¡Pillines!

—¿Por qué, Eva? —dijo Charlie.

—Conque fumando hierba casera…

Eva dijo que había llegado la hora de llevarnos a casa, así que bajamos por la escalera de mano y papá, que iba delante, pisó el reloj que había dejado antes de subir, lo dejó hecho añicos y se cortó el pie.

Al llegar a casa, bajamos del coche, di las buenas noches a Eva y me fui. Desde el porche, vi que Eva quería dar un beso a papá, que le tendía la mano.

Nuestra casa se me antojó fría y oscura cuando entramos sin hacer ruido, exhaustos. Papá tenía que levantarse a las seis y media y yo tenía mi reparto de periódicos a las siete. Ya en el vestíbulo, papá alzó la mano para darme un bofetón. Estaba más borracho que yo drogado, así que pude eludir a aquel cabrón desagradecido.

BOOK: El buda de los suburbios
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