Pero, en esto, se oyó un fuerte estrépito de pasos, fragor en la espesura y rugido de canes.
—¡Atento! —le grité a mi hermano.
De repente, irrumpió desde unas rocas, a nuestro costado, un muchacho muy sofocado, que de un salto cruzó el despeñadero de parte a parte, yéndose luego a poner a nuestras espaldas avisando:
—¡Ahí está el lobo, señores! ¡Delante de vuestras mercedes!
No hizo falta montarse en los caballos. Bastó avanzar unos pasos para ver cómo dos alanos acosaban y sujetaban a un lobo enorme.
—¡Tuyo es, hermano! —le grité a Maximino.
Olvidándose de su cojera, se abalanzó empuñando la espada.
—¡Pon cuidado! —le advertí—. Mejor será la ballesta…
—¡Qué ballesta ni que…! —gruñó—. ¡Vas a ver cómo lo remato así, a mano!
Se aproximó a la refriega entre lobo y perros, buscando la manera de cobrar la presa, y hundió la espada en el cuerpo de la fiera a la altura de las costillas, atravesándola de parte a parte, hendiendo piel, carne y junturas, certeramente y sin miramientos por el propio riesgo. De manera que se revolvió el lobo girando sobre sí, herido de muerte, arrastrando a los enormes alanos que lo asían por el pellejo. Mi hermano perdió pie en el impulso y cayó sobre las bestias que rugían ferozmente lanzando dentelladas a diestro y siniestro.
Temí que resultase perjudicado y me apresuré a rescatarle del apuro. Pero él, fuera de sí, me gritó:
—¡Déjame solo! ¡Esto es cosa mía!
Como había soltado la espada, que estaba clavada en el lobo, desenvainó el cuchillo que llevaba amarrado en la pierna sana y remató a la alimaña con diestra cuchillada en el pecho, por la que se desangró al momento.
—¡Bien, hermano! —le felicité—. ¡Qué maestría!
—¿Has visto? —contestó, ufano, jadeante—. ¿Creías acaso que no sería capaz? ¡Poco conoces a Maximino Monroy!
El muchacho que había acarreado al lobo con sus alanos también estaba asombrado y exclamaba:
—¡Eso es maña, señor! ¡Menuda pieza!
—Vamos, zagal —replicó Maximino—, sujeta de una vez a los alanos, que me van a estropear la piel del bicho.
Me sentí feliz al verle así, loco de contento, sacudiéndose el polvo de los gregüescos y ajustándose la pierna de madera, orgulloso por la hazaña.
A mediodía, contaba el lance Maximino a todo el mundo a voz en cuello, exagerando cuando podía:
—Entonces, viendo que me podía matar ese demonio, esa fiera corrupia, eché mano al cuchillo y… ¡zas!
Todos, capataces, ojeadores y careas, aplaudían y le vitoreaban.
—¡Viva don Maximino! ¡Viva!…
Se habían marchado las nubes y lucía un bonito día de primavera, con brillante sol y colores nuevos en los campos. Regresaban ya los perros con ladridos cansinos, a la llamada del cuerno, y los manilleros acudían con las mulas que portaban la comida y los serones donde habían de llevarse luego los animales muertos.
Cinco piezas fueron cobradas: el enorme lobo que abatió Maximino, el cual era macho, una loba vieja y tres zorros de mediano tamaño. También, por ser marzo el mes en que afloran las carnadas, los alimañeros se hicieron con cuatro lobeznos bien gordos que estaban ya casi en edad de dejar la teta.
La jornada de caza fue pues gloriosa. Los pastores estaban encantados al saber que por lo menos de momento podían tener a salvo el ganado.
Más tarde, una vez en el caserón que poseíamos al pie mismo de la sierra, desde donde se divisaba casi toda la heredad por estar edificado sobre un promontorio, nos aplicamos al vino y al rico almuerzo que llevábamos para la ocasión. Allí Maximino presumía de nuevo, como un héroe, delante de su hijo Alvarito. El cual estaba muy atento a su padre, con los ojillos brillantes por la emoción. Y también gozaba mucho mi sobrino porque le habíamos obsequiado con el más lustroso de los lobeznos, al cual tenía amarrado con una cuerda a la reja de la ventana.
Así pasó la feliz jornada. Y todavía hubo tiempo por la tarde para echar al vuelo las aves de presa para cobrar algunas perdices y una robusta avutarda que cazó un azor en la llanura.
A la puesta del sol, se hizo fiesta en el caserón, comimos de nuevo, bebimos y conversamos junto a las brasas.
—Qué bien que hayas vuelto —me decía Maximino—. Hoy lo he pasado estupendamente contigo, hermano. Como cuando éramos pequeños…
Apuraba él un vaso tras otro y a mí no me preocupaba demasiado, pues le veía radiante, encantado, saludable y sonrosado por el sol y el ejercicio.
—¿Ves cómo te habías de alegrar? —le dije—. La caza es un arte que templa el cuerpo, sosiega el ánimo y propicia la camaradería. Además proporciona carne para la mesa y pieles tan necesarias. Al tiempo que les sirve a los amos para visitar sus dominios recorriendo haciendas e inspeccionando siervos y ganados.
—¡Humm…! —exclamó irónicamente—, ¡hay que ver lo sabiondo que te has vuelto por esos mundos de Dios! ¡Anda, échate un trago de este vino y déjate de requilorios!
—Maximino —le dije cariñosamente, poniéndole la mano en el hombro—, nada desearía menos que importunarte. Yo quiero que seas feliz y me duele agobiarte. Pero…
—¿Pero qué? ¿Qué diantre pasa ahora?
—Bebes demasiado, hermano. No te enojes por lo que te digo. Es por tu bien.
—¿Otra vez con esa cantinela, Luis María? —replicó algo molesto—. Hemos pasado la jornada en el campo, respirando este aire puro, mojándonos bajo la lluvia y secándonos después al sol. Ahora cae la noche. El cielo está precioso y lucen las estrellas. Hoy maté un gran lobo, a pesar de mi pobre pata de palo. Nunca pensé que haría tal hazaña desde que aquellos condenados moros de Bujía me destrozaron la pierna dejándome hecho un medio hombre para los restos. Hoy soy feliz, ¡por los clavos de Cristo! ¿No puedo emborracharme como hacen los señores cuando las suertes les sonríen? ¡No te preocupes por mí! Mañana trataré de empezar una vida nueva. ¡Por ésta! —juró besándose la cruz que llevaba colgada al cuello.
—Me alegra oírte hablar así, hermano. Cierto es que tenemos derecho a divertirnos de vez en cuando.
—¡Naturalmente! Estás en casa, Luis María. Has salvado el pellejo y eres un héroe. ¡Brindemos! Y canta una copla, hermano mío… Pero que no sea de turcos, ¿eh?…
Canté para complacerle. Nos rodeaban los criados y los menestrales, que aprovechaban la ocasión para llenarse la panza con carne asada y buen vino. El fuego crepitaba bajo la chimenea y el tocino asado sobre las brasas exhalaba su apetitoso aroma. El pequeño Alvarito observaba asombrado los movimientos de su lobezno cuando no permanecía atento a las conversaciones de los mayores: historias de guerra, de monterías, de bandidos, leyendas, sucesos demasiado fantasiosos y algún que otro disparate. Aquello me recordaba mi propia infancia; cuando nuestro padre nos llevaba allí mismo a pasar la noche, después de la jornada de caza.
Pero, cuando más a gusto estábamos, sumidos en el placentero sopor que nos proporcionaban la fatiga, la comida, la bebida y el calorcillo de la lumbre, vino el demonio a echar a perder la jornada.
Salió afuera Maximino a evacuar y al pronto se le oyó gritar como un loco. Nos sobresaltamos los que estábamos dentro y fuimos a ver qué pasaba.
—¡Mal nacido! —rugía mi hermano, mientras agarraba por las ropas a uno de los zagales—. ¡Hijo de ramera! ¡Cómo se te ha ocurrido hacer tal cosa…!
Resultó que el muchacho, aquel que nos careó el lobo hasta el puesto donde hacíamos el aguardo, se había entretenido cortando la cabeza, rabo y manos de los animales muertos, lo cual enardeció mucho a Maximino, que vio estropeadas las piezas cobradas; cuando él tenía planeado llevarlas a Jerez para darse el pisto delante de sus amigotes exhibiéndolas en la taberna.
Viéndole tan desatado zarandeando al zagal, que parecía que iba a pegarle, medié queriendo saber la razón del desaguisado.
—¿Por qué has hecho tal cosa, muchacho? ¿Qué motivo tenías para mutilar las piezas? —inquirí interponiéndome.
Un anciano alimañero me dio la explicación:
—Señores, tengan compasión del zagal, que es mi nieto. Él no ha hecho sino lo que es costumbre en estas tierras: a quien propiciare la muerte del lobo le corresponde un salario de veintidós ducados por orden de Su Majestad, los cuales ha de pagar el concejo de la ciudad cada vez que se le lleven las manos, cabeza, y rabo de la alimaña muerta. Ese rapaz, que sabe de ese derecho, ha querido cobrarse lo que le corresponde. No hay más intención que ésa, nobles señores.
—¡Pero si el lobo lo maté yo! —replicó Maximino.
—Yo se lo careé a vuestras mercedes —repuso el muchacho.
—¡Hijo de mala madre! ¡Piojoso! —le gritó mi hermano, mientras echaba mano de su bastón y la emprendía a golpes con él.
Como viera yo que el castigo era desmedido e injusto, tercié sin pensármelo y quise sujetar a Maximino:
—¡Basta! ¡Déjalo ya!
Pero él estaba fuera de sí, como un loco, con el rostro desencajado, mientras descargaba tremendos bastonazos sobre la criatura.
—¡A este frescales lo mato yo! ¡Qué te has creído, asqueroso ratero! ¡Toma, toma y toma…!
Ante tal crueldad, y temiendo que le causara daño grave, se me despertó un irrefrenable ánimo de acudir en socorro del pobre muchacho. Salté sobre mi hermano y le arrebaté el bastón.
—No consentiré que le pegues más. ¿Has perdido el juicio, Maximino?
—¡Esto es cosa mía! —replicó él a voces—. ¿A qué te metes tú?
—¡No, no es cosa tuya, hermano! Quienes hemos sido cautivos sabemos mucho de palizas, injusticias y humillaciones. ¡Nadie ha derecho a maltratar a otros! ¡He dicho que dejes en paz al zagal!
Mi hermano, bufando, rojo de rabia, se abalanzó sobre mí para agarrarme por el cuello. Le esquivé, vaciló y apoyó mal la pierna de palo, de manera que se tambaleó durante un momento y luego fue a caer de bruces.
—¡Canalla! —me gritaba removiéndose en el suelo, tratando de ponerse en pie—. ¡Mal hermano! ¡Fuera de mis tierras! ¡Márchate, turco del demonio! ¡Renegado!…
Me dolían aquellas palabras como puñales clavados en el pecho. Y me avergonzaba sobremanera que la servidumbre contemplara tan lamentable escena. Así que les ordené a todos:
—¡Idos todos de aquí! ¡Marchaos a vuestras casas!
Obedecieron y subieron a sus muías apresuradamente, aterrados, confundidos, partiendo sin apenas detenerse a recoger sus enseres. Quedamos allí mi hermano, mi sobrino y yo, muy en silencio.
—Vamos a dormir, Maximino —le dije—. Mañana será otro día.
Pero él no quería atender a componendas. Trataba de colocarse la pierna y no atinaba, nervioso, irracional como un demente. Gemía cual niño enrabietado, sin alzar hacia mí la mirada torpe y ofuscada.
—Hermano, por el amor de Dios, cálmate —le rogué.
—¡Fuera! —gritó—. ¿No me has oído? ¡Vete! ¡Me has deshonrado delante de mi hijo! ¡No quiero volver a verte!
Temí que la cosa llegara a mayores. Monté en el caballo y busqué el camino para abandonar la heredad. Era ya noche cerrada y cabalgué en la oscuridad con una tristeza y un desasosiego muy grandes en el fondo de mi alma.
Tamaño disgusto se hizo sentir pronto en la vida de la familia. Muy lejos de cambiar sus hábitos, Maximino se volvió aún más taciturno y reservón. A mí me retiró del todo la palabra. Sentarse con él a la mesa cada día resultaba tan penoso como un velatorio. Bajaba mi hermano la cabeza y no abría la boca sino para llenarla de comida, o apurar vaso tras vaso. Pues no mudó lo más mínimo su vicio, más bien agravóse en él. A menudo llegaba muy tarde, tambaleándose. Buscaba yo encontrarme con la mirada de sus ojos vidriosos y apesadumbrados, y él rehuía todo trato. Manifestábame manso, humilde y considerado, para no herir más su pundonor, por si lo que le pasaba era a causa de la vergüenza. Pero no se daba por resarcido. De manera que cada vez veía yo alejarse más la ocasión de enmendar el acaecimiento del día de la cacería.
Hablé con mi señora madre del asunto, con mucho tiento, para no hacerla sufrir. Era ella tan perspicaz, que ya se había percatado por sí misma de lo que sucedía entre nosotros, sin necesidad de que nadie le diera explicaciones.
—Me temo que lo de Maximino es asunto muy enredado —me dijo circunspecta—. A tu hermano se le metió el demonio en el cuerpo cuando perdió su pierna en Bujía. Es muy duro eso para un hombre. ¡Mala hora aquélla! Aquí no queda más que conformarse cristianamente. Si Dios quiere, será el tiempo lo que sane su alma. Pero no te afanes tú en lo que no está en tus manos, pues no harás sino empeorar las cosas.
—No podemos quedarnos así, mano sobre mano, madre —repliqué—. O Maximino acabará echándose a perder sin remedio.
—No todo en la vida tiene arreglo —observó resignada—. Ya puse yo el empeño de una madre para que tu hermano comprendiera que no iba por buen camino y, ya ves, nada logré. Dios te premiará a ti por haberlo intentado, hijo. No te exasperes por ello. A cada uno le corresponde vivir su propia vida y caminar por su propio camino.
—Pero… ¡madre!, cómo voy a estarme así en la casa, día tras día, sin que mi propio hermano me dirija la palabra. ¡Es un mal ejemplo para sus hijos y para toda la servidumbre!
—Déjalo estar, hazme caso, Luis de María. Déjalo o no harás sino empeorar la situación. Tú atiende a lo tuyo y procura no tener pendencias con él. Disfruta de la vida, hijo mío querido, que bastante sufrimiento has tenido en tu cautiverio.
Dicho esto, me besó con mucha ternura. Y mientras sentía su abrazo, comprendí que el corazón de una madre alberga siempre su propio padecimiento por los avatares de los hijos, así como una comprensión diferente, dilatada y sufrida de las cosas.
Andando el tiempo, empecé a tener la sensación de que a Maximino se le iba pasando el enojo. Obedecer el sabio consejo de nuestra señora madre resultó al fin ser lo más inteligente. Obraba yo como si nada hubiera pasado. Saludaba siempre con cortesía a mi hermano, le trataba con cariño y procuraba no inmiscuirme en sus asuntos, entretanto me dedicaba a los míos propios, cuales eran: ir de caza, visitar a parientes y amigos y gozar de una existencia tranquila, en tanto podía, contemplando el paso sereno de los días y las estaciones del año, en la hermosura de la ciudad o junto a la bella calma de los campos, dorados por el estío, húmedos en otoño, umbríos y verdes en invierno y exultantes de luz y color llegada la primavera. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?
Pero, por ventura, no está nuestro camino en este mundo pavimentado únicamente con delectaciones y lisonjas, porque es menester cada día comprender que vivir no es tarea fácil y que aquí andamos sólo de paso.