El caballero de Alcántara (38 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero de Alcántara
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El ideal caballeresco

El monacato cisterciense fue un movimiento de renovación, tanto de la vida monástica como del hombre mismo. Se trataba de lograr que el cristiano se despojase de lo viejo para hallar al hombre renovado: un programa evangélico que recogía ya el
Exordium parvum
, el primer documento cisterciense. El hombre nuevo desprecia los valores que el mundo convierte en absolutos: dinero, fama, poder, vanagloria…, no porque desprecie al mundo, sino porque sitúa aquellos valores en su justa relatividad. El monje cisterciense vive su vocación monástica estrictamente en el
nuevo
monasterio, auténticamente, ateniéndose en su rigor a la regla de san Benito. Y la vive alejado del mundo, en el
desierto
. Se trata de una vida de milicia en la lucha contra el mal.

Por un lado, puede decirse que los caballeros de las órdenes militares eran monjes en sentido pleno, pues profesaban los votos de pobreza, castidad y obediencia; se congregaban en verdaderos conventos, organizaban su vida de acuerdo con una regla monástica y dependían directamente del Papa. Pero al mismo tiempo que monjes eran también
milites
, militares, al ejercer el oficio de las armas y estar motivados por el ideal de cruzada.

En España, una vez terminada la Reconquista del territorio peninsular, las órdenes militares perdieron parte de esta primitiva esencia. A la par que se fue abandonando el sentido de milicia, se produjeron hondas transformaciones en la vida conventual, desligándose sus miembros del celibato, previa dispensa de los pontífices. Los Reyes Católicos adoptaron la decisión de incorporar los maestrazgos de las órdenes españolas a la Corona. En 1487 el rey Fernando el Católico asumió la administración de la de Calatrava, que Adriano VI confirmó a perpetuidad en 1523. En cuanto a la de Santiago, a mediados del siglo
XV
surgieron disensiones en su seno, estando a punto de producirse un cisma en la Orden, que pudo evitarse al hacerse cargo los monarcas de la suprema jurisdicción. A partir de este momento, las órdenes comenzaron a decaer, aun cuando conservaron privilegios, propiedades y rentas. Sólo la Orden del Santo Sepulcro fue suprimida por bula de Inocencio VIII en 1489.

En cambio, la Orden de San Juan de Jerusalén, por su carácter más universal, siguió su propia trayectoria y mantuvo su autonomía y prestigio. Después de ser expulsados sus caballeros por los turcos en 1522 de la isla de Rodas, en marzo de 1530 Carlos V concedió la soberanía plena de la isla de Malta a dicha orden, a condición de que se opusiera al progreso del Imperio otomano y ayudase a defender el Mediterráneo de sus ataques y de los de las miríadas de corsarios que estaban asociados a él.

La Orden de Alcántara

 

A mediados del siglo
XII
, Suero Fernández Barrientos y varios caballeros fundaron la llamada Orden de San Julián del Pereiro, en los territorios limítrofes entre los reinos de León y Portugal. En principio, se trató de una congregación monástica, pero pronto pasaría a pertenecer al grupo de las órdenes militares que desenvolvían su actividad dentro de la órbita cisterciense, al estilo de las del Hospital y el Temple.

Reconquistada la villa de Alcántara, la Orden recibió del rey Alfonso IX la custodia de la plaza y decidió su traslado a aquel lugar, afincándose definitivamente en él y mudando su nombre por el nuevo de «Orden de Alcántara».

La autoridad suprema dentro de la Orden la ejercía el Gran Maestre. Pero en los tiempos modernos, como hemos dicho, esta dignidad pasaría a la corona para estar bajo la administración del rey. A partir de entonces fue el comendador mayor quien asumiría la representación civil y militar de la Orden en nombre del real maestre.

Era el prior del sacro convento de Alcántara quien ostentaba la segunda dignidad en la jerarquía de la Orden. El cargo estaba reservado sólo para clérigos, como el de sacristán mayor, que le seguía en importancia. Sin embargo, había otros cargos que podían ser ejercidos por laicos, como el de clavero, cuya función era custodiar el convento de San Benito, sustituir al maestre en su ausencia y coordinar las actividades de administración interna.

Los territorios de la Orden estaban organizados en espacios denominados «encomiendas», especie de señoríos gobernados por los caballeros, a cuya cabeza estaban los comendadores.

Tras su ingreso en la Orden, los caballeros podían aspirar a los beneficios, rentas y cargos diversos propios de la administración de la hacienda alcantarina. Pero inicialmente lo más normal era que el caballero recibiera salarios por trabajos concretos, tal y como se advierte en las nóminas de Alcántara que se guardan en los libros correspondientes a las órdenes militares custodiados en el Archivo Histórico Nacional.

El proceso para ingresar en la Orden de Alcántara difería poco del que se seguía en otras órdenes. Se enviaba solicitud de ingreso al maestre y generalmente se hacía uso de una carta de presentación. Tras ser admitido al noviciado, el aspirante se recluía en el convento de San Benito y permanecía en él durante el tiempo necesario para su formación, transcurrido el cual, se le imponía el hábito de Alcántara. En la ceremonia, el novicio renunciaba a su «legítima» en manos de su padre, junto a los votos de castidad y pobreza. Pero estos compromisos variaron años después, como ha quedado dicho, al poder casarse los caballeros y disponer libremente de sus bienes en el testamento.

Cuando el prior y el capítulo lo estimaban conveniente, el novicio era llamado a profesar solemnemente en la Orden, quedando unido a ella de por vida.

Las obligaciones dentro del convento eran las que establecía la Regla para regular la vida conventual: rezo de los oficios, honestidad de frailes y prior, hábitos, misas, capellanías y ornamento; trabajos, estado en la enfermería, administración de rentas, beneficios y economía del monasterio, etc. Con respecto a los caballeros alcantarinos, ya estuviesen en las encomiendas o desempeñando cualquier labor, debían comprobar los visitadores su obediencia a la Regla de la Orden; rezos, comunión y confesión; si vestían los hábitos previstos; la asistencia a sus obligaciones encomendadas y el estado de los bienes que administraban. E incluso debían averiguar con cierta discreción la fama personal que tenían.

Los caballeros podían ser llamados a acudir junto al rey en sus guerras, quedando obligados a concurrir con sus hombres y vituallas. En el tiempo en que se desenvuelve esta novela, por ejemplo, hubo apercibimiento de guerra a los comendadores en 1569, con motivo de la guerra de Granada, como queda puesto de manifiesto en el Archivo de las Ordenes Militares ya citado (libro 338-C, f. 276).

De la importancia que tuvo la orden y el sacro convento de San Benito de Alcántara dan fe las vías del correo ordinario de la época: la sexta vía era la vereda de Extremadura, que transcurría por Maqueda, Escalona, Talavera, Plasencia, Alcántara, Badajoz, Jerez de los Caballeros (duques de Feria), Mérida y Trujillo.

El sacro convento de San Benito de Alcántara

Tras establecerse la Orden del Pereiro, desde comienzos del siglo
XIII
, en Alcántara, cambiando su inicial denominación, fue erigido en esta villa el convento, sede de la Orden y centro administrativo y religioso principal. La casa tuvo diversos emplazamientos, el primero de los cuales ocupó la antigua alcazaba árabe reconquistada. En el siglo
XV
se acometió la tarea de construir un nuevo convento, que también sería abandonado, porque pronto se vio que el lugar escogido no resultaba adecuado.

Sería en el capítulo de 1504, celebrado en Medina del Campo, cuando se acordó elegir el definitivo emplazamiento y encomendar la realización del proyecto a. Pedro de Larrea. Conseguido el beneplácito real, se iniciaron las obras a las que se incorporaría, como maestro mayor, Pedro de Ybarra en 1545, permaneciendo al frente de las mismas hasta su fallecimiento en 1570. Este célebre maestro está ligado a monumentos tan significativos como el palacio de Monterrey y el colegio Fonseca de Salamanca, así como a las catedrales de Coria y Plasencia.

La fábrica del edificio es soberbia, majestuosa, mezclando los estilos gótico, renacentista y plateresco. El claustro (patio cuadrangular con una galería porticada) tiene dos plantas de estilo gótico. En el interior, se destacan la capilla mayor y la capilla de Bravo de Jerez.

La desamortización del siglo
XIX
sumió al convento en el olvido. Desapareció el mobiliario y la ruina se cernió durante décadas sobre el monumento. Hasta que en marzo de 1866 el edificio fue subastado y vendido a particulares. El 16 de marzo de 1914, tras el informe realizado por D. José Ramón Mélida Alinari, fue declarado por real orden monumento nacional.

En la actualidad es sede de la Fundación San Benito de Alcántara y lugar de múltiples actividades culturales, encuentros de estudio e investigación, así como de un célebre Festival de Teatro Clásico.

Para documentarme acerca de los detalles y descripciones que aparecen en la novela durante los capítulos correspondientes al noviciado de Luis María Monroy, me he servido de dos trabajos muy precisos:
El sacro y real convento de San Benito de Alcántara. Un tesoro heráldico ignorado (Cinco blasones al exterior
) de Pedro Cordero Alvarado (Alcántara: revista del Seminario de Estudios Cacereños, n.° 27,1992, págs. 25-44) y
El sacro convento de San Benito de Alcántara
, de Salvador Andrés Ordax (Fundación San Benito de Alcántara, 2004).

Don Francisco de Toledo

Don Francisco de Toledo fue uno de los más célebres vástagos de la linajuda casa de Oropesa. Fue el cuarto y último hijo de los condes don Francisco y doña María, y sus primeros años de vida transcurrieron en la villa de Oropesa, en el palacio-fortaleza donde nació. En 1535 profesó en la Orden de Alcántara, no por razones de encumbramiento social, sino por verdadera vocación, como bien demostraría por el ascetismo y la espiritualidad de su vida, que parece inspirada por el misticismo propio de la época, no desprovisto, sin embargo, de sentido práctico. En su juventud se formó al lado del emperador Carlos V, a cuyo servicio permaneció un cuarto de siglo, llegando a ostentar la dignidad de mayordomo suyo. Fue comendador de Esparragal y de Acebuche y clavero de Alcántara. Durante unos años estuvo también en Roma en calidad de procurador de la Orden. Entonces pudo demostrar su aguda inteligencia y esa perspicacia que había adquirido en el trato con los hombres a través de los cargos que desempeñó en la orden militar a la que siempre se sintió lealmente vinculado. Parece ser que, a pesar de gozar de dichas virtudes, también fue célebre por su severidad, a veces inflexible y rigorista, y por cierta acritud de carácter, no muy adecuada para atraerse la simpatía de quienes entraban en relación con él.

En 1568 fue nombrado virrey del Perú. Antes de emprender viaje, participó en las deliberaciones de una junta extraordinaria convocada en Madrid para examinar a fondo los problemas que afectaban a la buena administración de los dominios en las Indias, y muy en especial la crisis por la que atravesaba el virreinato peruano, que por diversas causas todavía no había logrado su definitiva estabilidad.

Para los detalles necesarios sobre su persona, así como para otros concernientes a la Orden de Alcántara, me he servido del libro titulado
El virrey del Perú don Francisco de Toledo
(Toledo, 1994), escrito por León Gómez Rivas.

De este ensayo he obtenido una cronología muy precisa, que me ha proporcionado, entre otros, el dato de la noticia que tuvo Toledo de su nombramiento como virrey del Perú a finales de 1567. Y también abundante información sobre los documentos de la Orden de Alcántara y sus actividades precisamente en el periodo en que se desenvuelve la novela.

La amenaza turca en tiempos de Felipe II

Cuando Felipe II renunció a la Corona imperial en favor de su tío Fernando I, sólo heredó dos de los tres enemigos de su padre el emperador Carlos V: la Reforma y el islam. El tercer adversario era Francia, pero ya en 1559 la paz de Cateau-Cambrèsis con el rey francés Enrique II y, sobre todo, las guerras entre católicos y protestantes iniciadas en el vecino país, neutralizaron casi por completo el enfrentamiento entre las dinastías Valois y Habsburgo, tan intenso durante el reinado anterior.

La hegemonía en Italia y la relativa calma en Alemania tras la dieta de Augsburgo (1555), propiciaron que los primeros años del reinado de Felipe II fueran en cierto modo tranquilos. Aunque el enemigo secular de la monarquía española, el islam, sigue causando enfrentamientos bélicos más o menos graves cada cinco años. En 1560 se produce el desastre español de Los Gelves (isla de Djerba) y en 1565 el asedio de la escuadra otomana sobre la isla de Malta, sede de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén. Después podemos decir que hay un periodo continuado de guerra contra el turco comprendido entre 1565 y 1573: por el Danubio desde 1565 y en el Mediterráneo entre 1571 y 1573. A esta amenaza se suma un peligro grave en el propio territorio peninsular por la rebelión morisca de las Alpujarras en 1568. En cualquier caso, la hegemonía del poder otomano en el Mediterráneo alcanzó su auge en el segundo tercio del siglo generando una gran inquietud en la monarquía española.

Durante los primeros años de su reinado, Felipe II prestó poca atención a su gran rival islámico. Renunció a una guerra a fondo e incluso a una defensa efectiva de las costas españolas e italianas, dedicando sus esfuerzos preferentemente a la política atlántica y europea. Pero en 1557 la pérdida de Trípoli supuso el punto de arranque de las campañas contra los musulmanes. Las alianzas del Imperio otomano y los moros del norte de África ponían en peligro las costas españolas y las rutas marítimas. La monarquía católica no estaba dispuesta a perder las preciadas conquistas logradas en tiempos de Fernando e Isabel y se hacía consciente de la grave amenaza.

Este temor y sus consecuencias era expresado, por ejemplo, en las Cortes de Toledo de 1558, en las que se dijo que «Las tierras marítimas se hallaban incultas y bravas y por labrar y cultivar, porque a cuatro y cinco leguas del agua no osan las gentes estar, y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras y todo el pasto y aprovechamiento de las dichas tierras marítimas, y es grandísima ignominia para estos reinos que una frontera sola como Argel pueda hacer y haga tan gran daño y ofensa a toda España».

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