—Bien, bien…
Con mucha paciencia, se aplicó finalmente a lo que a mi falsa conversión a la secta mahomética se refería. Me preguntó por los ritos y costumbres de los turcos y por sus creencias e instrucciones religiosas. Hube de recitarle el credo de Mahoma que recordaba a la perfección:
—
La illaha illa allah Muhamed Resoul Allah
…
Y los rezos más frecuentes:
—
Bismillah al-Rahman al-Rahim
…
—¡Oh, maravilloso! —exclamó—. ¿Puedes hablar su lengua?
—La entiendo, la pronuncio y la escribo. Sé de memoria poemas, canciones, proverbios y dichos. Excelencia, ya os he dicho que viví allá más de un lustro. Cuando aprieta la necesidad, se aguza el ingenio.
—Bien, bien…
Repasó las notas que había tomado. Precisó algunos detalles, hizo un par de preguntas más y después se quedó sumido en sus cavilaciones.
Por mi parte, esperaba ansioso a que concluyera la audiencia, pues me moría de hambre. Así que me sentí muy aliviado cuando dijo:
—Mi caballero de Alcántara, sólo me queda averiguar de vuestra persona un pequeño detalle…, pero de suma importancia.
—Vuestra señoría dirá de qué se trata.
—Bien… es delicado…
—Pregunte vuestra señoría lo que desee saber.
—No es cosa de preguntar, sino de ver —dijo con su media sonrisa tan inquietante dibujada en la cara llena de suspicacia.
—¿De ver?
—Sí, de ver. Necesito que me mostréis vuestro miembro viril.
Me quedé extrañado al principio. Pero pronto comprendí el porqué de su curiosidad.
—Mi circuncisión es perfecta —dije—. Ningún musulmán dudaría de ella.
—Caballero —insistió—. He de comprobarlo…
No sin pudor, accedí a lo que me pedía.
—Bien, bien… —dijo, muy conforme, mientras observaba mis partes pudendas. Y con aire compadecido, añadió—: Debe de ser duro tener que portar esa marca de por vida…
—Señoría —observé—, ¡Dios salve mi alma…! Nunca tuve intención de guardar la secta de Mahoma. Si me dejé hacer esto fue para poder tener acceso a los secretos de los turcos haciéndome pasar por uno de ellos sin despertar sospechas. Dios quiso que aquel sacrificio mío me valiera después la honra de prestar tan grande servicio a la causa cristiana.
—¡Oh, claro, claro…! Mi querido caballero de Alcántara, no se hable más de este asunto. Nada queda ya por saber de vuestra persona para el menester que ha de serle encomendado.
—Ardo en deseos de saber en qué consiste.
—Y ha llegado el momento de revelároslo —dijo circunspecto—. Pero, antes, vuestra merced y yo hemos de tomar algún alimento, pues ha mucho tiempo ya que pasó la hora del almuerzo sin que hayamos cumplido con esa vital necesidad. Y bueno es decir aquello de que «si es menester trabajar, antes se ha de yantar». ¿No os parece?
—Sea, señor. No os ocultaré que tengo apetito.
El secretario hizo sonar una campanilla que tenía sobre la mesa y acudió enseguida el subalterno, a quien dio la orden de que se nos sirviera el almuerzo.
No tardó en venir un criado empuñando un curioso carrito donde estaban dispuestas en sus platos y fuentes diversas viandas: huevos fritos, jamón, chuletillas de cordero, almendras tostadas y pan tierno. También venía una jarra grande y dos copas.
—Es vino de Cigales —explicó el secretario—: no hay otro mejor en Castilla. Lo traen cada año para Su Majestad, y él, que sabe que me place tanto, me reserva algunos cántaros. Pruébelo vuestra merced y verá —me ofreció.
—Delicioso —dije, en honor a la verdad, después de catarlo.
—Dejadnos solos —ordenó él a la servidumbre.
Recuerdo que comí con avidez, delante de su atenta mirada. Sin embargo, el secretario apenas mojó un pedazo de pan en la yema del huevo y se llevó a la boca una lasca de jamón.
Bebía, eso sí, abundantemente, con pequeños y delicados sorbos, y llenaba una y otra vez las copas.
—Ahora debe vuestra merced poner toda su atención —me mandó—. Ha llegado el momento en el que se ha de desvelar el secreto.
—Soy todo oídos —dije, soltando sobre el plato el hueso de la última chuleta.
—Bebamos un trago más de este vino —propuso—. A ambos nos ayudará, pues el asunto es serio.
Bebimos y permanecí muy aplicado a la escucha.
Me explicó que debía hacer un largo viaje. Embarcaría primeramente en Valencia lo antes posible con destino a Sicilia. Debía entrevistarme allí con el virrey para recibir instrucciones y después una galeaza me recogería para cruzar el estrecho de Messina y navegar a lo largo del Adriático hasta Venecia. Era en esta ciudad donde daba comienzo la misión. La cual consistía en hacerme pasar por mercader turco y conseguir información sobre una importante familia de judíos del gueto. Dichos hebreos eran conocidos como los Nasi, pero en realidad se apellidaban Mendes, y procedían de Portugal, donde ejercieron el comercio enriqueciéndose enormemente. Abandonaron Lisboa para escapar de la Santa Inquisición, pues fueron considerados marranos, es decir, judíos en apariencia conversos que seguían practicando su religión en secreto.
—¿Qué he de averiguar acerca de esos hebreos? —le pregunté.
—En principio todo lo que le sea posible a vuestra merced. El conocimiento de las aficiones, intereses e intenciones de los Mendes es de suma importancia para los negocios de Su Majestad. Esa familia vive hoy en Constantinopla y es muy poderosa e influyente en la corte del Gran Turco. Pero no os resultará fácil entrar en contacto con ellos sin la información que habréis de recabar en Venecia.
—Comprendo… Entonces se trata de acercarme a ellos de la manera que sea. Lo cual, si he entendido bien lo último que se me pide, supone que habré de ir a Constantinopla después de Venecia.
—Sólo si vuestra merced está seguro de que podrá acceder a ellos.
—¿Y cómo lo sabré?
—Las circunstancias hablarán por sí solas. De eso se trata precisamente. Desde aquí, es muy difícil saber cuál es la actitud de los Mendes al día de hoy. Pero sus permanentes contactos comerciales con Venecia son el mejor cauce de información acerca de ellos. Vuestra merced, haciéndose pasar por mercader, podrá averiguar muchas cosas en los puertos y lonjas.
—¿Me espera alguien allí, en Venecia? —quise saber.
—Naturalmente. Siempre ha contado Su Majestad con buenos enlaces en la Serenísima República. Actualmente no hay embajador español allá, pues el nuevo está recién nombrado y se halla todavía en España. Pero el secretario de la embajada, de nombre García Hernández, es un caballero que merece toda la confianza. A él le debemos las informaciones más útiles sobre el Levante. Deberá vuestra merced ponerse en contacto con él con el mayor sigilo, para que le diga puntualmente lo que ha de hacer y le entregue la cifra.
—¿La cifra? —pregunté—. ¿Qué es eso?
—¡Oh, claro, cómo habría de saberlo vuestra merced! —exclamó, con una enigmática sonrisa—. Se trata de un código secreto que se utiliza para enviar los mensajes sin que nadie pueda leer su contenido; una clave para enviar los avisos con seguridad.
—Entiendo.
—Bien —añadió—. Sólo me resta pues decir que vuestra merced tendrá compañía en la misión. Su Majestad, como Gran Maestre de todas las órdenes militares y caballerías, no permite que ningún caballero miembro de la Orden salga solo a empresa alguna. Así que he resuelto que vuestra merced vaya con otro compañero. Se trata de un freile de la Orden Hospitalaria de San Juan. Podéis confiar plenamente en él, pues es hombre de muy probada virtud. Vuestras caridades harán el viaje juntos y podrán auxiliarse en cualquier peligro.
Enseguida comprendí que se refería al caballero de San Juan que acababa de conocer y que aguardaba su turno en el recibidor. Pregunté:
—¿Cuándo habré de unirme a él?
—Mañana mismo. Pues todavía queda a ambos por hacer algo importantísimo, sin lo cual no se podrá dar ni un solo paso.
—¿De qué se trata?
—Mañana lo sabrá vuestra merced. Es cosa muy reservada y, como digo, de suma trascendencia —manifestó, con gran solemnidad—. A primera hora de la mañana deberá vuestra merced estar aquí de nuevo. Yo mismo le acompañaré a un lugar donde se cumplimentará ese primordial requisito. Después partirá inmediatamente con destino a Valencia para embarcarse.
Apenas había amanecido cuando una alegre campana repicaba en una de las torres de la catedral de Segovia convocando a los canónigos al rezo de laudes. El comendador frey Francisco de Toledo, el sastre Hipacio y yo íbamos camino del alcázar, acudiendo puntualmente a la cita con el secretario don Antonio Pérez, como se nos ordenó el día anterior.
—Entremos primeramente a orar en la catedral —propuso el comendador—. Tenemos tiempo.
Estuvimos arrodillados los tres delante del altar mayor mientras los clérigos entonaban la salmodia.
—Pidamos a Dios que nos dé fuerzas en lo que nos pone por delante —murmuró frey Francisco.
En ese momento me embargó una sensación rara. No sabría decir si era temor o una viva emoción por lo que el destino pudiera depararme. Noté como el corazón se me agitaba dentro del pecho y empezaba a latir con fuerza. Después pareció faltarme el aire y se me escapó un suspiro.
El comendador se volvió hacia mí y, mirándome con unos penetrantes ojos cargados de comprensión, dijo:
—No te preocupes. Todo saldrá bien.
Nos santiguamos y salimos los tres de la catedral. Un vientecillo frío anunciaba el otoño. Y el cielo, recién amanecido, estaba cubierto de nubes.
Cuando llegamos a la puerta principal del alcázar, ya estaba el secretario de Estado esperándonos, dentro de su carroza, que custodiaban cuatro alabarderos. Entonces sucedió algo desagradable. Don Antonio Pérez asomó la cabeza apartando la cortinilla de la ventana y, al vernos ir hacia él, se agitó nerviosamente. Descendió del carruaje y gritó enfurecido:
—¡Pero qué es esto! ¡Quién diablos es ese hombre!
Se refería a Hipacio. Al parecer no había tenido conocimiento de que el sastre vendría conmigo.
El comendador dio las explicaciones oportunas:
—Me pareció oportuno que frey Monroy fuera acompañado por alguien que supiera de telas. Este hombre es un experimentado sastre del monasterio de Guadalupe.
—¡Oh, no, no…! ¿Qué burla es ésta? —replicó fuera de sí el secretario.
—Déjeme vuestra señoría que se lo explique —le rogó frey Francisco, asiéndole por el antebrazo.
Lo llevó consigo aparté y se les vio discutir durante un buen rato. Al cabo, el secretario se calmó algo, pero seguía visiblemente contrariado. Subió a su carroza y cerró la portezuela con violencia.
—¡Vamos! —le gritó al cochero.
Los caballos emprendieron el trote tirando del vehículo. El comendador, Hipacio y yo nos pusimos tras él dispuestos a seguirle sobre nuestras cabalgaduras.
—Ayer se me olvidó decirle lo del sastre —me confió frey Francisco—. Hube de tratar acerca de tan variados asuntos con los secretarios que se me olvidó… Ha sido un error. Pero no te apures, hay en estos reinos quien manda más que ese Antonio Pérez…
—¿Adónde vamos, excelencia? —le pregunté.
—A lo que llaman «el Bosque de Segovia». Alguien nos espera allí —respondió misteriosamente. Noté que no quería darme más detalles.
Cabalgamos hacia el sur a buen paso durante un par de horas, sin más descanso que una breve parada junto a una fuente. El camino discurría por bellos pinares y a veces se adentraba por la espesura de un apretado bosque de rebollos y encinas, donde crecían entrelazadas las retamas y las zarzas. Por encima de las copas de los árboles, asomaban las cimas ásperas y pedregosas.
Al llegar a un promontorio, divisamos desde la altura un valle donde amarilleaban los pastizales en los claros. También se veían algunos edificios, que sobresalían entre nutridas arboledas. A lo lejos, las montañas altísimas arañaban los cielos.
—Hemos llegado: ¡he ahí Valsaín! —señaló el comendador.
Delante de nosotros, la carroza del secretario emprendió una cuesta suave levantando polvo tras de sí, velozmente. Los jinetes picamos las espuelas de nuestros caballos. Al acercarnos, pudimos contemplar un bonito palacio circundado por una sólida muralla con aspilleras y garitas de centinelas, cuyos torreones se elevaban por encima de unos magníficos tejados de negra pizarra.
Maravillado al ver tan soberbia residencia, pregunté:
—¿Es el palacio del secretario de Su Majestad?
—¡Qué más quisiera él! —contestó con ironía frey Francisco.
Llegamos a una plazoleta. Se detuvo el carruaje e hicimos lo propio los que íbamos a caballo. Descabalgamos frente a un arco de la muralla, entre dos columnas, donde varios guardias de librea nos dieron el alto. El secretario dijo algo a un oficial y se abrió enseguida la gran puerta claveteada que daba paso a los primeros patios. Apareció ante nosotros una gran fachada con galerías, columnatas y ventanales.
—Aguarden aquí vuestras mercedes —nos rogó don Antonio Pérez.
En los jardines, los arrayanes, lozanos y bien cortados, trazaban perfectos rectángulos, en medio de los cuales se levantaba una gran taza de mármol embellecida y animada por el vivo chorro de un surtidor de agua clara.
—Yo entraré con vuestra señoría —le dijo el comendador al secretario, con voz cargada de autoridad.
—Haga vuestra excelencia como desee —otorgó él—. Pero el sastre habrá de irse inmediatamente. ¡Ese hombre no entrará aquí! —añadió despectivamente.
Hizo una señal el comendador a Hipacio y éste obedeció sin rechistar. Un guardia le acompañó hasta la salida.
Me quedé solo en aquel inmenso patio, viendo a frey Francisco y al secretario ascender por las sobrias escalinatas hacia la puerta principal del palacio, por donde se perdieron.
Reinaba una quietud enorme. El rumor de la fuente aquietaba mi espíritu, intranquilo por la inminencia de la misión y por el misterio que rodeaba aquella visita. Me entretuve siguiendo con la mirada un oscuro mirlo que volaba de ciprés en ciprés, emitiendo su agudo trino que resonaba en las galerías.
Pasó un buen rato y nadie apareció por allí, excepto uno de los alabarderos que me saludó desde lejos con un taconazo, mientras cruzaba el patio de parte a parte.
De repente, sentí pasos a mis espaldas y me volví. Un caballero de aspecto distinguido se aproximaba.
—Veo que es vuesa merced caballero de Alcántara —me dijo.