El caballero de Alcántara (36 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero de Alcántara
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Poco antes de llegar a Guadalupe, desde un altozano que remontaba la calzada y que ofrecía la primera visión del monasterio abajo en la quebrada, me asaltó un arrebato de emoción cuando divisé en la distancia los campamentos y los reales estandartes.

—¡Su Majestad está en el santuario! —exclamé.

Hipacio se echó entonces de bruces al suelo y besó la tierra, feliz por encontrarse cerca de su casa.

Nada más llegar, busqué al prior para comunicarle la urgencia que traía de ponerme en contacto con los secretarios del rey. Y fui conducido ante don Francisco de Eraso sin dilación, así como estaba, con la suciedad de los caminos pegada al cuerpo y vestido con ropas poco presentables.

El secretario de Su Majestad se asombró cuando le expliqué quién era yo y lo que debía comunicar al rey sin tardanza. Cuando hubo comprendido mis razones, se le iluminaron los ojos y dijo con entusiasmo:

—Su Católica Majestad se alegrará mucho al saber que vuestra caridad está aquí.

—He de comunicarle el resultado de los negocios que me encomendó. Insisto en que nuestro señor me ordenó acudir a su augusta presencia en cuanto regresare a España.

—¡Naturalmente! —asintió con nerviosismo—. Su Católica Majestad tiene mandado que estos asuntos secretos se ventilen en su conocimiento directo. Iré a anunciarle lo antes posible que vuestra caridad está en Guadalupe. ¡Cuánto le placerá la noticia!

—¿Sabe vuecencia cuándo se me dará audiencia?

Se quedó pensativo y, después de observarme de arriba abajo, contestó:

—Ahora es media mañana. Su Majestad almorzará con sus íntimos después del rezo del ángelus y… ¿Quién sabe?

¡Vaya vuestra caridad a buscar ropas más adecuadas y póngase curioso! Yo le avisaré…

No me costó trabajo conseguir un hábito de Alcántara entre los caballeros de mi orden que acompañaban al séquito real. Acudí al barbero del monasterio y me arreglé el cabello y las barbas.

Nos hospedábamos en la minúscula alcoba que conseguí alquilar en un caserón que servía de fonda improvisada, pues no quise que se supiera por el momento que ella había venido conmigo.

Cuando Levana me vio de aquella guisa, se le arrancó una carcajada que me desconcertó.

—¿Me darás un beso? —le pedí.

—No uno, sino tres —contestó colgándose de mi cuello.

—Quisiera verte feliz —le dije.

—Todo esto resulta muy raro para mí —observó con deliciosa luz en la mirada—; pero confío en ti…

En tanta premura y excitación, su delicada presencia era para mí como un bálsamo.

Por la tarde, estaba yo en el claustro del monasterio aguardando a que se me dijera lo que debía hacer, mientras mi alma agitada pugnaba intentando poner en orden tantas emociones.

Entonces pasó por delante de mí la fila de monjes que acudían al rezo de vísperas. Delante iba la cruz procesional con los ciriales portados por los acólitos. El órgano tronaba ya en el templo y me alcanzó el aroma del incienso mezclado con el de la cera quemada. Me santigüé.

Mi hermano Lorenzo, que era sacristán mayor, dirigía el orden de la comitiva. Me vio y se aproximó a mí abandonando la solemnidad de la procesión.

—Sube al coro detrás de mí —me indicó.

Así lo hice, incorporándome a la hilera de la parte derecha, y avancé por el corredor para ascender luego por una escalinata que conducía directamente al coro. Las notas graves de la melodía se intensificaron cuando penetrábamos en la nave de la basílica, frente a la sillería.

Entonces advertí súbitamente la presencia de Su Majestad, que estaba arrodillado en un reclinatorio con la mirada fija en el altar mayor, apenas a cuatro pasos de mí, solo y sumido en la oración, como ausente, y me pareció percibir que ni siquiera reparaba en la irrupción de los monjes que comenzaban a entonar un solemne canto.

Se desveló en ese momento la imagen de santa María y me conmoví hasta lo más hondo. Los sahumerios aumentaron y ocultaron durante un instante la visión de la sagrada imagen, que no tardó en reaparecer como resurgida de una nube, saludada por un clamor de admiración y suspiros fervorosos.

El canto sereno y grave proclamaba:


natura mirante, tuum sanctum Genitoren
,

virgo prius acposterius, Gabrielis ab ore

sumens illud Ave, peccatorum miserere
.

En la penumbra del templo, a pesar de las muchas velas y lámparas encendidas, parecía que Nuestra Señora brotaba de la nada, entre los humos, los resplandores del oro, la platería, las cintas, guirnaldas, flores, telas y bordados. Estaba la Virgen rodeada de exvotos de cera: cabezas, pies, manos y cuerpos; y de bastones, muletas, vendas, mortajas y cabellos cortados. Pero, de entre todo ello, me sobrecogía la visión de una infinidad de grilletes, cadenas y anillos traídos por los cautivos liberados del suplicio de sus prisiones tras reclamar el auxilio de la Virgen de Guadalupe.

En ese momento, los monjes entonaron el salmo:

Magníficat anima mea Dominum
:

Et exultavit spiritus meus in Deo, salutari meo

[Proclama mi alma la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios mi salvador…]

Se me saltaron lágrimas del agradecimiento y sentí calor en el alma, a pesar de que hacía un frío de enero que helaba los huesos.

Para mí era como si una parte de la vida se cerrase, siendo consciente de que una nueva puerta se me abría en ese preciso momento.

Concluido el rezo con las bendiciones, reparé otra vez en la inmediata presencia del rey. Era la señal que necesitaba para hallar la realidad implacable. Me pareció Su Majestad de aspecto muy severo, puramente humano, sin el adorno de la estampa que suponía indispensable en su augusta dignidad: vestido de negro riguroso, el rostro grave, las sienes de plata, pálido, la frente arrugada y aquellos ojos azules, tristes, ojerosos, extraños…

Capítulo 47

Al día siguiente a mi llegada a Guadalupe, cuando se contaban veintiún días del mes de enero, era domingo y llovía. El cielo de plomo se aclaraba a veces y entonces el sol brillaba haciendo resplandecer los montes de las Villuercas con la primera luz de la mañana. Pero enseguida se ocultaba de nuevo y el agua, con persistencia, se derramaba sobre los tejados, ora con finas gotas, ora con un crepitar intenso.

Apesadumbrado porque nadie me indicaba el momento en que debía encontrarme con Su Majestad, encaminé mis pasos hacia el monasterio, cruzando la plaza de la villa, y me dirigí, sin previo aviso, hacía las dependencias donde se hospedaba el real séquito.

En el claustro reinaba un aire de pesadez y tristeza. Las fuentes cantaban suavemente acompañadas por el chorrear de los canalones. La fría humedad lo impregnaba todo y un ambiente turbio me envolvió mientras se adueñaba de mí el desánimo.

—¡Eh, señor caballero! —me llamó alguien a las espaldas con voz comedida.

Me volví y vi venir hacia mí a un monje pequeño de afilado rostro.

—Espero órdenes de don Francisco de Eraso —le dije.

—Ah, comprendo. Espere vuestra caridad, que iré a ver… ¿A quién debo anunciar?

—Luis María Monroy, de la Orden de Alcántara.

—Ah, es vuestra merced el señor hermano de fray Lorenzo Monroy.

—El mismo.

Inclinose el monje con respeto y desapareció por una de las puertas.

Al cabo se presentó el prior con mi hermano Lorenzo. El cual me preguntó con cara de disgusto:

—¿Es verdad, hermano, que has traído contigo a una hebrea turca?

Desconcertado, contesté:

—¿Quién demonios te ha ido con ese cuento? —Pero reparé enseguida en la respuesta y añadí—: ¡Ese condenado Hipado!

—Quien lo haya dicho es lo de menos —replicó mi hermano—. Su Majestad está aquí y no sería conveniente un escándalo ahora que debes solicitar tu profesión como caballero de Alcántara una vez concluida la misión.

—¡Anda, hermano —protesté furioso—, ahora me vas a venir con ésas, con lo que llevo a cuestas! Déjame ahora en paz y ya te explicaré con mayor sosiego cuando consiga hablar con Su Majestad. Hay cosas mucho más importantes de momento que lo que ese chismoso de Hipacio te haya podido contar.

—¿Todavía andamos así? —dijo entonces el prior, sorprendido—. ¿Aún está vuestra caridad sin verse con el Rey nuestro señor?

—Ya ve, padre…

—Ande, véngase conmigo, hermano —me pidió—, que no hallará mejor ocasión.

Me condujo el prior hasta un gabinete que daba a los huertos.

—Aguarde aquí, que ya iré yo a enterarme de lo que ha de hacerse.

Era una estancia descuidada, desde cuya ventana se veían los árboles movidos por la fuerza del viento y un castaño enorme, desnudo, con el tronco retorcido, aterido, brotando de un lecho de hojas muertas y almagradas. Hacía más frío allí dentro que en el claustro.

Cuando pareció que se habían olvidado de mí, se presentó un caballero alto y delgado que me pidió sin formalidad alguna:

—Sígueme.

Obedecí y fui en pos suyo por un laberinto de corredores oscuros hasta una pequeñísima sala, donde me indicó que debía esperar de nuevo.

Me senté en una de las dos únicas sillas que había y, con el corazón agitado, repasé en mi mente todo lo que debía contarle a Su Majestad, para tratar de establecer un orden en la información y que no se me olvidara nada importante.

Luego tuve tiempo sobrado de contemplar el único cuadro que colgaba de la pared: una escena de la Anunciación de Nuestra Señora; ella muy quieta, humilde, doblando la rodilla con dulzura a los pies de un arcángel san Gabriel vigoroso y de rostro indulgente que sostenía un ramo de azucenas.

El caballero regresó y me indicó que debía pasar a un salón contiguo por una puerta que abrió delante de mí. Entré y me topé de frente con la visión de Su Majestad, que estaba sentado en un sillón al lado de una chimenea.

Doblé la rodilla ante él. El secretario Eraso, que estaba junto a un escritorio, anunció:

—Majestad, el caballero de Alcántara frey don Luis María Monroy que regresa de su misión en Constantinopla.

Epistolario a modo de epílogo

Cédula de provisión

Al comendador mayor de la Orden de Alcántara

Yo don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalem, etc., etc. Administrador perpetuo de la Orden y Caballería de Alcántara por autoridad apostólica, hago saber a frey don Luis de Ávila y Zúñiga, comendador de la dicha orden, marqués de Mirabel, que Luis María Monroy de Villalobos me hizo relación diciendo que su propósito y voluntad era ser de la dicha orden y vivir en su observancia y so la Regla y disciplina della por devoción que tiene al señor san Benito y a la dicha orden, suplicándome le mandase admitir y dar el hábito e insignias della, o como mi merced fuese. Y yo acatando su devoción, méritos y buenas costumbres y los servicios que me ha hecho a mí y a la dicha orden y espero que hará de aquí en adelante, y porque por información sobre ello por mi mandado habida y vista en él mi Consejo de las ordenes pareció y constó que en el dicho novicio concurren las calidades que se requieren para le dar el dicho hábito de por vida, túvelo por bien; y por la presente os doy poder y facultad para que en mi nombre y por mi autoridad de administrador susodicho, juntamente con ciertos algunos comendadores y caballeros de la dicha Orden de Alcántara podáis armar y arméis caballero della al dicho Luis María Monroy con los autos y ceremonias que en tal caso se acostumbran hacer, y así armado por vos caballero, encomiendo y mando al reverendo y devoto padre prior o al suprior del convento de la dicha Orden de Alcántara que le dé el hábito e insignias della con todas las solemnidades y bendiciones que la Regla de la dicha orden dispone; y así dado, mando al dicho Luis María que vaya a residir, y esté y resida en el dicho convento los tres meses de su aprobación dependiendo de la Regla de la dicha orden y las ciertas cosas que los caballeros della deben saber.

Y otrosí, mando al dicho prior o suprior que le haga instruir en ella, y que antes que los dichos tres meses se cumplan me envíen relación de sus méritos y costumbres para que, si fueren tales que deba permanecer en la dicha orden y habiendo un año cumplido que tiene el dicho hábito, sea recibida la profesión expresa della, y proveer acerca dello lo que según Dios y la Orden deba ser puesto.

Dada en el Bosque de Segovia, a diez y siete de enero del año de mil y quinientos setenta y un años.

Yo el Rey

Yo, Francisco de Eraso, secretario de Su Majestad, la hice escribir por su mandado.

Nota de la provisión del hábito
,

respecto al expediente habido

En la villa de Madrid, a veinte y ocho días del mes de marzo de mil y quinientos y setenta y un años, se despachó provisión del hábito de caballero de la Orden de Alcántara para Luis María Monroy, natural de Jerez de los Caballeros, firmada de Su Majestad y señalada del presidente y los del Consejo de las ordenes.

Carta de don Luis María Monroy de Villalobos

a frey don Miguel de Siles, suprior del sacro convento

de San Benito de Alcántara

Magacela a 17 de diciembre de 1571

Muy magnífico y reverendo señor y padre mío.

Sea con vuestra paternidad Dios Nuestro Señor y páguele las muchas mercedes que me hizo siendo prior de ese convento de San Benito, al considerar mi humilde persona para la alta misión que Su Majestad me encomendó en favor de su cristianísima causa, que es la de la orden y caballería a la que ambos servimos. Bien es menester. Porque sepa que ha más de un año que se cumplieron con buen fin los propósitos de nuestro Rey Católico, no por mis méritos, sino porque Dios estuvo servido dello, y así creo que ha oído las oraciones de tantas almas que imploraron su auxilio en la difícil empresa que afrontó la cristiandad en el presente año que ahora acaba y que nos trajo la gracia de la memorable victoria en Lepanto. ¡Gracias sean dadas a Nuestro Señor y a su Santísima Madre!

Vuestra carta recibí, devoto señor. Siempre me da mucho contento saber de vuestras caridades y ver cómo sigue nuestra Santa Orden de Alcántara en sus buenas miras atendiendo a las cosas de ese sacro convento de San Benito del que tan buena memoria conservo. Dios les guarde con la santidad que yo le suplico.

Como ya le conté a vuestra paternidad en larga conversación en aquella casa durante los días previos a mi profesión como caballero de nuestra Santa Orden, Su Majestad estuvo servido de atenderme con sobrada paciencia y comprensión el día que Dios me hizo la gran merced de que me recibiera en audiencia en el monasterio de Guadalupe, cuando nuestro señor el Rey se dirigía a ponerse al frente de la empresa de Granada. Escuchó el relato de mi peripecia y todas las informaciones que le di acerca del negocio principal de mi encomienda.

Sorprendiome la serenidad de su semblante a medida que le daba pormenores sobre las amenazas del Gran Turco y sus pérfidos deseos de alcanzar el dominio de todo el Mediterráneo. Quedose impasible Su Majestad asimismo cuando le expresé sin ambages la certeza codiciosa que tienen muchos en aquella corte agarena de que todo el orbe ha de ser señorío suyo en breve, porque así lo dispone el dios de sus creencias, al que consideran dueño de todos los destinos y están muy seguros de que tiene ya decretada la ruina de la cristiandad.

En cuanto al asunto principal de mi encomienda, cual era entrar en conversaciones con el Gran Judío, me pareció percibir que se quedaba algo perplejo el Rey nuestro señor.

Terminada la relación que llevaba yo muy bien aprendida de memoria, hizome Su Majestad muchas preguntas. Unas pude contestar, mas no otras tantas, con harta lástima por no tener en mí todas las informaciones que requería la cosa. Aun así, quedose muy satisfecho el rey y me preguntó con cariño qué le pedía en premio por haberle servido en esto. Entonces yo, como era menester, le dije que no esperaba recompensa alguna, que no había hecho otra cosa que cumplir como cristiano y súbdito suyo.

En ese momento, Su Majestad se dirigió a don Francisco de Eraso, su secretario, y le mandó que se despachara inmediatamente una orden para el comendador mayor de nuestra Santa Orden, frey don Luis de Ávila y Zúñiga, disponiendo que se me armase caballero de Alcántara lo antes posible. Lo demás al respecto, ya se conoce ahí.

Sepa vuestra paternidad que ya concluí el memorial que se me ordenó para epilogar los principales sucesos de la misión, el cual debía enviar ahí para que llegue a manos de don Antonio Pérez. Lo he revisado una docena de veces y tengo para mí que no es necesario dar más detalles por escrito ahora. Aunque, como ya le dije al visitador, haré relación más detenida y aparte de algunas cosas que pueden tener interés en otros menesteres. Ya se lo explicará él.

En el envoltorio van también mis cartas con los ruegos al comendador mayor para que tenga a bien solicitar de Su Majestad que se me otorgue licencia para contraer matrimonio con doña María Guadalupe de Onkeneira, mi prometida, una vez que haya recibido el santo sacramento del bautismo. Quedo a la espera de que se me comunique lo que ha de ser oportuno para no incurrir en desobediencia ni pena alguna. Ya que nuestro señor el rey, aquel memorable día en Guadalupe, tuvo a bien comprender mi enamoramiento de la que otrora se llamaba Levana, hija del hebreo Isaac Onkeneira que tantos favores me hizo en Constantinopla.

Padre y señor mío, quédese con Dios y hágale Nuestro Señor tan santo como yo le suplico y nuestra venerable orden ha menester.

Son hoy 17 de diciembre.

Indigno siervo y súbdito de vuestra paternidad.

Luis María Monroy

Bosque de Segovia, o sitio real de Valsain, a 21 de

abril de 1572. Licencia de contraer matrimonio con

doña María Guadalupe de Onkeneira

Por cuanto por bula concedida por Su Santidad a los caballeros de la Orden de Alcántara, cuya administración perpetua yo tengo por autoridad apostólica, se permite que los que tomaron el hábito desde el día de la concesión de la dicha bula en adelante se puedan casar, según y como los caballeros de la Orden de Santiago lo pueden hacer, y por parte de vos Luis María Monroy, caballero de la dicha Orden de Alcántara me ha sido hecha relación que vos tenéis voluntad de os casar con la dama doña María Guadalupe de Onkeneira; por ende que me suplicabais os mandase dar licencia para ello, o como la mi merced fuese; y yo túvelo por bien; y con acuerdo de los del mi Consejo de las ordenes, por la presente, como administrador susodicho, os doy licencia y facultad para que os podáis casar y caséis con la dicha dama, o con la persona que por bien tuvieseis, sin caer ni incurrir por ello en pena ni desobediencia alguna.

Hecha en el Bosque de Segovia, a veinte y uno días del mes de abril de mil y quinientos y setenta y dos años.

Yo el Rey

Por mandado de Su Majestad, Francisco de Eraso.

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