Él permanecía impasible, orando:
—Señor, soy un pecador. Tened piedad y misericordia de mí. No merezco tus favores, Dios mío.
Estupefacto, contemplaba yo a tan grande caballero, que se humillaba con el rostro por tierra, arrugado sobre sí mismo, empapado en sangre y sudor, tembloroso y vencido por el arrepentimiento.
En mi desconcierto, la duda brotó espontáneamente: «o era un gran santo frey Francisco de Toledo o, ciertamente, un gran pecador».
Encontré a mi hermano Lorenzo mucho más grueso que la última vez que le vi. Unido esto al aire monacal que suele adquirirse en la clausura, me parecía un santo varón que poco recordaba al muchacho que se crió conmigo.
Cuando se lo dije, enseguida replicó:
—También tú estás muy cambiado. ¡Qué gran verdad es eso de que vivir es un soplo! Al verte así, con ese hábito de caballero de Alcántara, más maduro y con los ademanes propios de tu estado, he sentido que toda una vida ha pasado.
—¡Oh, hermano, apenas tenemos treinta años! Si es voluntad de Dios, nos queda mucho aún por vivir…
—Verdad es eso. Por cierto, ¿qué te trae por aquí? Supongo que no habrás hecho este largo viaje sólo para verme.
—Me alegro harto por este encuentro, hermano. Pero, a decir verdad, estoy en Guadalupe obedeciendo órdenes de mis superiores. He de cumplir una misión y, según mandan quienes tienen potestad para ello, he de empezar por aquí.
—¿De qué se trata? Si puede contarse.
—¡Ojalá pudiera decírtelo! Mas, tan secreto es el negocio, que ni yo mismo, que he de llevarlo a cabo, sé todavía lo que debo hacer.
—¡Qué cosas! —suspiró—. Cierto es que anda el mundo muy revuelto. Los demonios protestantes siembran la cizaña en toda Europa, los enemigos de la cristiandad crecen por doquier y el turco no da respiro a nuestro rey en el Mediterráneo. Sólo Dios será capaz de aventar el trigo y separar la parva… En tal estado de cosas, es de suponer que Su Majestad quiera contar con las órdenes militares para llevar a buen fin sus propósitos. No me extraña que se reclamen los servicios de caballeros jóvenes e intrépidos como tú, hermano mío.
—Se hará lo que se pueda —observé con modestia.
No fue hasta el tercer día de nuestra estancia en Guadalupe que frey Francisco de Toledo no tuvo a bien llamarme para darme explicaciones. Su ayudante vino a avisarme de que el comendador me aguardaba en uno de los despachos del monasterio y se me mandaba que acudiese solo.
Cuando entré en aquella reducida dependencia, me encontré con una agradable sorpresa: era la primera vez que le veía sonreír, aunque se notaba que le costaba.
—Muchacho —me dijo sin más preámbulos—, tengo cincuenta y tres años cumplidos. He servido a la santa Orden de Alcántara durante treinta y tres. Recibí este hábito poco antes de partir hacia la campaña de Argel con nuestro señor el invicto César Carlos, y profesé como caballero durante la guerra contra los protestantes de la Liga de Esmalcalda cuando tenía más o menos tu edad. Jamás me he arrepentido de servir a Dios y al rey llevando a los pechos la verde cruz que nos representa. He sido primero comendador del Esparragal y después de Acebuche, he administrado Eliche y Castilleja, tras lo cual he desempeñado diversos cargos, visitador, procurador en Roma, tesorero en Alcántara, clavero… No te cansaré. Ahora, se me manda ir a lejanas tierras para gobernar en nombre de Su Majestad las provincias del Perú… No me apetece ir allá, lo digo de corazón, pues quisiera envejecer y morir aquí, en mi tierra de origen. Pero un cristiano no debe hacer sólo lo que le viene en gana. Bien sé que somos peregrinos en este mundo y que, aun en el lugar más amado y tranquilo, somos seres de paso. Asumo pues ese destino. Desde aquí iré a presentarme en la Corte para recibir las instrucciones que el rey quiera darme. Pero antes, en este santuario de Guadalupe, he de cumplir un encargo que se me hace. Y que también te afecta a ti. ¿Estás dispuesto a saber de qué se trata?
—Ardo en deseos, excelencia.
—Bien —dijo con circunspección, mirándome muy fijamente a los ojos—. Es un asunto complejo, pero trataré de explicártelo en la medida que me corresponde. Pues hay una parte en todo esto que es muy reservada, en la cual no tengo licencia para darte más detalles.
Me había hecho ilusiones de conocer al fin el alcance y entresijo que guardaba la misión que se me encomendaba, en medio de tanto secreto. Pero me daba cuenta de que el misterio iba a durar más de lo que pensaba. Eso empezaba a exasperarme.
—Este santo monasterio donde nos hallamos —prosiguió el comendador—;, tan querido y beneficiado por nuestros cristianos reyes, guarda en sí muchos tesoros: obras de arte, cuadros, esculturas, rica alfarería… Aquí la belleza ensalza a Dios, a su divina Madre y a los santos por medio de la mano de ingeniosos y hábiles creadores que trabajan constantemente las diversas materias para expresar con su maestría lo que lengua alguna puede explicar ni ensalzar: el misterio grandísimo de la fe.
Escuchaba yo muy atento, lleno de curiosidad, deseoso de saber adónde conduciría aquella larga perorata.
—De entre todas las artes —prosiguió él—, hay una que destaca desde hace siglos en este santo lugar: la bordaduría. Ese oficio, antiguo, exquisito, delicado y sumamente necesario, tiene aquí sus más primorosos maestros. Este santuario, donde se honra a Dios y a María Santísima en solemnes oficios, ante la presencia de emperadores, monarcas, nobles caballeros y damas venidos desde toda la cristiandad, ha menester de contar con los ropajes litúrgicos adecuados para que los sacerdotes puedan ejercer el ministerio del altar como corresponde al lugar. Así que funciona en el monasterio desde hace siglos un taller de bordados como no hay otro en parte alguna del mundo. ¿Lo sabías?
—Claro, excelencia —asentí—. Conozco bien el monasterio; pues como bien sabéis, un hermano mío es en esta santa casa monje de San Jerónimo.
—Lo sé y en ello también obra la Providencia. Pues aquí precisamente empieza tu misión, en el conocimiento de las artes que en Guadalupe se cultivan. Habrás de aprender sobre telas, tejidos, hilos, sedas y demás, así como acerca de la riqueza y variedad de las técnicas y habilidades de costureros y bordadores. Los maestros del taller de bordaduría del monasterio te enseñarán.
—¿Eh? —exclamé en el colmo de la extrañeza—. ¿A mí? Pero… ¿Es que la misión consiste en ser bordador?
—¡Ah, ja, ja…! —rio al fin el adusto comendador—. Los caballeros de Alcántara solemos saber un poco de todo: de números y cálculos, de ganados, de labores agrícolas… Mas no se cuenta entre nuestros oficios el de bordadores. ¡Ja, jaj ja…! ¡Qué ocurrencia!
—¿Entonces? Realmente no comprendo por qué he de aprender de esas cosas…
—Humm… Es de entender tu estupor, muchacho. Si a mí me hubieran hecho semejante encomienda a tu edad, me habría sorprendido de la misma manera. Pero para eso precisamente estoy yo aquí, contigo, para darte cumplidas explicaciones de tan raro encargo. Hasta donde me han dado licencia para ello, como es natural. Pues toda misión secreta, como la misma palabra indica, guarda su parte oculta para quienes no han de estar en ello. Por lo tanto, presta suma atención a lo que he de decirte.
—Soy todo oídos.
—Muy bien —dijo aproximándose a mí cuanto podía—. Resulta que hay escondidas y graves razones de Estado que reclaman de ti un servicio harto difícil en Venecia. Mas no has de ir allá como caballero de Alcántara, ni como soldado, ni siquiera como simple súbdito del rey de las Españas. Porque habrás de entrar en aquella república y salir después veladamente, de tapadillo, oculto bajo otra identidad, sin que nadie sepa quién eres, excepto los que estamos ahora en ello.
—Comprendo —dije—. Se me pide que vaya a espiar al servicio de nuestro rey. Ya conozco ese oficio.
—Eso es. Y ésa es la razón por la que se te pide que aprendas cosas sobre telas y bordados. Te camuflarás haciéndote pasar por uno de tantos comerciantes que van al Levante a hacer negocios. Dado que viviste largo tiempo en tierra de moros, primero en Susa de Tunicia y después en Constantinopla, hecho cautivo del turco, eres el más indicado por conocer aquellas lenguas y costumbres. Ser hombre docto en tejidos te resultará muy útil para que no te descubran, pues si así fuera se daría al traste con todo el plan.
—Pero… ¿qué he de averiguar en concreto?
—Esa pregunta excede de mis competencias —observó—. Mi tarea termina aquí, poniéndote en manos de los maestros del taller de bordaduría. El resto te lo revelarán en Madrid los secretarios de Su Majestad.
—Entiendo —asentí—. Sólo me gustaría saber una cosa más, si pudiera decírmela vuestra excelencia.
—Pregunta lo que quieras —otorgó—. Si está en mi mano resolver tus dudas…
—¿Quién me propuso para esta encomienda?
—Don Álvaro de Sande. ¿Quién sino? Él te tiene en gran estima. Me escribió hablándome de tus virtudes, de tu valentía y aguda inteligencia, las cuales te valieron para escapar del turco y acudir presto a avisar de que el enemigo planeaba atacar la isla de Malta. ¿Quién mejor que un hombre probado, como tú, para algo semejante?
—¡Mi maestre de campo, don Álvaro de Sande! —exclamé—. ¿Qué es de él? ¿Goza de salud a pesar de sus muchos años? —quise saber.
—No le falta, aun teniendo casi cumplidos los ochenta. Por estas fechas debe de estar ya camino de Milán para hacerse cargo del gobierno de aquellas provincias.
—¡Qué valor!
—Ciertamente. Hombres como él es lo que necesita nuestro rey. Por eso, tú y yo no hemos de arredrarnos ante lo que se nos ponga por delante.
—Cuente conmigo Su Majestad —dije.
—Así me gusta, muchacho. Y ahora dime: ¿recuerdas bien la lengua turca?
—Perfectamente. Podré pasar inadvertido, pues ninguna costumbre de los infieles se me escapa. Conozco sus principales oraciones y hasta en mis intimidades puedo parecer uno de ellos. Me dejé circuncidar para así poderles espiar mejor fingiéndome moro, según me mandó el jefe de los espías de Constantinopla.
—Sí —asintió—. He tenido conocimiento de los perjuicios que ello te reportó después, en manos de la Santa Inquisición.
—¿Cuándo habré de partir? —pregunté impaciente.
—La cosa pide premura. Lamentablemente, no hay tiempo para acomodar este negocio con el cuidado que requiere cosa tan aventurada. Pero Su Majestad teme que los turcos estén preparando algo y necesita prontas informaciones. Así que, en apenas una semana, deberás aprenderte lo de las telas. Después irás a Madrid y allí se te darán las demás instrucciones.
¿Poco más de una semana para adquirir los conocimientos necesarios acerca de los tejidos y sus labores?; ¡qué engañado estaba en esto el comendador! Ni cien días bastarán para saber lo más mínimo necesario en tal menester y poder pasar, cuanto menos, por alguien medianamente platico. Pues hay oficios que sólo se aprenden de niño, como novicio al que le salen los dientes y empieza a dar sus primeros pasos en el obrador donde ha de pasarse luego el resto de su vida. De manera que no hará buen pan sino el hijo de panadero o el que se cría en tahona, ni buen vino quien no crece en el lagar, ni forjará templado acero el que no alcanza el uso de razón entre las ascuas y humos de la fragua, ni sabrá tallar con primor la madera sino el mozo que se arrima al ebanista… Y así podría seguir enunciando cuantos oficios hay que requieren pericia, práctica y soltura. Mas, de entre todos ellos, hay algunos que son de suyo muy difíciles y piden mayor atención y talento. Son estos los que, además de tarea manual, maña y entendimiento, exigen al artesano que reciba el soplo de ese misterioso don, al cual solemos llamar ingenio. Cuando esto sucede, se supera la simple maestría y el trabajo de las manos lo consideramos arte.
Y si por arte entendemos, por antonomasia, cualquier actividad humana dedicada a la creación de cosas bellas, en el taller de bordaduría del monasterio de Guadalupe alcanzaba esa palabra su más perfecto sentido. En efecto, allí no se trataba sólo de manejar telas y telares, sino que las habilísimas manos de los bordadores componían sobre los tejidos las más bellas y ricas escenas: auténticos cuadros en miniatura, a base de hilos de oro, plata y cobre, con figuras humanas, edificios, cielos azules, plantas, flores y frutos. ¡Una maravilla!
El propio frey Francisco de Toledo se daba cuenta, como yo, de la delicadeza y complejidad de este trabajo, cuando ambos visitábamos el taller acompañados por el prior del monasterio.
En un gran edificio próximo al santuario, se sucedían las dependencias donde se realizaban con suma calma y atención las diversas tareas: cardado, hilado, tinte, tejido, armado de bastidores, disposición de husos, ruecas, bolillos y, por último, la más noble de las labores, cual era el bordado, fin y culminación del esfuerzo de tanto personal. La luz entraba a raudales por los amplios ventanales y arrancaba destellos de las composiciones que eran verdaderas joyas.
Fray Hernando de Ciudad Real, el prior de Guadalupe, explicaba, mientras recorríamos admirados el taller, la importancia de tan sublime oficio:
—En un santuario como aqueste necesitamos hermosear la liturgia como bien merecen las diversas fiestas y celebraciones que manda la Santa Iglesia. Ya desde antiguo se consideró muy conveniente dotar a la sacristía de los ornamentos y ropajes litúrgicos adecuados a tal fin, para lo cual se tuvo a bien instaurar una auténtica escuela de bordaduría. Vean, vean vuestras mercedes cómo se aprende aquí tan delicado oficio.
El prior estaba muy orgulloso por contar en su monasterio con quienes decía ser los más grandes maestros en el arte del bordado. De entre ellos destacaba la singular figura de Pero López, hermano que era nada menos que del letrado don Gregorio López, consejero de Indias, fiscal y visitador de la Casa de Contratación de Sevilla.
—Vengan, vengan vuestras mercedes —nos dijo el prior—, que se lo presentaré. Es un hombre de gran sencillez, a pesar de ser el más cotizado bordador del reino y de tener un hermano ilustre.
En un extremo del taller, bajo una ventana y rodeado por varios aprendices, trabajaba el tal Pero López. Al vernos aproximarnos a él, se puso en pie enseguida e hizo una cumplida reverencia.
—Helo aquí —señaló el prior—. El maestro de los maestros. Él dirige la escuela y nada de aquí se hace sin su anuencia.
El director de la bordaduría era un hombre menudo, en extremo humilde, de aspecto débil, cuyo rostro desaparecía detrás de unos grandes anteojos de gruesas lentes. Pálido, de miembros pequeños y manos delicadas, parecía todo él creado para dedicarse al oficio que desempeñaba. Así, tan sonriente, sosteniendo la aguja, con los brillantes dedales puestos, la barbita de chivo blanca y un largo delantal azulón ofrecía una presencia verdaderamente curiosa.