—El tiempo pasa volando.
Rodeé sus frágiles hombros con mi brazo y contesté:
—¿Y qué?
—Tengo la sensación de que pronto te irás.
—¿Eh? —me sobresalté—. ¿Por qué dices eso?
—No sé… Los mercaderes sois así. Os pasáis la vida de un sitio a otro. Se me hace que tú deseas regresar a tu tierra…
Me entristecí al oírle decir eso. Lo más penoso para mí en aquellas últimas semanas había sido tener que mentirle constantemente. Cuando no me quedó más remedio que hablar de mi vida, inventé una historia semejante a otras muchas que conocía, en parte parecida a la mía verdadera: un cuento simple de cristianos capturados en la mocedad que se habían pasado a la fe de Mahoma. Pero hube de disimular mis verdaderas intenciones y la causa por la que me hallaba en Estambul.
—No has de temer —le dije—. Si algún día me marcho, te llevaré conmigo.
Levana frunció el ceño. Me pareció que no estaba de acuerdo, pero no se atrevía a replicar. Miró hacia lo lejos, hacia el ocaso, por donde se veía partir un gran barco lentamente, con las velas desplegadas para aprovechar el escaso viento.
—¿No quieres venir conmigo? —añadí.
—¿Adónde? ¿A España? —se volvió hacia mí con cara de disgusto.
—A donde sea menester. No comprendo por qué te pones así. Tu padre es de origen español, sefardí, como él mismo me contó, y habla perfectamente el ladino. Se crió en España, igual que yo. Lo cual quiere decir que, en cierto modo, tú también provienes de allí. Nadie debe odiar sus raíces. Tu padre no parece odiarlas.
—¡Y cómo las recuerda…! —exclamó en tono soñador—. Siempre nos habla de Toledo, de donde eran sus padres y abuelos.
—¿Entonces? ¿No te gustaría ir a ti?
Ella suspiró y contestó con vehemencia:
—Los judíos no podemos ir allá. ¿Eres tonto acaso? Apenas uno de nosotros pone los pies en aquella tierra, cae preso de la Inquisición y le obligan a renunciar a nuestra fe… ¡O le queman vivo!
—Crueldades hay en todas partes, querida —repliqué con dulzura—. También entre los turcos se hace padecer a la gente injustamente. Diariamente hay ajusticiados en las puertas de las murallas y millares de cautivos sufren todo tipo de afrentas y crueldades en cualquier parte de Estambul.
—Sí, pero no por ser judíos. Aquí hay musulmanes, cristianos y hebreos. A nadie se mata por esa razón en los dominios del Gran Turco.
—Tampoco en España se mata a la gente por cualquier causa. Hay leyes en la cristiandad, jueces justos y hombres buenos que no consienten que se haga mal así por así. No es aquello tan perverso como te han contado.
—Mucho defiendes tú a España —me dijo con tristeza enorme en la mirada—. ¿Ves como tenía yo razón? Poco tiempo te queda aquí. Cualquier día desaparecerás y me quedaré tan sola como antes.
—¡Eh, no digas eso! —La abracé—. Yo no me separaré de ti.
—¡Júralo por Alá!
—Lo juro —mentí, invocando el nombre de un dios que no existía para mí.
Entonces Levana se puso frente a mí y me tomó las manos. Sé que hablaba su corazón:
—Querido, yo te he esperado siempre. Creo que te conocía desde que nací. No sé qué ocultos pensamientos llevas dentro de ti y no quiero tenerlos presentes, ¡me da tanto miedo! Durante toda mi vida he escuchado historias de amantes que se separan y no vuelven a verse. En este mundo raro, en que unos van y otros vienen entre Oriente y Occidente, parece que el amor no tiene lugar. Pero yo sé que no he de perderte, porque si me dejas moriré…
Cuando oscureció, como cada noche, me despedí y regresé al muelle donde me aguardaba el caique para cruzar el Bósforo. Las barcas de los pescadores se distribuían con sus faroles encendidos por la gran extensión de las aguas. Parecía que el cielo estrellado había descendido y la luna se reflejaba dejando una estela plateada sobre la negrura.
Ya en mi casa, la confusión se apoderó de mí y me impidió conciliar el sueño hasta el amanecer. Las sombras propiciaban los funestos pensamientos y la imagen de mi amada me visitaba envuelta en brumas de tristeza. Me decía a mí mismo en la oscuridad: «Aquí no eres más que un extraño vestido de mentiras».
Comprendí que la dificultad de mi ardua misión no estaba en arrostrar peligros, sino en la angustia de consentir que la propia ánima inhabitase una falsa persona.
Noté que Isaac Onkeneira me cogía cariño y eso incrementó mi desazón. Se mostraba locuaz y afectuoso conmigo, dándome muchas oportunidades para conversar largamente con él. Lo cual me permitía enterarme de muchas cosas de los hebreos y de aquellos a quienes yo debía espiar. Me hablaba con especial empeño de su religión. Quizás albergó la esperanza de que pudiera llegar a convertirme. Un día me dijo:
—Quien ha sido capaz de cambiar de fe y culto ha de comprender mejor que nadie por qué el Señor que todo lo puede se reserva sus propios caminos, que no son los nuestros.
—¿Dices eso por mí? —le pregunté sin titubear.
El venerable trujamán contestó riendo:
—¡Oh, no! No pensaba precisamente en ti.
—¿Entonces? ¿A qué te refieres?
Estábamos los dos sentados sobre la piel de vaca en la pequeña estancia donde él atesoraba sus queridos libros. Me pareció que no le inquietaban mis preguntas, sino que deseaba conducir la conversación hacia ese asunto, porque le brillaban los ojos con paz y felicidad.
—Pensaba en mis amos, los Mendes, y especialmente en don José Nasi. ¿Sabías tú acaso que ellos fueron cristianos convencidos?
Sin salir de mi asombro, exclamé:
—¿Cristianos? ¿Entonces por qué motivo abandonaron la cristiandad?
—Es difícil de explicar —contestó con circunspección—. Cierto es que nunca dejaron de tener conciencia de que pertenecían al pueblo de Israel. Mas, fueron tan duras las persecuciones y el acoso de la Inquisición tan desesperante, que no tuvieron respiro para decidir… Les faltó la paz necesaria para asimilar su conversión al cristianismo y finalmente se vieron obligados a sentirse lo que en el fondo no habían dejado de ser: judíos.
Esa información resultaba completamente nueva para mí con respecto a mis anteriores pesquisas. Y supuse que Isaac Onkeneira estaba deseando contarme la verdadera historia de sus amos, seguramente porque la consideraba un ejemplo para los judíos después de tantas desventuras.
Aquellos Mendes que vivieron en Lisboa a principios de este siglo habían sido considerados cristianos. Adoptaron nombres y costumbres de tales y llegaron a ser gente muy rica e influyente. Pero, cuando la Inquisición llegó a Portugal en el año de 1536, sufrieron lo mismo que tantos otros marranos: la sospecha. Se sintieron observados de cerca, juzgados en su forma de vida y objeto de dudas y desconfianzas. No se consideraban a salvo del todo, a pesar de haber sido bautizados y de practicar la piedad cristiana a la vista de todo el mundo.
Doña Gracia, que era conocida por el nombre de Beatriz de Luna, tal vez no llegó nunca a sentirse fiel hija convencida de la Iglesia. Por eso fue la primera en escapar. Pero, sin embargo, don José Nasi y su hermano Samuel, cuyos nombres cristianos eran Joao y Agustín, se habían criado ya en un ambiente de conversos y sentían como propia la vida cristiana. Sus amistades lo eran. También el mundo donde se desenvolvían, su lengua, costumbres y las enseñanzas recibidas. Se habían educado en la nobleza y entre la gente más distinguida de la cristiandad.
—No soportaban ser tratados como judíos, gente inferior, herederos de aquellos que despreciaron y condenaron a Jesucristo —me explicó en tono triste—. ¡El mundo se les vino abajo! Sintieron como se les daba la espalda y todo a su alrededor se tornó ofuscación y recelo. Se quedaron solos, en el más profundo abandono. No sabían ya si eran cristianos o hebreos. ¿Comprendes?
—¡Oh, Dios, cómo lo comprendo! —exclamé emocionado, pues recordaba perfectamente haber sentido algo semejante cuando me vi obligado a hacerme circuncidar.
—Entonces estuvo don José a punto de perderlo todo —prosiguió—. Pues, en aquella confusión tan grande debía buscarse a sí mismo y corría el peligro de no hallarse, de no saber quién era ni a qué estaba llamado en este mundo. Se encontraba en la flor de la vida, había conocido a la reina regente de Flandes, al rey de Francia y al mismísimo emperador de los romanos, así como a su hijo el príncipe Felipe, el cual le estimó desde el primer momento que le vio. Porque don José Nasi es un hombre de amable presencia, de noble planta y gran encanto. Fue el amigo de juegos preferido de Maximiliano de Habsburgo, primo del que ahora es el Rey Católico, tan manejado por los clérigos y tan intransigente…
Aquellas palabras, dichas por un hombre sabio y equilibrado, me herían el alma. Pero comprendía que era ésa su manera de ver las cosas. Onkeneira era también marrano, de origen español, y guardaba muy adentro el viejo despecho por haber tenido que salir apresuradamente de aquella antigua patria. Para él, como para tantos hebreos, el Rey Católico era el mayor enemigo.
—Supongo que a don José le costó hacerse a la vida de aquí —comenté, tratando de variar el rumbo de la conversación para no ser testigo de su inquina hacia Su Majestad.
—Sí, y mucho. Tuvo que aprender otras lenguas, pues ni siquiera conocía el hebreo. Como te he dicho, se educó como cristiano y llegó a creerse que lo era. Pero no lo era. Es difícil llegar a saber quién es uno en realidad.
Cuando la vida se hace difícil se despierta el hombre egoísta que todos llevamos dentro. Yo no comprendía nada y sólo buscaba amor. Por eso fui a encontrarme con mi amada.
—Abrázame —le rogué a ella.
Y lo comprendió. Su abrazo guardaba toda la ternura del universo. Sus besos me hacían caer en la nada.
—¡Cuánto te amo! —me decía.
Me alimentaba de esas palabras y el mundo desapareció.
—¿Qué me importa a mí todo? —le decía—. Todo eres tú…
Se resquebrajó la cruz de alcántara en mi pecho y Su Majestad tomó forma de una estrella lejanísima, inaccesible. Me quedé desnudo y feliz como si Dios acabase de crearme. Y eran tan bellos sus ojos…
—¿Qué me importa a mí todo? —le decía—. Todo eres tú…
Una mañana de junio pletórica de luz, me desperté con el único deseo de ir a ver a Levana. Aunque ahora me resulte difícil tener que confesarlo, por entonces me encontraba embrujado por esa indolencia que afecta quienes están enamorados, la cual les lleva a sentir que lo que les sucede es único en el mundo, mientras que todo lo demás pierde su valor.
Al llegar a la casa de Isaac Onkeneira mi embebecimiento alcanzó el colmo cuando ella me abrió la puerta. Estaba sonriente, con enigmática expresión y un brillo especial en la mirada. Me pareció que me aguardaba, aunque no solía acudir yo a esa hora. La abracé.
—Pon tu mano aquí —me dijo como saludo.
—¿Dónde? —pregunté loco de pasión.
—Aquí, en la mezuzá.
—¡Oh, cielos! ¿Dónde tienes eso, querida? Déjame verlo… —le rogué cándido.
—¡No seas tonto! —me gritó librándose de mis brazos que la apretaban—. La mezuzá es algo que todos los judíos tocamos con reverencia al entrar en nuestras casas.
Entonces me mostró un artefacto, como una especie de receptáculo cilíndrico que estaba colocado junto a la jamba de la puerta, en el lado derecho del pórtico.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Dentro de la mezuzá se guarda un pergamino con inscripciones del libro del Deuteronomio copiadas por un escriba.
—¿Y qué dicen esas escrituras?
—Es como la consigna de la fe judía. Lo llamamos el Shemá, y dice así: «Escucha, oh Israel, el Señor nuestro Dios es uno». También se contienen palabras iluminadoras de la promesa de Dios al pueblo Judío.
Me quedé pensativo, contemplándola. Aquellas explicaciones enfriaron un poco mis deseos, a pesar de lo graciosa que estaba ella, con una sencilla túnica holgada, pero adherida a la altura de los pechos; la piel clara, pulcra, el cuello delgado y la melena rubia liberada cayéndole sobre los hombros.
—Veo que te empeñas en hacerme judío —le dije con sorna.
—Quisiera pasarme la vida contigo —suspiró entornando sus ojos soñadores—. ¿Hay algo malo en eso?
—¿Qué dice tu padre de lo nuestro?
—Deberías atender a lo que él mismo quiere hablarte. Ahora está fuera de casa, pero regresará a mediodía. Esperaba él tener una prudente conversación contigo esta tarde. Quiere proponerte algo…
—¿Qué?
—No debo anticipar sus explicaciones. Quédate a almorzar y podrá decírtelo él mismo.
Aguardé poseído por la curiosidad a que regresase el trujamán. Y cuando llegó, nada más verle entrar, le dije con descaro:
—Se te ha olvidado tocar la mezuzá.
Él rio con satisfacción y contestó:
—¿No te ha explicado esta hija mía que hay otra mezuzá en la parte de afuera? Ésta de adentro se toca al salir, pero al entrar suele hacerse con la que está en la jamba que da a la calle. Yo acabo de cumplir con ese piadoso deber.
—Siempre hay algo nuevo que aprender —sentencié.
Levana corrió a buscar la jofaina. Descalzose el padre y dejó que ella vertiese amorosamente agua en sus pies cansados y viejos. Él le dijo:
—No te esmeres demasiado, hija mía, ya sabes que he de bañarme de cuerpo entero esta tarde para el Shavuot.
Noté que ella se ponía algo nerviosa antes de preguntarle:
—¿Qué te han dicho? ¿Podremos ir los demás?
—Iremos todos, como siempre. Aunque La Señora está muy enferma…
—¿Se muere?
—Sólo el Eterno lo sabe…
Levana me miró. Yo no comprendía a qué se referían. Entonces su padre me aconsejó:
—Debes ir a tu casa para tomar un baño y vestirte adecuadamente. Esta tarde iremos al palacio de don José Nasi para celebrar una fiesta. Le he preguntado si tendría a bien que acudieras con nosotros como invitado y no tuvo ningún inconveniente. Es una buena oportunidad para que le conozcas. Estarán únicamente los familiares, los sirvientes y los amigos de mayor confianza. No encontraremos mejor ocasión para que puedas departir con él.
—Gracias, muchas gracias —expresé.
Se me quedó mirando muy fijamente mientras afirmaba con apreciable afecto:
—En esta casa se te quiere, amigo Cheremet. No han pasado dos meses desde que entraste por primera vez por esa puerta y te has ganado nuestro corazón. Sé que tienes curiosidad y tal vez algún interés comercial por conocer a mi amo. Creo que es justo que yo te haga ese favor.