Achacaba Maximino no ser caballero de Santiago a la nefasta influencia de los Casquete, que gozaban de mucho poderío entre la jerarquía del priorato de Tudía. En esto también resonaba la herencia de nuestro señor abuelo, que profesó durante su vida una manifiesta animadversión hacia ese linaje jerezano, al que solía hacer causante de todos los males.
Pero, si bien heredó Maximino de don Álvaro de Villalobos el porte, la presencia y el temperamento, de suyo levantisco y arrogante, no recibió de su noble sangre ninguna de las virtudes que adornaban su persona. Pues fue nuestro abuelo un hombre inteligente, astuto, que sabía bien salirse con la suya y escapar airoso de cualquier circunstancia. Mi hermano, en cambio, fue siempre un perdedor.
Ya le dio la espalda la fortuna en su mocedad, cuando a temprana edad fue con nuestro padre a pelear contra el moro en Bujía. Allí se dejó la pierna izquierda y, con ella, cualquier oportunidad para seguir la carrera de las armas, que era lo que más le llamaba en este mundo. Y tuvo que venirse al señorío a ocuparse de cosas que nada le placían, como eran el gobierno de las haciendas, siervos y ganados. Con desgana se empleó en tal menester y descuidó muchos asuntos de importancia: percibir las rentas, pagar los diezmos y tasas y tener contentas a las autoridades. En vez de ello, no hizo sino ganarse enemigos, malvender las posesiones y malgastar los dineros.
¡Y si fuera sólo eso! Cosas peores hacía. Empecé a darme cuenta de que mi hermano, aun gozando de una maravillosa familia, era un hombre muy solo en el fondo, cuya única y más asidua compañera resultó ser la bebida.
Me hice consciente de ello a medida que transcurrían los meses. En toda ocasión tenía él una excusa para darse al vino: a la mañana, porque hacía frió; al ángelus, para recobrar el ánimo; en el almuerzo, para acompañar las viandas; a la tarde, por aquello de cerrar los tratos en la taberna, donde a fin de cuentas acababa estando él solo con el vaso; en la cena, para festejar la jornada; y por la noche, con el fin de dormir bien, según decía.
Como me apercibiese yo de que se pasaba mucho tiempo empinando el codo y que con frecuencia llegaba dando traspiés, le llamé la atención un día muy suavemente, hablándole con delicadeza. Le conté que había visto grandes y nobles hombres, en el ejército, que malograron sus vidas bebiendo sin mesura; los cuales perdían el arrojo, la figura y hasta la razón, dejándose ir la oportunidad de alcanzar altos cargos que, por sus ilustres apellidos y por las recomendaciones que les beneficiaban, les habrían pertenecido de no ser por haber consentido en que la gustosa afición al vino se les convirtiera en vicio.
Escuchando estas explicaciones, se me quedó él mirando con unos ojos muy abiertos, enarcando las cejas y apretando los labios por lo que supe que no le había sentado nada bien el consejo.
—¿Qué quieres decir? —inquirió con gesto adusto.
—Nada. Sólo quería manifestarte que estoy algo preocupado por ti. Me ha parecido advertir que bebes demasiado vino.
—¿Me estás llamando borracho? —se enardeció aún más.
—No, hermano, quiero decir que…
—¿Me meto yo acaso en tus asuntos? —rugió.
—Bueno, bueno, no he dicho nada —contesté, zanjando la cuestión, temeroso de enojarle más.
A partir de aquel día, noté que Maximino estaba más frío y distante conmigo. Y maldije el momento en que tuve la ocurrencia de iniciar tal conversación con él. Mi hermano no tenía la humildad requerida para estar sujeto a obediencia, ni era hombre dado a escuchar consejos, ni a reflexionar con calma. Supongo que esa mala actitud suya le valió el rechazo de la Orden de Santiago cuando solicitó ser caballero, y no las malas artes de los Casquete, como él suponía, aunque también influyera la inquina de éstos.
Poseíamos una heredad en el valle que dicen de Matamoros, al pie de las sierras, que distaba poco más de una legua de Jerez de los Caballeros. Los pastores vinieron a dar la queja de que el lobo no dejaba de perjudicar al ganado, y me pareció que sería una buena ocasión para organizar una cacería y alejar con ello a Maximino de la rutina de beber y no hacer nada de provecho.
—¿Cazar lobos? —observó desdeñoso cuando se lo propuse—. ¿Nosotros? ¿Y por qué no se preocupan de eso los administradores y menestrales de la finca, que es su obligación?
—Vamos, hermano, que es primavera y nos hará bien un poco de ejercicio. Los campos están preciosos, han florecido las jaras y el sol luce radiante. ¿No recuerdas acaso cuando íbamos de cacería con nuestro señor padre? ¿Has olvidado lo bien que lo pasábamos?
—Entonces tenía yo mis dos piernas —contestó pesaroso—. ¿Dónde voy ahora en pos de lobos con una pata de palo?
—Pero… ¡si iremos a caballo! Los ojeadores batirán los montes y nosotros aguardaremos al pie de las sierras con los perros, para perseguir a las piezas por los valles. ¿O tampoco puedes cabalgar? ¿Tan viejo te has hecho con poco más de treinta años? ¿Te vas a pasar el resto de la vida de casa a la taberna y de la taberna a casa?
Clavó en mí su fiera mirada y temí que zanjara la conversación, como aquella otra vez que le recriminé lo mucho que bebía. Pero, gracias al cielo, no me salió mal la estrategia y conseguí despertarle el orgullo, en vez de la ira.
—¡Nadie cabalga en Jerez como Maximino Monroy de Villalobos! —exclamó ufano.
—Pues vamos a verlo, hermano. No tendremos mejor ocasión que ésta para airear nuestras monturas. ¿Mando que junten a los ojeadores y que preparen la jauría?
—Mándalo, que ya estoy deseando ir al lobo. Ahora se va a saber en esta casa lo que has aprendido tú por esos andurriales con el Tercio; como lo que yo no he olvidado, aunque te creas que ando mano sobre mano.
Me alegré mucho al verle poner interés en algo, fuera del vino. Le tenía yo gran estima a Maximino, a pesar de su mal genio, y deseaba más que nada ayudarle en lo que fuera posible, pues me daba la sensación de que todo lo que le sucedía era a consecuencia del sufrimiento por haber perdido la pierna y quedar inútil para la vida militar. Eso lo había convertido en un hombre huraño, encerrado en sí mismo, sombrío, malhumorado y aficionado a ver sólo el aspecto más desfavorable de las cosas. Se me hacía que el ejercicio, la vida al aire libre y tener algo en que distraerse le haría recobrar el amor propio y las ganas de vivir.
Había en los altos de nuestra casa unas dependencias que conservaban para mí un recuerdo entrañable. Se trataban de lo que llamábamos familiarmente «los doblados de don Álvaro», por ser las habitaciones donde nuestro señor abuelo guardaba sus más estimadas pertenencias: armas, arneses, aparejos, guarniciones y utensilios propios de las artes de la caza, como eran pihuelas, capirotes y señuelos de cetrería, picas, cuchillos de montear, ballestas y arcabuces. El acceso era por unas viejas escaleras de madera carcomida, cuyos peldaños crujían a cada paso, y que conducían a un largo pasillo del piso superior del caserón, que estaba deshabilitado. Al final, una sólida puerta cerrada con siete llaves conducía a tan reservadas dependencias, que comunicaban por la parte de atrás con unas destartaladas galerías que daban al último patio.
Cuando Maximino y yo subimos allí para preparar los aperos de la caza, me di cuenta de que mi hermano no frecuentaba aquel lugar que tanto nos atrajo en nuestra infancia. La herrumbre, la carcoma y las telarañas lo dominaban todo: espadas, puñales, alabardas, lanzas, corcescas, arcabuces, ballestas y dardos. Los cueros de grebas, brazaletes, coseletes y guantes estaban tiesos, acartonados, y los olores de la pez y la grasa envejecidas permanecían prendidos en el aire inmóvil y viejo.
—¡Vive Dios, cómo está todo! —exclamé al ver tan lamentable panorama.
Mi hermano, que se empleaba en abrir los postigos polvorientos para que penetrase la luz, paseó la mirada triste por la estancia y dijo a modo de excusa:
—Son cosas viejas que tienen ya poca utilidad.
—¡Qué lástima! —me lamenté—. Con un poco de cuidado se podría haber mantenido todo esto. ¿No recuerdas con qué cariño se aplicaba nuestro abuelo a limpiar, engrasar, pulir y conservar sus queridos enseres? No permitía a nadie que entrara aquí sin estar él presente. ¡Oh, Dios, mira su armadura preferida comida por el orín! Él la llevó en la toma de Argel, cuando siguió en hueste al Emperador… ¡Era su más preciado recuerdo!
—¿Es un reproche? —replicó Maximino—. ¿Me haces a mí culpable de que las cosas envejezcan? ¡Esa armadura tiene más de setenta años!
—El hierro y el acero, bien tratados, pasan en servicio de hijos a nietos —repuse—. Basta con aplicar grasa a tiempo. Pero, ahora, ¿quién puede arreglar ese desperfecto?
Él hizo un movimiento brusco, como despechado, y se fue hacia la armadura para frotarla con su pañuelo. La herrumbre estaba tan prendida que tuvo que emplearse para lograr apenas retirar el polvo. Jadeaba, furioso, mientras trataba de solucionar algo que él mismo se daba cuenta de que no tenía ya remedio. Y como el arnés descansase sobre un antiquísimo bastidor de paja, se deshizo éste y cayeron las piezas al suelo levantando un gran estruendo, separándose cada una por su parte.
Maximino se enojó aún más por este estropicio y, en vez de recoger la armadura, empezó a dar patadas a los elementos dispersos mientras gritaba fuera de sí:
—¡Son sólo cacharros viejos! ¡No tengo la culpa! ¿Soy acaso el culpable de todo lo malo que pasa? ¿Es que eres tú el hombre perfecto? ¿A eso has venido, hermano, a darme lecciones? ¿A echarme en cara mis errores?…
—¡Eh, no hagas eso! —le recriminé—. ¡Es la querida armadura de don Álvaro de Villalobos! ¡Respeta la memoria de nuestro señor abuelo! ¡Era un caballero!…
—¿Qué quieres decir? ¿Que no lo soy yo? ¿Acaso no soy yo caballero? ¿Es eso lo que piensas? Me has llamado borracho, descuidado, vago… Y ahora insinúas que actúo sin nobleza…
—¡No, Maximino, por el amor de Dios! —exclamé, yéndome hacia él para sujetarle por los hombros, tratando de calmarle—. Yo no te he llamado tales cosas… ¡Dios me libre de ello! ¡Quiero ayudarte!
—¡Suéltame! ¡No necesito tu ayuda! —rugió, a la vez que recogía la espada de don Álvaro del suelo.
—¡Qué haces, insensato! —inquirí, temeroso de que fuera a hacer una locura.
Él se quedó entonces muy quieto, mirándome, sosteniendo la espada por la empuñadura.
—¿También piensas que soy un asesino? —me preguntó con gesto de perplejidad—. ¿Has creído que iba a herirte? No hice sino recoger la espada de nuestro señor abuelo, precisamente por respeto a su memoria. Baste que esté la vieja armadura por los suelos; pero su espada es otro cantar…
Sonreí, muy avergonzado por mi absurda sospecha. Le dije:
—Perdóname, hermano. He sido un necio… ¡Ven a mis brazos!
Nos abrazamos. Resoplaba él y sollozaba.
—No me juzgues, Luis de María, ¡por los santos clavos de Cristo!… No estés atento a todo lo que hago. Haz tu propia vida y déjame vivir en paz. Tú has hecho lo que has querido, no te inmiscuyas en mis asuntos o no respondo…
—Sí, sí, Maximino —asentí—. Tienes toda la razón. Te ruego que no me lo lleves en cuenta. No sé qué me impulsó a decirte tantas necedades… ¡Perdóname, hermano!
—Hagamos un trato —procuró, con gesto sincero—. Vayamos a esa cacería y divirtámonos juntos. ¡A ver si quiere Dios que traigamos al menos un par de lobos grandes como no se han visto en Jerez! Comamos y bebamos luego como buenos hermanos… Y después, Dios dirá… Prometo reflexionar acerca de todo esto…
—Lo que tú digas, hermano mío. Sea como tú mandas, pues eres el mayor y el jefe de esta respetable casa. Dispón lo que te parezca oportuno y… ¡Evitemos los disgustos, por Santa María bendita!
Felices por aquel repentino acuerdo, nos abrazamos de nuevo. Y nos pusimos enseguida manos a la obra, intentando reunir lo que podía servirnos de lo que había en los doblados de don Álvaro. Mientras, recordábamos muchas cosas de la infancia: las ocurrencias de nuestro abuelo, las partidas de caza con nuestro padre, las noches pasadas en los bosques el día anterior a la cacería, escuchando el aullido de los lobos…
Agradecido por ver que mi hermano empezaba a entrar en razón, rogaba a Dios que fuera servido concederme la merced de que llegase él a encaminar del todo sus pasos, comportándose como el caballero que debía ser y abandonando sus torcidas costumbres.
Todavía permanecían sumidos los montes en la oscuridad cuando, con los primeros ladridos de los perros, los caballeros empezaron a temblar. Supimos entonces que los alimañeros y ojeadores ya habían dado con las guaridas de los lobos allá arriba, en los roquedales que coronaban las sierras; porque se oían las voces alertando a los careas que batían las laderas, zaleando la maleza con sus bastones para mover las piezas hacia los lugares donde estábamos apostados los cazadores.
Con la primera luz del día, llegó el momento tan esperado, calculado con toda precisión por los capataces, expertos loberos que tenían bien aprendido desde niños su oficio, a fuer de haberlo desempeñado mil veces, desde que fueran al monte primero con sus abuelos, luego con sus padres y ahora con sus hijos. Requería este viejo arte suma atención, sagacidad, temple, valor, conocimiento del terreno y fortaleza de piernas; a más de una fina sapiencia de los hábitos de esta fiera, que es la más astuta y cautelosa de cuantas hay en los campos.
Aguardábamos Maximino y yo en una fría vaguada, angosta y húmeda, adonde conducía como único paso un barranco profundo. Por haber llovido fuerte un rato antes, estábamos empapados, tiritando, pues era marzo y las madrugadas resultaban aún frescas.
Dejamos pasar sin daño alguno a unos jabalíes que casi se nos echaron encima y un rato después a un gran ciervo de altiva testa. Pues era cosa de estar muy quietos sin descuidar lo que allí nos llevaba, cual eran los lobos que, espantados de sus altos dominios, habían de escapar por fuerza metidos en la hondonada hacia la que les conducían perros y hombres que peinaban el bosque.
Salió el sol y, como no se viera pasar nada mayor que alguna liebre despavorida, mi hermano empezó a desanimarse. Se agitaba y no paraba de echar mano al odre de vino que llevaba colgado al cinto, del que estaba más pendiente que de lo que se moviera por delante de sus ojos. Temí entonces que, echada a perder la jornada de caza, no se pudiese llevar a efecto mi plan de tenerlo contento y entretenido para sacarle de los vicios.