Era la última hora de la tarde cuando divisamos Madrid a lo lejos. El aire caliente, tormentoso, levantaba polvo molesto en la carretera. Se veían las hileras de los montes, y en el fondo aparecía la villa. El camino se iba abriendo paso entre huertas y viñas donde brillaba la dorada fruta y la uva en sazón. Cruzamos el río Manzanares por un puente, desde el cual vimos el agua mansa correr, reflejando las alamedas de las orillas. Bulliciosas lavanderas hablaban a voz en cuello mientras recogían la colada puesta a secar en los arbustos.
Animado por la curiosa escena, el sastre no pudo evitar que le brotara de nuevo el deseo de cantar:
Lavaba la moza hermosa
junto al laurel y la rosa
…
—¡Calle, hombre de Dios! —le mandó f rey Francisco—. Que nos van a tomar por gente vil e indecorosa.
—Pues no sé qué de malo puede haber en cantar…
—¡En boca cerrada no entran moscas!
Más adelante se pasaba por un arrabal de casas pobres, de maderas y adobe, y después por una amplia calzada, donde los edificios eran más sólidos; casonas con grandes portones, entradas de carros, cobertizos y cuadras. Luego se bordeaba un tramo de la muralla y empezaban a abundar los talleres, los negocios, sastrerías, sombrererías, armerías…
Una hermosa puerta conducía directamente al ámbito de los caserones de mejor fábrica, los conventos, las iglesias y los majestuosos y sobrios palacios. Al final del barrio noble se alzaba el Real Alcázar.
—Hemos llegado —dijo el comendador—. Como no podemos perder ningún día, pues el tiempo apremia y nos aguardan con impaciencia, iremos ahora mismo a dar aviso de nuestra llegada y a pedir audiencia a los secretarios de Su Majestad.
Como quien conocía bien las dependencias de aquellos alcázares, frey Francisco se adentró por una de las puertas sin que ninguno de los guardias le dijese nada. Pero a nosotros nos pidió que le aguardásemos en la plaza de armas.
Arriba, en las almenas, los centinelas se daban las novedades con monótonas voces. Se había hecho de noche y los sirvientes encendían las llamas de los faroles. El aire era caliente, sofocante, y traía aromas de tierra mojada.
—Se me pone la carne de gallina sólo de barruntar que estoy a un tiro de piedra del Rey nuestro señor —comenté, pues no podía pensar en otra cosa que en eso.
—¿Eh? —exclamó sobresaltado Hipacio—. ¡Pero qué dice vuaced! ¿El rey? ¿Aquí?
—Pues claro —respondí—. ¿Dónde estamos sino en los palacios de Su Majestad? ¿.Ves aquellas torres y aquellas ventanas? Son las más altas y nobles. Seguramente han de ser las dependencias reales.
—¡Ay, madre mía!
—Pero… ¿No sabías acaso, Hipacio, que veníamos a palacio?
—¡Qué voy a saber yo! Si con ese señor comendador no se puede decir ni esta boca es mía. Sólo se me dijo que veníamos a Madrid. Mas… ¿a ver a Su Majestad? Si yo no he ido en mi vida miserable más allá de Trujillo a comprar telas al mercado de los jueves… ¡Qué voy a saber yo!
Estando en esta conversación, regresó frey Francisco visiblemente azorado.
—No se despacha aquí —anunció—. El Rey nuestro señor hállase en Segovia. Aunque es noche cerrada, hemos de continuar el viaje hasta allá. No es cuestión de demorarse. Los secretarios nos aguardan con impaciencia. Pernoctaremos por el camino en cualquier sitio y, mañana, si Dios quiere, podremos presentarnos para ventilar los asuntos que nos traen.
En el alcázar de Segovia despachó con los secretarios reales primeramente el comendador, sobre sus propios asuntos, como era de comprender. Estuvo toda la mañana en las dependencias del palacio, mientras yo esperaba mi turno en un recibidor austero, donde un enorme reloj señalaba las horas, eternas, con un monótono y metálico tictac.
Por fin apareció un escribiente con papel y cálamo y me hizo muchas preguntas. Anotó cuidadosamente mi nombre, apellidos, lugar de nacimiento, orígenes, linaje, estudios, habilidades y aficiones. Una y otra vez me hacía repetir las mismas cosas, hasta que estaba completamente seguro de la contestación para escribirla pacientemente.
—¿Trae vuestra merced carta de presentación?
—Vengo con su excelencia el comendador frey Francisco de Toledo —respondí.
—Eso ya se sabe —dijo fríamente—. Me refiero a si trae vuestra merced algún documento de los superiores de Alcántara.
—He aquí el suplicatorio hecho por el reverendo padre prior del convento de San Benito, en el cual solicita de Su Majestad que me sea concedida la licencia para salir de dicho convento.
—¿A ver?
Le extendí el documento y él lo leyó con sumo detenimiento.
—Bien —dijo—. ¿Algo más?
—No, señor —contesté—. Sólo se me ha comunicado que debía comparecer antes los secretarios reales.
—¿Se pide de vuestra merced algún servicio en concreto? —insistió.
—Es cosa reservada, según se me ha dicho.
—Bien. En ese caso, aguarde vuaced a que se le llame.
Y dicho esto, desapareció por donde había venido.
Pasó el mediodía y me atenazaba el hambre, pues no había probado alimento desde la tarde anterior, dadas las prisas del comendador. El reloj persistía en su aburrido ritmo y yo no tenía mayor entretenimiento que dar vueltas en la cabeza a mis pensamientos cargados de incertidumbre.
En esto, se abrió la puerta y entró un mayordomo que venía a acomodar en el recibidor a alguien que, como yo, debía aguardar su turno para los despachos. Era éste un joven caballero que vestía el hábito de San Juan. Me puse en pie. Ambos nos saludamos como corresponde.
—Frey Luis María Monroy de Villalobos —me presenté—. Novicio de Alcántara.
Él sonrió y me miró fijamente. Era alto, de amplios hombros, fornido, de buena presencia y cierto porte arrogante; el pelo rizado muy negro, igual que los ojos, penetrantes y vivos.
—Soy frey Juan Barelli —dijo con marcado acento italiano—, del convento de San Juan de
Jerusalem
, de la ínsula del Malta;
tuitio fidei et obsequium pauperum
.
Había dispuestas varias sillas en aquel recibidor. Nos sentamos casi al mismo tiempo, el uno al lado del otro. Ninguno dijo nada más. Él se entretenía observando un cuadro viejo y oscuro en el que estaba pintado un santo. Y yo perdía la mirada en el único ventanuco que se abría a los patios.
Supongo que ambos estábamos igualmente algo desconcertados.
De soslayo, volví a fijarme en él. Debía de tener mi misma edad o quizás era algo más joven que yo. Su piel curtida delataba una recia vida al aire libre, o tal vez muchos días a bordo de un barco. Pero también pensé que el broncíneo aspecto podía deberse a las largas horas de guardia en las almenas de aquella lejana isla fortificada.
Las últimas palabras dichas por el caballero que ahora permanecía silencioso y meditabundo, situado a mi contado, resonaban en mi mente: «
Tuitio fidei et obsequium pauperum
; todo por la fe y la atención a los pobres». Era el lema de la vieja, legendaria, Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, cuyo hábito él vestía.
Me sabía yo al dedillo la magnífica historia de esa orden de caballeros. Fue fundada por el bienaventurado Gerardo allá por el siglo onceno en Palestina, tierra de nuestro Señor Jesucristo, para proteger a los cristianos de Oriente. Después, cuando cayó Tierra Santa en manos de los infieles mahometanos, pasó a instalarse en la isla de Chipre y más tarde a la de Rodas. Tras un asedio terrible del turco Solimán II, el gran maestre Felipe de Villiers abandonó las fortalezas con honores de guerra. Fue el invicto emperador Carlos quien dio luego a los valientes caballeros uña nueva isla, la de Malta, en el año del Señor de 1530. Nunca abandonó la Orden de San Juan su vocación hospitalaria y combatiente. Su flota de galeras no era grande, pero resultaba eficacísima y era la más disciplinada de la cristiandad; daba custodia a los mercaderes que navegaban a Siria o Palestina y protegía muchas plazas importantes de las costas frente a la piratería, el corso y el constante asedio del turco. Era, pues, para nuestros reinos esa isla de Malta un enclave estratégico de primera magnitud, por recalar siempre allí las escuadras que iban a dar guerra al turco y por ser la punta de lanza de las campañas contra Túnez y Argel.
Por eso, cuando se tuvo noticia en diciembre de 1564 de que la flota del Gran Turco se preparaba para atacar Malta, el rey Felipe II corrió en socorro de los caballeros hospitalarios. El propio papa Pío IV llamó a toda la cristiandad para que se uniera en aquella hora difícil y acudiera a defender la bienaventurada isla.
Me honraba haber sido elegido por la fortuna para saber en Constantinopla, cuando fui cautivo, el guardadísimo secreto del día y la hora en que la flota turca tenía previsto arribar a la costa maltesa y dar comienzo a su asedio. Quiso Dios que pudiera yo escapar llevando a la cristiandad el preciado tesoro de tan inestimable noticia. Gracias al aviso que di al virrey de Sicilia, pudo aprestarse el gran maestre, Juan de La Valette, y mandar hacer los aparatos de guerra necesarios para la defensa.
EL 29 de junio desembarcaron en Malta los primeros seiscientos hombres que venían a dar auxilio, al mando de donjuán de Cardona, y consiguieron peligrosamente llegar al burgo, pues ya desde el 18 de mayo la escuadra turca había alcanzado la costa y comenzaba el ataque.
Los sitiados se defendían con denuedo. El 7 de septiembre desembarcó al fin la flota cristiana que enviaba el Rey Católico. Iba yo en una de las naves y participé en aquella hora gloriosa bajo el mando de mi general don Álvaro de Sande, hombre ya de avanzada edad, de más de setenta y cinco años, pero más valiente y arrojado que el más mozo de los soldados. Siete días duró el fiero combate, y el 14 de septiembre la flota turca se retiró con numerosísimas bajas, entre las cuales se contaba la del corsario Dragut.
La victoria llenó de alegría a toda la cristiandad. Hasta el mismísimo Papa nos recibió en sus palacios de Roma y nos bendijo.
El caballero que estaba a mi lado, aunque ignoto para mí, debía de conocer muy bien toda esa historia. Era muy posible que, por su edad y por estar ya autorizado para vestir el hábito de San Juan, hubiera estado presente en aquella jornada de tan feliz memoria.
Me asaltó el deseo de preguntárselo. No por presumir de que había sido yo quien llevó el aviso, sino por compartir el recuerdo de unos pasados y célebres hechos que a buen seguro habíamos vivido en posiciones cercanas.
Pero, justo en el momento que me decidí a hablarle, se abrió la puerta e irrumpió el mayordomo para avisar:
—Frey Luis María Monroy de Villalobos, tenga la bondad de acompañarme vuestra caridad, es llegado su turno.
Después de un largo corredor, atravesamos un amplio salón decorado con lujo. El mayordomo golpeó con los nudillos una puerta y pidió permiso para entrar. El escribiente que me interrogó un rato antes me recibió en un despacho pequeño. Sólo me dijo:
—Su excelencia el secretario de Estado don Antonio Pérez tiene la gentileza de recibiros.
Descorrió una cortina y me indicó con un gesto de su mano que pasara a una estancia contigua. Era un despacho mucho más grande, donde se hallaba sentado, tras una enorme mesa abarrotada de papeles, un caballero esbelto, de nariz fuerte, barba y bigote cortos, castaños, y una mirada un tanto lánguida.
Se puso en pie y se aproximó a mí diciendo con estudiada cortesía:
—He aquí al caballero de Alcántara. ¡Bienvenido!
Contesté con una cumplida reverencia.
El escribiente se marchó sin volver a correr la cortina. Pero cerró la puerta del primer despacho tras de sí. El secretario y yo nos quedamos solos, el uno frente al otro.
Se acercó él a mí un poco más y, enarcando una ceja con aire interesante, me dijo:
—Y ahora que nadie nos oye, ¿será vuestra merced capaz de mostrar tanta sinceridad como si se hallara ante un confesor?
Debió de notar que me inquietaba una pregunta así, hecha por alguien a quien acababa de conocer, porque se apresuró a explicar, con una sonrisita que manifestaba suficiencia:
—Mi leal caballero de Alcántara, está aquí vuestra merced para recibir secretísimas informaciones que atañen a los más graves asuntos de Estado. Como se ha de comprender, no se elige a cualquiera para tal menester. Su Majestad ha depositado en mi persona toda su confianza para los negocios en Italia y Oriente. De manera que en este momento es como si vuestra merced estuviera ante el mismísimo rey de las Españas, salvando el respeto que merece su augustísima persona a quien Dios guarde.
—Comprendo, excelencia —respondí—. Estoy a la total disposición de Su Majestad y, por lo tanto, a la de vuestra señoría. No he venido a otra cosa sino a cumplir con lo que se me mande.
—Bien, bien… —asintió—. Pues vayamos a ello, que la cosa apremia. Ni que decir tiene que todo lo que aquí se ha de hablar es cosa muy reservada al servicio más inmediato de Su Majestad. Por ello, entienda vuestra merced que está bajo juramento desde este preciso instante. Dios habrá de demandárselo si falta en esto.
—Puede el Rey nuestro señor confiar plenamente en mí y vuestra señoría. Dése por hecho el juramento desde ahora —afirmé, mirando hacia el crucifijo que estaba sobre la mesa.
Conforme el secretario, inició un exhaustivo interrogatorio, semejante al que me hizo anteriormente el escribiente. Volvió a preguntarme sobre mis orígenes, familia, educación, aficiones… Insistía una y otra vez en las cuestiones relativas al servicio de las armas y le interesaba mucho saber quiénes habían sido mis superiores en esto. Luego dio paso a cosas más íntimas: si era yo aficionado al vino, al juego, a las mujeres galantes o públicas, si tenía amantes, queridas, enamoradas o si frecuentaba casas de lenocinio, tercerías o alcahueterías. Quiso saber también si era dado a las pendencias, si tenía enemigos, deudores o adeudados; si estaba obligado por promesas, si tenía bienes dados en prenda; cuál era mi fortuna, mis derechos y prebendas; los favores que había recibido de vivos y muertos…
Mientras yo hablaba, él tomaba notas y se quedaba pensativo, mirándome muy fijamente, como si quisiera leer mis pensamientos. Con frecuencia, me hacía volver a repetir algo que ya le había contado antes. Pero, como viera que no me contradecía en la segunda versión, musitaba satisfecho:
—Bien, bien…
Más exasperante aún resultó el cuestionario que me hizo sobre los años de cautiverio. Quería saber con todo detalle lo que había hecho yo en ese tiempo, mes a mes. Y anotó los nombres de todas las personas que traté en Constantinopla, mis amigos, o simples conocidos; aunque, más que nada, se interesó por mis posibles enemigos. Y parecía muy contento de oír que casi nadie allí podía mirarme mal. De nuevo repetía: