—¡Hermano! ¡Hermano mío! —exclamó alguien a mis espaldas, sacándome del arrobamiento.
Me volví. Era mi hermano Maximino, al cual reconocí enseguida, aunque había engordado bastante desde la última vez que le vi. Ya no era aquel muchacho de cabellos oscuros y rizados, más bien menudo, pero robusto y ágil. Ahora tenía la barriga abultada, canas en las sienes, la barba en punta, como la de nuestro abuelo, la expresión exaltada y aquella cojera tan particular, adelantando la pierna de madera con donaire, tratando de disimular el defecto, pero sin poder controlar el golpeteo seco del miembro inerte en las losas del suelo.
—¡Maximino! —grité yendo a su encuentro—. ¡Hermano!
Nos abrazamos. Estaba muy emocionado y parecía no querer que le vieran las lágrimas, pues se pasaba los dedos por los ojos a cada momento.
—¡Vive Cristo! ¡Qué alegría! —exclamaba—. ¡Te creíamos muerto! Tu madre ha sufrido mucho… ¡Todos hemos sufrido, diantre! ¡Vives, hermano mío! ¡Qué alegría!
—¡Gracias a Dios, aquí estoy! —decía yo, en el colmo de la felicidad, al verme regalado con sus muestras de cariño—. Dios os pague tantas atenciones. Gracias por haber rezado tanto por mí. La Virgen María no me dejó de su mano…
—Mira, hermano —dijo él, echándome el brazo por los hombros y conduciéndome cariñosamente hacia unos niños que no nos quitaban los ojos de encima, entre los cuales estaba el que me abrió la puerta—. Éstos son mis hijos; dos varones y tres hembras, cinco en total: Alvarito, que es el mayor, el que te ha recibido, que va a cumplir once años por Navidad; el segundo, Luis, como nuestro señor padre, como tú, nueve años tiene; y las hembras, Encarnación, Isabel de María y Casilda, de seis, cinco y tres años la más pequeña. ¡Y viene el sexto de camino! —Me señaló a una mujer junto a los niños—. Es doña Esperanza de Paredes, mi señora esposa.
—¡Oh, Maximino, qué bendición! —exclamé mientras me iba a besar la mano de mi cuñada y a abrazar a mis sobrinos.
—No puedo quejarme —dijo él—. Y hoy nos ha hecho Dios a los de esta casa la mayor de las mercedes; trayéndote aquí, sano y salvo, convertido en un héroe, capitán de los tercios de Su Majestad. ¡Bendito sea Dios!
Mi señora madre se adelantó entonces y propuso:
—Recemos para dar gracias.
Todos nos arrodillamos delante del gran cuadro de la Virgen de las Mercedes que presidía el salón y se rezó la salve devotamente.
Después del «amén», Maximino dijo:
—Y ahora, vamos a celebrarlo. ¡Bebamos vino y holguemos! Que no es día hoy de trabajar en esta casa.
Dicho esto, se fue hacia la servidumbre y les mandó que mataran y pelaran unos gallos del corral, que abriesen la tinaja del mejor vino y que fueran a comprar unos quesos, panes tiernos, dulces y demás cosas necesarias para dar un banquete.
Más tarde, cuando se hubo dispersado ya la muchedumbre curiosa de los vecinos y la casa se quedó al fin en calma, fuimos los familiares a recogernos en la parte más íntima y confortable, frente a la chimenea. Allí hubo de nuevo abrazos y volvieron las emociones y las lágrimas, pero también hubo bromas y risotadas. Después se comió bien y se brindó con buen vino. La conversación se extendió durante todo el día. Estaba yo ebrio de felicidad.
Conté lo que me pareció oportuno de mi peripecia mientras ellos me escuchaban sin pestañear, especialmente los niños. Preferí no relatar las penas y aderezar mi historia con cierta fantasía, para dulcificarla.
Mi madre me explicó luego cómo fueron los últimos días de la vida de mi señora abuela, que había muerto recientemente, con mucha serenidad, rodeada de sus nietos y biznietos, y atendida por los sacerdotes.
Conversamos durante todo el día. A última hora de la tarde llegaron algunos parientes y se unieron a la fiesta. Se cenó abundantemente. Especialmente yo, que traía hambre atrasada. Las aves en escabeche y las chacinas en aceite me devolvieron los sabores de la infancia. Mi hermano abrió una botella de licor excelente y encendió la chimenea, pues a pesar de ser otoño temprano había refrescado. Trajeron los criados los sillones más cómodos a la pequeña sala interior y nos sentamos todos al amor de la lumbre.
Un delicioso sopor me embargaba y deseaba permanecer muy quieto, en silencio, gozando del reencuentro con mi hogar. Pero unos y otros me asaltaban constantemente con preguntas. Tenían mucha curiosidad acerca de mis aventuras y querían que les contase todo esa misma noche.
Al sentirme en la quietud del hogar, reparé en que mi cuerpo arrastraba una fatiga de meses, o de años. También mi alma necesitaba descanso. Llegó un momento en que me parecía que permanecer detenido, solo y en silencio eran las únicas cosas buenas y hermosas. Mi mente estaba tan embotada, que algunas veces tuve la sensación de vivir sumido en una especie de amodorramiento, aunque estuviese levantado y entretenido en cualquier menester; ya fuera leer, conversar e incluso el domingo en la iglesia.
En cambio, durante las noches no podía dormir profundamente y, aunque lograra conciliar el sueño, me asaltaban las pesadillas. Con frecuencia me despertaba desasosegado y empapado en sudor. También a veces me parecía estar todavía en el cautiverio o en la guerra, al abrir los ojos en la total oscuridad de la alcoba, sin saber dónde me hallaba, en una confusión grande.
Después, durante el día, tenía que atender a las visitas que llegaban para manifestar su parabién. Resultaba una enorme pesadez repetir las mismas historias una y otra vez, especialmente en aquel estado de pereza permanente que me embargaba. Había parientes y amistades que venían no por mero cumplimiento, sino con sincero ánimo de agradar; me traían regalos y expresaban su alegría por mi liberación, así como el agradecimiento porque hubiera yo sufrido tantos infortunios por una causa que consideraban propia. Pero también llegaban otros con el único propósito de matar su aburrimiento; hacían preguntas faltas de discreción y se prolongaban molestándome demasiado tiempo, empleándose para sonsacarme detalles de la vida de los turcos o aguardando con morbosa curiosidad a que les contase mis aprietos entre ellos.
Menos mal que mi madre estaba muy atenta para cuidarme en toda ocasión, y me libraba de aquellos inoportunos despidiéndoles con cualquier excusa.
—No les hagas caso —me aconsejaba luego—. ¿No ves que no tienen mejor cosa que hacer? ¡Que se busquen la diversión en otra parte! ¡Fisgones!
—Es de comprender, señora —observaba yo—. La gente ha sido siempre muy aficionada a conocer las cosas de los cautivos. Les atrae mucho eso. ¿No recuerda vuesa merced acaso cómo sucedía lo mismo cuando los frailes de la Merced rescataron al señor abuelo?
—Por tal motivo, precisamente, estoy preocupada. Mi señor padre se volvió loco después de haber sufrido sus prisiones. Temo que, recordando todo una y otra vez, acabes tú de la misma suerte. Lo que a ti te conviene ahora es olvidar. Has de hacerte aquí una nueva vida. Aquello pasó y no hay por qué volver a ello. Contándolo no harás sino traerlo continuamente a la memoria y mortificarte innecesariamente.
—Madre —le expliqué—, no crea vuestra merced que sufro yo gran tribulación o que tengo lastimada el alma por haber sido cautivo. Ya le conté la manera en que viví entre los turcos. Si Dios tuvo a bien disponer para mí aquella vida sería para que sacase yo el mejor provecho de ella. Y cumplí con ello lo mejor que pude. No siento vergüenza alguna. Gracias a mi cautiverio pude servir a la causa del Rey Católico.
—Ya lo sé, hijo. Aun así, ha de ser mejor para ti olvidar lo que puedas. Lo pasado, pasado es.
Durante algún tiempo disminuyeron las visitas. Procuraba seguir los consejos de mi señora madre y olvidarme del cautiverio. Mas… ¡habían sido tantos años! A veces me sorprendía a mí mismo pensando en turco. Y no faltó alguna ocasión en la que saludé o respondí a alguna pregunta en dicha lengua. A los míos esto no les disgustaba. Como tampoco que cantase coplas a la manera de los moros o que recitase poemas. Les hacía gracia.
—¡Anda, canta en turco! —me pedían.
Pero no me faltaron las complicaciones.
Por la Epifanía bautizamos al sexto hijo de mi hermano Maximino, un varón que nació antes de Nochebuena. Para celebrarlo, se hizo una gran fiesta en la casa y se invitó a gente muy principal de la ciudad.
A los postres del banquete, me rogaron que tocara la vihuela. Como estaban el comendador de Santiago y otros caballeros muy estirados, sentí cierto pudor y me negué al principio. Pero, cuando insistió mi hermano que era quien mandaba en la casa, no me quedó más remedio que obedecer.
Me resultó fácil recordar un viejo romance que conocían todos:
La mañana de San Juan, Al tiempo que alboreaba, Gran fiesta hacen los moros, Por la vega de Granda
…
Como había corrido el vino, se animaron los más de ellos a cantar y a hacer acompañamiento con las palmas, de manera que estuvo la concurrencia muy holgada durante un buen rato. Proseguí luego con algunas canciones de Navidad y también les gustaron mucho.
Pero, como se me agotara el repertorio porque no me acordaba de muchas coplas completas después de tanto tiempo, me dio por cantar en turco una canción que aprendí en Constantinopla de música alegre, divertida, y con una curiosa letra que habla de mujeres hermosas que bailan junto a una fuente. Aunque a ellos les daba igual lo que dijera, porque ninguno de los presentes sabía una sola palabra del turco.
Al sonido de la música tan diferente, se hizo un gran silencio en el salón, y noté cómo algunos caballeros se miraban entre sí perplejos o se daban con el codo. Sólo entonces reparé en que pude haber ofendido a alguien. Pero ya no me pareció oportuno dejar repentinamente la copla, de manera que proseguí hasta completarla a pesar de la tensión.
Cuando hube concluido, Maximino, que se había percatado del trance, se fue hacia la mesa y se puso a escanciar vino a todo el mundo, mientras proponía un brindis por nuestro señor el Rey, para hacer olvidar la cosa.
—¡Hala, señores, bebamos un trago de este buen néctar! ¡Por Su Majestad!
Secundó el brindis el prior de Santiago, pero ya percibía yo que no habían quedado conformes.
Bebimos y me pareció que uno de los caballeros, un tal don Rafael Casquete, me miraba de mala manera, con cierta suficiencia. No hice caso, pensando que eran suposiciones mías, y procuré poner mi atención en otra cosa.
Al cabo agradecí que me reclamara mi madre para que fuera a la estancia donde se divertían las damas, porque empecé a sentirme un tanto incómodo.
Una vez donde las mujeres, me reconforté, regalado con muchos cumplidos y atenciones, pagándome ellas con lisonjas lo cantado y, como era de esperar, queriendo saber cosas acerca de mi cautiverio.
Una tal María de Vera incluso se puso muy insistente, haciéndome preguntas sobre las turcas: si eran bellas y galanas, qué vestidos usaban, si tenían alhajas, y si era verdad que se ponían tocados, pañuelos o velos, según contaban quienes habían estado allí.
Diles yo las explicaciones que me parecieron convenientes y las aderecé con anécdotas y detalles ocurrentes, para tenerlas contentas, satisfaciendo su natural curiosidad.
Pero, estando en esto entretenidos, se oyeron de repente recias voces como de riña en la sala de los hombres.
—¡Fuera de esta santa casa! —escuché gritar a Maximino enérgicamente—. ¡A la calle!
Se hizo un tenso silencio.
Acudí enseguida y encontré a mi hermano muy alterado, dando puñetazos en la mesa, con el rostro enrojecido de cólera.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—¡Nada! —contestó él—. Que don Rafael Casquete se va ahora mismo. ¡Vamos, recoja vuestra merced su capote y a la calle!
El Casquete alzó la testuz con gesto arrogante y salió de la estancia sin rechistar. Los demás permanecían con gesto grave, mientras contemplaba yo atónito la escena, sin comprender nada.
Detrás de aquel caballero salieron algunos señores más, que se excusaron poniendo como motivo lo tardío de la hora. Pero se veía que no estaban ya a gusto, después de tan desagradable espectáculo. Entre ellos se fue el prior, visiblemente afectado.
Al cabo, estábamos solos Maximino y yo en el salón. Bebía él un vaso de vino tras otro y bufaba de rabia.
—Hipócritas, sepulcros blanqueados, zorros… —decía entre dientes.
—¿Se puede saber qué ha pasado aquí? —le pregunté de nuevo.
Me miró con una expresión rara, como si también tuviera algo en contra mía. Y contestó secamente:
—¡Nada de nada! ¡Ese condenado Casquete, que es un metomentodo! Como los de su casa; como lo eran su padre y su abuelo. ¡Enredadores! ¿O no conoces acaso a los Casquete?
—Pero… ¿Qué ha dicho? ¿Te ha faltado en algo?
—Nada de claro ha dicho, pues es cobarde como una rata, pero ha hecho insinuaciones que no me han gustado. ¡Eso es todo!
—¿Insinuaciones? ¿Sobre qué?
—Nada de particular. Y tú —dijo, clavando en mí sus fieros ojos—, bien podías haberte ahorrado la dichosa coplita sarracena. ¿No sabes cómo son esos alcahuetes? ¿No te das cuenta de que andan porfiando si eres o no moro? ¡No les des motivos, por los clavos de Cristo! ¡Más te valdrá andarte con cuidado aquí o nos pondrás en entredicho a toda la familia!
Fue penoso descubrir que mi casa no era el hogar feliz que me pareció al principio, recién llegado. A medida que pasaban los meses, iba percibiendo con mayor certeza que Maximino gobernaba el mayorazgo sin previsión, método ni orden; y que vivía completamente despreocupado de la familia, no poniendo el cuidado y el miramiento que exige la educación de los hijos, la atención de la esposa y el manejo de la servidumbre. Ni siquiera se comportaba públicamente con el decoro que le debía a la hidalguía y la honra de los apellidos que ostentábamos.
Pronto me percaté de que mi hermano no era hombre de trato fácil. Había heredado Maximino, además de la hacienda, muchas otras cosas de nuestro noble predecesor, don Álvaro de Villalobos. En el semblante y la figura se parecía tanto a él, que daba hasta escalofríos verle junto a un retrato suyo que colgaba de la pared del recibidor. Y supongo que a él le placía sobremanera esta semejanza que todo el mundo le ponderaba; porque se recortaba la barba de igual modo que nuestro abuelo e incluso vestía en algunas ocasiones con el jubón de tafetán negro que le perteneció en vida. Aunque tuvo que taparse con un adorno la roja cruz de Santiago que lucía don Álvaro bordada en el pecho, ya que mi hermano no era miembro de la Orden. Y posiblemente era ésta la causa de su hondo disgusto y su variable temperamento.