En el infausto año de 1568, Felipe II vive el momento más arduo de su reinado: en julio muere en Segovia su hijo, el príncipe Carlos, heredero del trono, y poco después su esposa Isabel de Valois. Los conflictos en Flandes crecen, los turcos amenazan el Mediterráneo, los moriscos de Granada se rebelan y todo parece ir a peor. Pero el monarca está dispuesto a afrontar los problemas del reino. Prevenido gracias a sus diestros secretarios, pone en práctica su mejor arma secreta: una red de espionaje como nunca ha conocido Estado alguno. Pero no puede fiarse siquiera de su avezado cuerpo diplomático. Los agentes dobles abundan y el peor enemigo, el Gran Turco, dispone a su vez de hábiles informadores. Su Majestad decide entonces acudir a las Ordenes Militares para echar mano de sus nobles y leales miembros: monjes guerreros juramentados que se mantendrán fieles en los mayores peligros.
Jesús Sánchez Adalid
El caballero de Alcántara
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Crubiera29.03.13
Jesús Sánchez Adalid, 2008.
Diseño portada: Ediciones B
Editor original: Crubiera (v1.0)
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Para Alejandro García Hernández
Levantó la cabeza el poderoso
que tanto odio te tiene; en nuestro estrago
juntó el consejo, y contra nos pensaron
los que en él se hallaron
.
«
Venid, dixeron, y en el mar ondoso
hagamos de su sangre un grande lago
;
deshagamos a éstos de la gente
,
y el nombre de su Cristo juntamente
,
y dividiendo de ellos los despojos
,
hártense en muerte suya nuestros ojos
».
Vinieron de Asia y portentoso Egito
los árabes y aleves africanos
,
y los que Grecia junta mal con ellos
,
con los erguidos cuellos
,
con gran poder y número infinito
;
y prometer osaron con sus manos
encender nuestros fines y dar muerte
a nuestra juventud con hierro fuerte
,
nuestros niños prender y las doncellas
,
y la gloria mancha y la luz dellas
…
Fernando de Herrera,
Canción
Por la victoria de Lepanto, año 1572
Yo, Luis María Monroy de Villalobos, estuve cautivo del turco, y aún prosiguiera mi penar en aquella Constantinopla, que llaman ellos Estambul, si no hubiera sido Nuestro Señor servido que no me faltara la ocasión de escapar a tan desafortunada vida para contarlo ahora. Pues quisiera yo que, como fuera mi desventura primero, y después mi fuga, oportunidad para sacar provecho a favor de la causa de nuestro Rey Católico, no diera en olvido esta historia, pudiendo servir de ejemplo y edificación a quien convenga saberla.
Mas esto escribo no por ensalzamiento de mi persona ruin, sino para alabanza y gloria de Aquel que todo lo puede, quien tuvo a bien librarme de peligros y cuitas, trayéndome a mi patria y hogar, donde ahora recibo muchas mercedes que no merezco, y la encomienda de algunos trabajos; como el de contar mi peripecia para que venga a noticia de muchos, según me han dado larga licencia y mandato quienes tienen potestad dello.
Soy de Jerez de los Caballeros y recibí las aguas del bautismo en la iglesia de San Bartolomé Apóstol, patrón de mi noble ciudad. Me regaló Dios con la gracia de tener padres virtuosos y de mucha caridad, siendo yo el tercero y el más pequeño de sus hijos, me crié colmado de cuidados en la casa donde vivíamos, que era la de mi señor abuelo don Álvaro de Villalobos Zúñiga, que padeció asimismo cautiverio en tierra de moros por haber servido noble y valientemente al invicto Emperador, hasta que fue liberado por los buenos frailes de la Orden de la Merced, gracias a lo cual pudo rendir el ánima al Creador muy santamente en el lecho de su hogar, arropado por aquellos que tanto le amaban; hijos, nietos y criados.
No tan felizmente acabara sus días mi gentil padre, don Luis Monroy, el cual era capitán de los tercios y fue muerto en la galera donde navegaba hacia Bugía con la flota que iba a recuperar Argel de las manos del Uchalí. Los turcos atacaron harto fuertes en naves y hombres, hundiendo un buen número de nuestros barcos, y mi pobre padre pereció a causa de sus heridas o ahogado, sin que pudieran rescatar su cuerpo de las aguas.
También iba en aquella empresa mi hermano mayor, Maximino Monroy, que con mejor fortuna se puso a salvo a nado a pesar de tener destrozada la pierna izquierda, hasta que una galera cristiana lo recogió. Mas no pudo salvar el miembro lacerado y desde entonces tuvo que renunciar al servicio de las armas para venir a ocuparse de la hacienda familiar.
Mi otro hermano, Lorenzo, ingresó en el monasterio de Guadalupe para hacerse monje de la Orden de San Jerónimo, permaneciendo hoy entregado a la oración y a los muchos trabajos propios de su estado; caridad con los pobres y piedad con los enfermos y peregrinos que allí van a rendirse a los pies de Nuestra Señora.
A mí me correspondió obedecer a la última voluntad de mi señor padre, manifestada en el codicilo de su testamento, cual era ir a servir a mi tío el séptimo señor de Belvís, que, por haber sido gran caballero del Emperador y muy afamado hombre de armas, le pareció el más indicado para darme una adecuada instrucción militar. Pero, cuando llegué al castillo de los Monroy, me encontré con que este noble pariente había muerto, dejando la herencia a su única hija, mi tía doña Beatriz, esposa que era del conde de Oropesa, a cuyo servicio entré como paje en el alcázar que es cabeza y baluarte de tan poderoso señorío.
Era yo aún mozo de poco más de quince años cuando, estando en este quehacer, Dios me hizo la gran merced de que conociera de cerca en presencia y carne mortal, y le sirviera la copa, nada menos que al César Carlos, mientras descansaba nuestro señor en la residencia de mis amos que está en Jarandilla, a la espera de que concluyeran las obras del austero palacio que se había mandado construir en Yuste para retirarse a bien morir haciendo penitencia.
Cuando me llegó la edad oportuna, partí hacia Cáceres para ponerme bajo al mando del tercio que armaba don Álvaro de Sande y dar comienzo en él a mi andadura militar. Ahora me parece que proveyó el Señor que yo hallase al mejor general y la más honrosa bandera para servir a las armas, primero en Málaga, en el que llaman el Tercio Viejo, y luego en Milán, siguiendo la andadura de mi señor padre, en aquellos cuarteles de invierno donde se hacía la instrucción.
A finales del año de 1558 se supo en Asti que había muerto en Yuste el Emperador nuestro señor y que reinaba ya su augusto hijo don Felipe II como rey de todas las Españas. Era como si se cerrara un mundo viejo y se abriera otro nuevo. De manera que, en la primavera del año siguiente, se firmó en Cateau-Cambrèsis la paz con los franceses.
El respiro que supuso esta tregua para los ejércitos de Flandes y Lombardía le valió a la causa cristiana la ocasión de correr a liberar Trípoli de Berbería que había caído en poder de los moros en África auxiliados por el turco. Para esta empresa se ofreció el maestre de campo don Álvaro de Sande, que partió inmediatamente de Milán con los soldados que tenía a su cargo.
Se inició el aparato de guerra con muchas prisas y partió la armada española de Génova bajo el mando del duque de Sessa. Nos detuvimos en Nápoles durante un tiempo suficiente para que se nos sumaran las siete galeras del mar de Sancho de Leiva y dos de Stefano di Mare, más dos mil soldados veteranos del Tercio Viejo. El día primero de septiembre llegamos a Messina, donde acudieron las escuadras venecianas del príncipe Doria, y las de Sicilia bajo el estandarte de don Berenguer de Requesens, más las del Papa, las del duque de Florencia y las del marqués de Terranova.
Tal cantidad de navíos y hombres prácticos en las artes de la guerra no bastaron para socorrer a los cristianos que defendían la isla que llaman de los Gelves de tan ingente morisma como atacaba por todas partes desde África, así como de la gran armada turca que desde el mar vino en ayuda de los reyezuelos mahométicos, de manera que sobrevino el desastre.
Corría el año infausto de 1560, bien lo recuerdo pues yo tenía cumplidos diecinueve años. ¡Ah, qué mocedad para tanta tristura! Habiendo llegado a ser tambor mayor del tercio de Milán a tan temprana edad, se me prometía un buen destino en la milicia si no fuera porque consintió Dios que nuestras tropas vinieran a sufrir la peor de las derrotas.
Deshecha la flota cristiana y rendido el presidio, contemplé con mis aún tiernos ojos de soldado inexperto y falto de sazón a los más grandes generales de nuestro ejército humillados delante de las potestades infieles; como la inmensidad de muertos —cerca de cinco mil— que cayeron de nuestra gente en tan malograda empresa, y con cuyos cadáveres apilados construyeron los diabólicos turcos una torre que aún hoy dicen verse desde la mar los marineros que se aventuran por aquella costa.
Sálveme yo de la muerte, mas no de la esclavitud que reserva la mala fortuna para quienes conservan la vida después de vencidos en tierra extraña. Y quedé en poder de un aguerrido jenízaro llamado Dromux Arráez, que me llevó consigo en su galeaza primero a Susa y luego a Constantinopla, a la cual los infieles nombran como Estambul, que es donde tiene su corte el Gran Turco.
En esa gran ciudad fui empleado en los trabajos propios de los cautivos; que son: obedecer para conservar la cabeza sobre los hombros, escaparse de lo que uno puede, soportar alguna que otra paliza y escurrirse por mil vericuetos para atesorar la propia honra; que no es poco, pues no hay caballero buen cristiano que tenga a salvo la virtud y la vergüenza entre gentes de tan rijosas aficiones.
Aunque he de explicar que, en tamaños albures, me benefició mucho saber de música. Ya que aprecian sobremanera los turcos el oficio de tañer el laúd, cantar y recitar poemas. Les placen tanto estas artes que suelen tratar con miramientos a trovadores y poetas, llegando a tenerlos en alta estima, como a parientes, en sus casas y palacios, colmándoles de atenciones y regalándoles con vestidos, dineros y alhajas cuando las coplas les llegan al alma despertándoles arrobamientos, nostalgias y recuerdos.