El caballero de Alcántara (25 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero de Alcántara
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—Es el señor Isaac Onkeneira —explicó Melquíades de Pantoja—. También él sirve al honorable señor don José Nasi, como trujamán. Y puedo decirte que es el hombre más erudito de Estambul.

—No exageremos, no exageremos —protestó él con modestia.

El tercero de los visitantes nada tenía que ver con los Mendes y no era judío como los otros dos. Éste se llamaba Tursun al-Din y era un mercader persa que se dedicaba únicamente a las alfombras. Tan joven y elegante como el primero, moreno, de pelo rizado, vestía calzones de lino y una especie de camisón inmaculadamente blanco. No tardé en darme cuenta de que se había agregado al grupo por pura casualidad. Porque, desde luego, no me cabía la menor duda de que Pantoja venía preparando este encuentro a conciencia, aunque pudiese parecer que era una reunión desenfadada para ir a comer pescado después de hacer negocios.

—¿Y dónde será la fiesta? —preguntó el persa, entornando unos negrísimos ojos ávidos de diversión—. ¿Adónde nos llevas, Pantoja?

—Iremos a ver si hay suerte y podemos degustar unos peces de tierra —contestó el mercader.

—¡Oh, peces de tierra, qué buena idea! —exclamó Cohén, alzando su orgullosa testuz.

—¿Peces de tierra? —pregunté—. ¿Qué demonios es eso? Nunca antes lo he oído.

—¿Cómo? —observó el anciano Isaac Onkeneira—. ¿Y tú has vivido en Estambul?

En ese momento me di cuenta de que había metido la pata. Pero, gracias a Dios, Pantoja hizo uso ágilmente de su astucia de espía y se apresuró a contestar por mí:

—Amigos, Cheremet pasó su mocedad en casa del
nisanji
Mehmet Bajá, el hombre más austero de la Corte del gran Solimán. ¿Imagináis peces de tierra en su mesa?

—¡Oh, claro que no! ¡Ja, ja, ja…! —rieron con ganas todos la ocurrencia.

—Amigos, en la casa del
nisanji
sólo comí verduras y arroz cocido —añadí, fingiendo la mayor naturalidad, a pesar de haberme azorado a causa de mi desliz.

—Bien, vayamos ya —dijo Pantoja—, que los peces de tierra requieren su tiempo.

El lugar donde debíamos comer tan célebre y extraño manjar era una posada que estaba muy próxima a mi casa, en la misma manzana, en un callejón cerrado y umbrío que daba a la plazuela como único acceso.

Nada más entrar en el mesón, nos llegó un delicioso aroma de pescado frito.

—¡Señores, bienvenidos! —salió a recibirnos un alegre joven.

—Sólo nos quedaremos si tienes peces de tierra —le advirtió Pantoja.

—Señores, acompañadme al patio —dijo el muchacho, esbozando una alegre sonrisa—. Veamos qué se puede hacer.

El mesón era un lugar extraño, pero a la vez agradable; todo de madera: las paredes, los techos y el entarimado del suelo crujía a cada paso. El interior parecía un laberinto confuso en el que las estancias se superponían en diferentes niveles, de manera que no había corredores. No se veían espacios vacíos, pues se aprovechaba hasta el último rincón. Por todas partes se extendían tapices, cojines mugrientos y mesas bajas de las que usan los turcos para comer o sentarse junto a ellas para tomar té y conversar. Pero no había ni un solo cliente.

Siguiendo al joven mesonero, llegamos a un pequeño patio cuyos muros estaban completamente cubiertos de madreselvas.

—Tomad asiento, señores —dijo el muchacho.

Nos sentamos en unos taburetes y apareció enseguida un chiquillo que nos sirvió vino a los cinco. Permanecíamos en silencio, observándolo todo, como quien asiste a un ritual.

—Vamos allá —dijo el muchacho.

—A ver si hay suerte —añadió Pantoja.

El joven mesonero cogió una caña de pescar que estaba apoyada en la pared y la preparó con su correspondiente sedal atado al anzuelo.

—Ahora verás —me dijo Pantoja—. ¿Crees que se pueden pescar peces en el patio de esta casa?

—¡Qué cosas dices! —exclamé—. ¿Me tomas el pelo?

Entonces fui testigo de un prodigio que parecía cosa de encantamiento: el muchacho retiró un pedrusco del suelo del patio y, por el hueco que quedó abierto, introdujo el hilo con el cebo enganchado al anzuelo. Creí que se burlaban de mí. Pero al cabo de un rato el joven tiró de la caña y sacó un pez de un par de cuartas de tamaño.

—¡Hoy pican, señores! —exclamó—. ¡Estamos de suerte!

No salía de mi asombro. Después de aquel pez, fue sacando uno detrás de otro, hasta reunir media docena o más. Cuando creyó que eran suficientes, los saló y los fue friendo enharinados en un perol que tenía preparado sobre la lumbre otro muchacho allí al lado.

Yo no daba crédito a mis ojos. Me aproximé al orificio por el que se había hecho la pesca y sólo pude ver la negrura del fondo. En efecto, aquellos peces parecían ser de tierra, pues allí no se veía agua alguna.

—¿Cómo puede ser esto? —pregunté—. ¿Qué suerte de brujería es esta pesca?

Entonces Pantoja me explicó que en aquella parte de la ciudad se producía ese prodigio desde siempre. Bastaba hacer un agujero en el suelo e introducir un anzuelo con cebo para conseguir pescar peces. Era aquélla una de las muchas rarezas propias de Estambul.

Capítulo 32

Durante los días que siguieron a la comida en la taberna de los peces de tierra, intenté sutilmente entablar amistad con el joven administrador de don José Nasi, el amanuense Cohén Pomar. Pero resultó que, tal y como delataba su presencia altiva, era un hombre orgulloso y distante que recelaba de cualquier aproximación a su persona que no llevase intenciones puramente comerciales. Mi afán de tratar con él me costó un dineral: seiscientos ducados gastados en lana de Karamamia que tuve que comprarle en mis intentos de estrechar lazos. Él debió de quedarse encantado por el trato; mas yo me sentí como un idiota, después de rondarle en largas y fatigosas sesiones de conversación acerca de las ovejas turcomanas y las bondades de sus guedejas. Pero, de su amo don José Nasi, no soltaba prenda.

Sin embargo, quiso la suerte que mi destino se cruzase con la familia de Isaac Onkeneira, el sabio que servía de trujamán al duque de Naxos desde que llegó a Estambul. El feliz encuentro se produjo de una manera tan casual e inesperada que al principio no me di casi cuenta de que las circunstancias empezaban a favorecerme providencialmente. Aunque había yo aprendido a desconfiar de los beneficios rápidos y de las ilusiones imprevistas.

El caso es que, una de aquellas tardes largas de mayo, me dejé convencer por mi amigo Gamali para ir a rebuscar poemarios en el mercado de los libros que se encontraba junto a la mezquita de Bayaceto. Era aquél un lugar muy animado y pintoresco, donde tenían sus establecimientos los fabricantes de turbantes, papel, plumas de ganso, cálamos, tintas… También se instalaban allí los escribientes dispuestos a redactar una carta, un memorial, una solicitud o cualquier otro escrito, así como los copistas de libros. Podía encontrarse todo tipo de volúmenes del Corán: en rollos, en tiras, en tablillas, encuadernados… y un sinfín de compendios, comentarios y epítomes de los teólogos. Aunque asimismo se podían adquirir obras más sencillas: colecciones de cuentos orientales, antiguas historias de héroes, vidas de hombres santos, cuadernillos de poesía y hasta prácticos manuales sobre el orden de los astros, la jardinería, las hierbas medicinales, esencias, emplastos y demás artes de la botica o la crianza de abejas y la obtención de su miel, entre muchos otros tratados la mar de curiosos.

Encandilado por la abundancia y variedad de poemarios de los cantores persas de antaño, Gamali no llevaba cuenta del tiempo transcurrido. Pero yo me aburría sentado bajo la sombra de un sicómoro, porque me resultaban indescifrables las enrevesadas escrituras del árabe arcaico. Y de vez en cuando le rogaba:

—Vayámonos de una vez a alguna taberna de Pera a escuchar el sonido de un buen
saz
. Estoy cansado de tanto libro…

—Un momento, sólo un momento… Hay aquí bellísimos poemas que quiero memorizar. Después les pondré música. Es lo que suelo hacer. ¿De dónde crees que saco la inspiración? —contestaba él, sin levantar la vista de las amarillentas páginas de los libros.

En esto, alguien a mi lado me tocó suavemente en el hombro.

—Señor Cheremet Alí, qué grata sorpresa.

—¡Oh, señor Isaac Onkeneira! —exclamé, al reparar en quién era.

El venerable trujamán de don José Nasi estaba frente a mí y yo bendije mi suerte.

—Suelo venir a menudo a este lugar —manifestó él—. Éste es el mercado favorito de los que amamos la lectura. Aunque he de decir por ello que me sorprende encontrarte aquí, pues me pareció entender el otro día que te dedicabas a otro tipo de mercancías: sedas, lanas, esencias…

—Ciertamente, no comercio con libros, pero ello no quiere decir que no los ame. He venido a buscar algún poemario.

—¡Ah, resulta que te gusta la poesía! —exclamó con visible satisfacción—. ¡Cuánto me alegro! ¿Cuál es tu poeta favorito?

—Yunus Emre —contesté con seguridad.

—¡Anda, el viejo sufí, el cantor de lo oculto! Me sorprende que un mercader de tejidos tenga tales gustos.

—También hay belleza en un buen bordado —repuse—. Encuentro belleza en las telas que compro y vendo. Aunque… ¿Cómo comparar eso con un buen poema?

—Qué verdad, amigo; ¡qué gran sinceridad! Me alegro de que tus gustos coincidan con los míos. También amo yo los poemas de Yunus Emre, aun siendo judío. ¿Recuerdas aquella hermosa frase suya? «Todo el reino de tu ser ha de ser invadido por el Amigo…»

—No la conocía, y te agradezco que me la regales. Desde hoy la guardaré en el corazón.

En esto, se acercó Gamali, que seguía con su búsqueda de canciones un poco más allá. Y que no por ello dejaba de estar pendiente de nuestra conversación, por lo que se inmiscuyó recitando con toda solemnidad:

Oh sabios
,

Mucho mayor es la gloria

De entrar en el corazón humano
.

Meditó durante un momento el trujamán y proclamó después como respuesta:

¡Oh tú que deseas conocer tu origen
!

En esencia tú eres un sultán
;

Sin embargo, has llegado desnudo a este mundo

Y abandonarás este mundo desnudo
.

¡Oh ser humano
,

Conviértete en sultán del mundo eterno
,

O bien permanece eternamente desnudo
!

—¡Sublime! —exclamó Gamali.

—Tú y yo nos conocemos —le dijo el trujamán—. Todo el mundo en Estambul conoce al viejo músico Gamali. Tus laúdes son célebres. Y ahora comprendo por qué el amigo Cheremet Alí ha llegado a conocer los versos del poeta Yunus Emre…

—Señor Onkeneira —respondió Gamali—, nos hemos encontrado aquí muchas veces rebuscando entre los viejos libros tú y yo, el uno al lado del otro, mas nunca nos hemos dirigido la palabra. Es para mí un grandísimo honor saber que me conoces, pues tú eres el hombre más sabio de Estambul.

—No he pretendido adularte —observó el trujamán—. Y no tienes necesidad de hacerlo conmigo… Digamos sencillamente que ambos somos amantes de la poesía y ¿cómo no habríamos de encontrarnos en este lugar?

Bendiciendo mi suerte, me daba cuenta de que aquella ocasión no podía ser más venturosa: Onkeneira y Gamali parecían profesarse una mutua admiración, de la cual estaba yo dispuesto a sacar el mayor provecho. Así que propuse:

—Señores, estamos aquí bajo el sol y el calor aprieta. Si ya no tenemos mejor cosa que hacer esta tarde, ¿por qué no nos vamos los tres a conversar a alguna taberna cercana?

—Muy bien dicho —respondió el trujamán—. Por mi parte, sólo he de recoger un encargo aquí al lado. Una vez hecho lo cual, me encantará departir un rato con vosotros.

—Se me ocurre que podemos descender hacia los embarcaderos —opinó Gamali—. El Bósforo está fresco a esta hora y hay tabernas con sombra bajo loa emparrados.

—¡Magnífica idea! —exclamó el trujamán.

—Pues vamos allá —dije a mi vez, encantado.

Nos detuvimos en el penúltimo de los establecimientos del mercado de libros para que Isaac Onkeneira recogiera su encargo. Después, descendiendo ya de camino hacia el puerto por las calles en cuesta, explicó él:

—Esto que he recogido es un viejo libro que mandé copiar. Se trata de la
Epopeya de Köroglu
.

—¡Qué maravilla! —exclamó emocionado Gamali—. ¿Me dejarás verlo?

—Naturalmente.

Tomó el músico en sus manos el libro y lo ojeó con avidez. Luego manifestó:

—Es mi leyenda favorita. Aprendí las canciones y melodías atribuidas a Köroglu hace muchos años en Anatolia.

Llegamos frente al embarcadero. Las gaviotas saturaban el aire y los pescadores se alineaban al borde del agua con sus largas cañas. El verdor de las parras resaltaba sobre las viejas paredes de madera oscura y sucia de las tabernas. Olía a fritangas y especias. El Bósforo enrojecía hacia la puesta de sol y la tarde resultaba allí lánguida y parsimoniosa.

—Yo no bebo vino —se excusó el venerable trujamán cuando nos sentamos—. Hace tiempo que sufro una dolencia de estómago que no me lo permite. Pero disfrutad vosotros de la bebida, amigos.

—Lástima —dijo Gamali—. Vino y poesía es el mejor maridaje del mundo.

—¿No añadiríamos «mujeres»? —opiné.

—¡Qué juventud! —exclamó el trujamán—. ¿Eres acaso soltero?

—Sí.

—Entonces digamos que eres un hombre libre. Yo, en cambio, me casé dos veces. La segunda después de enviudar, naturalmente. ¡Soy judío!

—Yo tengo mis dos mujeres y once hijos —dijo con sorna Gamali—. ¡Entre todos me han arruinado! Hoy sólo me interesan la poesía y el vino. Celebramos la ocurrencia con risas.

Cuando nos hubieron servido, Onkeneira puso encima de la mesa la flamante copia que acababa de adquirir. La
Epopeya de Köroglu
era un bello libro con diminutas ilustraciones que representaban la azarosa vida del famoso héroe turco: Köroglu es hijo de un hombre al que sacan los ojos en un injusto castigo; un acto por el que el héroe clama venganza e inicia una curiosa aventura como músico y poeta que canta su desgracia y busca la justicia verdadera ayudando a pobres y oprimidos.

Emocionado al contemplar el libro, con sus coloridas páginas llenas de poemas y miniaturas, Gamali se puso a cantar:

Oh, Köroglu, soberbio y valiente

—¡Cantas maravillosamente! —exclamó el trujamán.

—Pues nada es lo mío comparado con este amigo nuestro. —Me señaló—. Deberíais oírle cantar acompañándose con el laúd.

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