El caballero de Alcántara (8 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero de Alcántara
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—¿Cuánto ha de durar ese tiempo de noviciado que se pide?

—El que sea necesario. Para unos se precisa más tiempo y para otros menos. Pero, en todo caso, la estancia aquí no ha de ser menor a un año antes de profesar.

—¿Sin salir?

—Sin salir.

—¡Uf! —suspiré—. ¡Otro cautiverio!

—¡Ja, ja, ja…! —rio de buena gana él, por fin—. ¡No se desanime vuestra merced, hombre! ¿Qué es un año para la vida entera de un hombre joven?

—No sé… —repuse—. No creo que tenga yo vocación…

—¿Vocación? No siempre se ha de contar con vocación, pues son muchas las posibilidades que ofrece esta orden y caballería. Ya digo que la vida en el convento instaura una especial manera de ser en los caballeros. Creará determinados hábitos e inclinaciones, sembrará conocimientos, desarrollará facultades peculiares y desarrollará las privativas virtudes de vuestra merced. Aquí se perfecciona el uso de las armas, se aprenden la música y el canto, se desenvuelven diversos oficios en los talleres… Los hábitos no impiden a nuestros caballeros ceñir la espada, ni que entiendan de ganados, de comercio o del cultivo de los campos tanto como cualquier villano. Tenga vuaced en cuenta que la Orden cuenta con muchas encomiendas y haciendas para su gobierno. Los priores y comendadores deben ser caballeros instruidos en los negocios que han de tener entre manos. Por no hablar del asunto de la guerra. Si hemos de estar preparados para la paz, ¡cuánto más para la guerra!, que es el motivo que dio origen a esta orden y caballería ha cientos de años. Tenemos la obligación de defender la santa cruz frente a los infieles.

—Comprendo —observé, queriendo mostrarme sincero—. Pero he de decir con toda honestidad que no tengo intención de ser clérigo.

—No es preciso ser clérigo para ingresar en la Orden. De todos es sabido que en esta religión y caballería hay miembros laicos. Además, se pueden alcanzar los cargos en el gobierno de la misma sin ser clérigo. Sólo se requiere tal estado para los ministerios, digamos, eclesiásticos, como el de prior o sacristán. Los caballeros laicos pueden casarse. Además, Su Santidad Paulo III ya concedió a los miembros legos la relajación del voto absoluto de castidad hace más de treinta años.

—Eso ya lo sé, señor. Sólo quería manifestar mi deseo de ser caballero, mas no clérigo.

—Bien —dijo con solemnidad—. Dé vuestra merced por aceptada la petición. Ahora sólo falta que cumpla con lo que pide la Regla.

—¿Qué he de hacer? —pregunté.

—¿Está vuaced dispuesto a obedecer desde este momento a las leyes y jerarquías de nuestra religión y caballería?

—Lo estoy.

—Pues téngase, señor Monroy, por admitido en este sacro convento. A partir de ahora me debéis sumisión y obediencia.

—Conforme. Diga vuestra paternidad lo que se pide de mí —dije sumisamente.

El prior se fue hacia el amplio ventanal que se abría en una de las paredes de su despacho. Desde allí se divisaban las huertas, los campos y los montes.

—Son muchos los trabajos que puede hacer un novicio durante su estancia aquí, hasta el día en que se le haga miembro aspirante recibiendo el hábito. Además de aprender la Regla, rezar los oficios y cumplir con el horario mandado, es preciso practicar las artes de las armas, ejercitarse y acudir a la biblioteca. Por lo demás, ¿qué sabe vuestra merced hacer de particular?

—He sido músico —respondí—. Sé tocar diversos instrumentos, conozco la cifra y no se me da mal cantar.

—Humm… Buena cosa es ésa y de muy grande utilidad para un convento. Pero… —añadió pensativo— no es conveniente empezar la casa por el tejado. Aquí tenemos por norma dar comienzo a la vida monacal poniendo a prueba la humildad del novicio. Así que creo que le resultará más beneficioso a vuaced ocuparse en tareas menos elevadas. Se pondrá al servicio del freiré despensero en las cocinas.

—¿Eh? —repliqué contrariado—. Mi humildad está suficientemente probada. ¿Olvida vuestra paternidad que he sido cautivo? ¿Qué es eso sino ser esclavo?

—Pues, por eso mismo —sentenció impertérrito—, me parece que lo mejor será que se obligue vuestra merced a obedecer por propia decisión y convencimiento; no por fuerza de las cosas, que es a lo que se plegó entre infieles. Pues no es lo mismo humillarse por penitencia y cristiana obediencia que por no tener más remedio. ¿Comprende vuaced?

—Comprendo —asentí—. Hagamos como mande vuestra paternidad y no se hable más.

—Me alegro por vuestra buena disposición. Vaya pues al freile hospedero y que le aloje como a lo que es desde ahora; novicio de esta orden. Que ya mandaré yo que se le tenga por tal a partir de hoy.

Capítulo 10

Acomódeme a mi nueva vida con el arresto y la humildad que se me pedían y no tardé en darme cuenta de que, como supuse, aquella sujeción que requería la Regla que regía la Orden de Alcántara no dejaba de ser una suerte de cautiverio que, aunque voluntario, suponía renunciar a la libre disposición del propio tiempo y a la independencia de poder ir uno a donde quisiera y cuando quisiera. Para mí era bien conocida la situación de estar permanentemente bajo la autoridad de otros, ya fuera en la milicia o en la esclavitud, y llovía sobre mojado. No voy a decir que me desesperase al principio, porque estando bien alimentado, vestido y bajo techo, ningún cristiano debe perder la conformidad. Pero ganas me daban de renunciar al hábito que se me prometía por mor del encierro y poner tierra de por medio para respirar el aire del albedrío que tan poco había disfrutado a lo largo de mi azarosa existencia. A pesar de lo cual, hice uso de la resignación y me eché las cuentas de que peor andarían otros.

Monótonos transcurrían los días en el convento. Todavía era noche oscura cuando tañía la campana, y aquel de los hermanos, a quien por turno correspondía este menester, iba de celda en celda despertando a los compañeros para que acudiéramos a la oración matutina. Pronto era roto el silencio de los corredores por los pasos somnolientos y torpes que se dirigían a la iglesia, en tanto la pálida luz del farol hacía parecer fantasmas a las blancas figuras encapuchadas de los freires.

Día tras día, semana tras semana, se acude en el convento de San Benito al templo a determinadas horas para el rezo común: maitines, laudes, prima, tertia, sexta, nona, vísperas y completas. Las «horas canónicas» regulan la vida del cenobio, dividiendo los trabajos del día e interrumpiendo el descanso de la noche. Añádase a esto la misa solemne que diariamente se celebra de madrugada. Para quien no tiene costumbre, esta rutina llega a hacerse penosa y hasta agobiante a veces. Aunque he de reconocer que a mí me maravillaban los salmos, entonados con mucho arte por el coro siguiendo el armonioso acompañamiento de los instrumentos musicales.

Algo apartadas del convento propiamente dicho, se hallaban las cuadras, talleres, graneros y otros edificios donde se realizaban diversos trabajos. Con su hábito de faena, los hermanos legos trabajaban los huertos, pastoreaban el ganado o se ocupaban de tejer la lana y el cáñamo.

Como a mí me correspondió estar en la cocina, hube de aprender a moler el grano, amasar el pan, cuidar de los fogones y otros menesteres más agradables, como atender a las cosas de la bodega, donde la Orden guardaba deliciosos vinos que exhalaban su apetecible aroma desde los pellejos y las tinajas.

Además de estas labores menos nobles, desempeñaban los freires diariamente las propias de su caballería, cuales eran las que tenían que ver con el uso de las armas: esgrima, equitación y estrategia militar. Asimismo, la regla de san Be^ nito prescribe la lectura a ciertas horas de la mañana y todos los freiles se entregaban a los trabajos de la biblioteca diariamente; no sólo a leer, sino también a copiar textos, redactar cartas y hacer cuentas. Se recibían lecciones de historia y de geografía; algo de gramática, retórica y aritmética. Y era obligado aprenderse la Regla de memoria.

Cada día, después de la oración de prima, se celebraba el capítulo, en el cual se reunían todos los freires, caballeros y clérigos, presididos por el prior. Comenzaba este acto con la lectura de la vida de los santos del día, después se exponían y comentaban determinados fragmentos de la Regla y por último se daban noticias de la Orden. Si estaba presente algún comendador, prior u otro cargo, presentaba las nuevas habidas en sus territorios.

En cuanto al menester del yantar, también era la campana la encargada de llamar a los freires al refectorio, lo cual era dos veces al día, excepto en tiempo de ayuno, que avisaba sólo una vez. Situábase cada cual en su sitio, en las largas y angostas mesas, esperando a que hiciera su entrada el prior; iniciábase a su llegada el benedícite y respondíamos todos al canto muy devotamente. Mientras se comía, un lector leía desde el pulpito en voz alta y no se oía en el comedor otra cosa que este recitar y el ruido propio de los platos y cubiertos. He de decir que el sustento era bueno, abundante y bien cocinado: casi siempre legumbres y verduras, aunque también carnes, tocino e incluso pescado en salazón y a veces fresco. No se regateaba el pan ni el vino y los domingos caía algún dulce. Comen aprisa los freires y en el mayor orden.

Siempre, después de la cena que es muy temprana, la regla consiente algún esparcimiento. Como era primavera cuando llegué, el buen tiempo permitía los paseos por el jardín. La conversación entonces era muy animada y en ocasiones se armaba un buen jolgorio; natural, por otra parte, dado el recogimiento y el trabajo del resto de la jornada.

Había por entonces en el convento media docena de aspirantes muy jóvenes, de edad de entre dieciséis y veinte años, que estaban siempre dispuestos a divertirse. Parecían muchachos de escuela a la hora del recreo; corrían, reían y se entregaban a jugar a cualquier cosa, olvidados por un momento de los asuntos graves de la Orden. No pocas veces tenía que intervenir el maestro de novicios para amonestarles.

A más de estos ratos, no había demasiado tiempo para holgar en el sacro convento. Pronto acudía la campana de la iglesia a su tañer de la tarde para llamar a las últimas oraciones. En el oscuro templo, sólo los cirios ponían algo de luz para hacer clarear las grandes hojas de los libros del coro. Eran las completas las oraciones que precedían al descanso nocturno. Recuerdo bien aquellas palabras del rezo que iniciaba el lector:

Hermanos, velad y orad
,

porque el enemigo, como león rugiente
,

llega en busca de su presa

Semana tras semana se repetía esta existencia monótona. Apenas se notaba dentro el cambio de estaciones si no fuera por los aromas que llegaban desde los campos; flores, heno, tierra mojada… Contaba yo los días de mi encierro y suspiraba ansiando el momento de recibir el codiciado hábito de Alcántara y con él mi libertad.

Capítulo 11

Llegado el verano, resolvió el prior sacarme de las cocinas. Según me dijo, había tenido ya tiempo suficiente para comprobar que me manifestaba obediente por propia decisión y convencimiento; no por fuerza de las cosas, como cuando fui cautivo de infieles. Pero tal vez no reparaba él en que mi sujeción humilde obedecía más bien a mi denuedo por causar los menores problemas, para que meditasen pronto que era meritorio del hábito y no se prolongase demasiado mi encierro. Sobre todo, desde que me di cuenta de que el freile despensero era un lego que, siendo buen conocedor de su oficio, se consideraba indispensable en la casa y manifestaba un endiablado temperamento, no consintiendo que se le contradijese lo más mínimo en su exasperante manía de hacerlas cosas siempre de la misma manera, sometiendo a los que trabajábamos en la cocina a la tiranía de una rutina angustiosa. Por eso, resolví dejar a un lado las ideas propias y me dispuse desde el principio a decir amén a todo, para no enfrentarme a tan difícil hombre que de suyo resultaba una criatura incontentable.

Sería este acatamiento mío desde el principio la causa por la que el prior tuvo a bien sacarme de esta tiranía y destinarme al fin a los menesteres del coro, los cuales eran mucho más acordes con mis habilidades personales.

Me llamó a su despacho y, muy cariñosamente, me dijo:

—Hermano, se ve que tu largo cautiverio te ha servido para templar el alma y ser hombre de probada paciencia. Loables virtudes son ésas para ser miembro de esta orden. No resulta fácil hacer buenas migas con el despensero de esta santa casa; más bien, diríase que es imposible. A nadie pondera él sus valores. Pero, preguntado acerca de tu actitud, sencillamente se ha callado. Lo cual te reconoce el mayor de los méritos. ¡Enhorabuena, señor Monroy! Andamos por buen camino hacia ese hábito de caballero.

Me sentí feliz al ver que mi estrategia de ser dócil y cauto daba resultado. Y no me alegraba tanto por que se avecinara la hora de vestir el hábito como por verme libre de aquel déspota cocinero que ya empezaba a sacarme de quicio.

En el coro me fue mucho mejor. Nada difícil me resultaba aprender los cantos y, como ya sabía tañer la vihuela, el laúd y otros instrumentos, enseguida aprendí a tocar el órgano manual, el salterio, la mandora, la flauta y el orlo. Con lo que el maestro de capilla se puso muy contento, ya que era un freile muy instruido que había aprendido estas artes en la catedral de Sevilla, donde se inició desde niño junto a los más afamados maestros. Como era tan esmerado, agradeció sobremanera mi dedicación, y juntos pusimos empeño en mejorar la música en el convento, sobre todo en las fiestas y solemnidades que exigían una mayor brillantez y solemnidad en los actos de culto. Incorporamos algunos jóvenes novicios y muchachos de la calle que tenían aptitudes para el coro, y no tardaron en felicitarnos los superiores por el beneficio que reportaron a la liturgia nuestros esfuerzos.

El verano avanzaba y aquella vida conventual, a pesar del encierro, empezaba a desvelar para mí ciertos encantos: la lectura sosegada, el cultivo de las ciencias y las artes, el retiro de los afanes del mundo, la oración, el perfeccionamiento en la equitación y la esgrima, la fortaleza física que se nutría de una sana alimentación y un ejercicio moderado, constante… En fin, me daba cuenta de que la realidad del sacro convento de San Benito, como alma y fundamento de la Orden, no era un mero capricho, sino una necesidad y una escuela para los freires que proporcionaba incontables beneficios a la religión y caballería de Alcántara.

Fue por entonces que empezaron a llegar pésimas noticias de los Estados de Flandes, los cuales estaban muy alterados por causa de los herejes que seguían oponiéndose continuamente a la única y verdadera fe. Por más que nuestro católico rey enviase comisarios que propusiesen los medios de convivencia, no se alcanzaba el acuerdo ni la sumisión de aquéllos. De manera que, más por razón de Estado que por determinación de ánimo, resolvió nuestro señor don Felipe II mandar allá un ejército bastante bajo la autoridad superior del gran duque de Alba, don Fernán Álvarez de Toledo; el cual acudió con mano dura a sofocar la rebelión, degollando a sus cabezas, los condes de Hagamont y Hornos, así como a dieciocho señores más en la plaza Mayor de Bruselas. Pero no bastó el escarmiento, y hubo de dar batalla más tarde, en Groninga y en Gemningen, donde al fin fueron vencidos los herejes. Aunque no por ello se logró la paz definitiva en aquellas tierras, quedando los pueblos inquietos, lastimados y con vivos odios que más tarde transmitieron a sus hijos y nietos.

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