Barelli abrió unos enormes ojos y susurró entre dientes:
—Compraré armas y caballos.
—No se precipite vuestra caridad —replicó el embajador—. Esto ha de hacerse con sumo cuidado. Si los turcos llegan a recelar y descubren algo, todo habrá sido en balde.
En ese momento, García Hernández se puso en pie y, dirigiéndose a su jefe, observó:
—Llegados a este punto de la plática, creo conveniente que vuestra excelencia se reúna en privado con cada uno de los caballeros.
—Sea —otorgó el embajador.
—Pues, si no manda otra cosa —dijo el secretario—, Monroy y yo saldremos y se quedarán aquí solos el caballero f rey Juan Barelli y vuestra excelencia.
Así se hizo. Salimos García Hernández y yo a la calle y nos separamos en la misma puerta, yendo cada uno a matar el tiempo por su lado, para no dejarnos ver juntos.
Según lo acordado, regresamos en torno a una hora después, cuando ya el embajador terminó su conversación con Barelli. Le llegó entonces el turno de salir a éste y yo entré a recibir mis recomendaciones.
Don Diego Gómez de Silva me pidió que le relatara todo lo que había averiguado acerca de los Nasi durante mí estancia en Venecia. Se lo conté y escuchó él con atención. Luego me dijo:
—Veo que no has perdido el tiempo. Es interesante todo eso. Por lo menos sabe vuestra merced la manera de aproximarse a don José Nasi. Esperemos que se logre ese propósito. Su Majestad está sumamente interesado en hacerle llegar su invitación a regresar a Portugal.
—Buscaré el momento más oportuno para hacérsela llegar —le aseguré.
—Cuando llegue ese momento, ¡y Dios lo quiera! —dijo con mucho misterio—, nuestro señor el Rey, además de manifestarle su deseo de traerle de nuevo a Lisboa, quiere hacer un obsequio muy singular a doña Gracia y otro a don José Nasi.
—Yo se
los
entregaré, si me decís de qué se trata.
El embajador echó mano entonces a una especie de zurrón de tafetán y extrajo un paquete.
—Esto es un libro muy valioso —explicó—. Se trata del
Orlando Furioso
, una obra que Su Majestad ha mandado traducir al español con el fin de complacer a don José Nasi. Déselo vuestra merced, pues se dice de él que es hombre cultivado y muy amante de los libros.
—¿Y para la dama? —pregunté.
Abrió un segundo envoltorio y extrajo un precioso collar hecho con oro y cristalinas piedras intensamente verdes:
—Esto son esmeraldas de las Indias. A ella le gustarán, no sólo porque valen una fortuna, sino porque son dignas de una reina.
En que se cuenta la ausencia que hizo el caballero de
Alcántara de Venecia a presentarse en Constantinopla
como rico mercader de telas, y cómo se las arregló
para dar inicio a la misión que allí le llevaba
.
Llegado el buen tiempo, dio comienzo el aparejo de las naves en aquellos puertos, como era costumbre por primavera. No sé cuándo ni de qué manera el secretario García Hernández hizo las gestiones oportunas para que sus agentes del arsenal veneciano nos proporcionaran una soberbia galeaza de alto bordo, así como las correspondientes naos que debían custodiar nuestro viaje, en número de cuatro, bien armadas y provistas de marinería muy ducha en el menester de marear por aquellas aguas tan frecuentadas por corsarios y piratas en los malos tiempos que corrían.
Navegose por el mar Tirreno con viento favorable, aún frío, del norte, que nos puso a la vista de La Morea mucho antes de lo previsto. Aunque, por esos caprichos del cielo, resultó luego que no podíamos acercarnos a tierra, ni a vela ni a remo, por venir un vendaval contrario de levante que levantaba olas altas como casas, las cuales amenazaban con arrastrar las naves contra las rocas antes de que los maestres pudieran gobernarlas y conducirlas a la dársena del puerto de destino, que era el de la isla que llaman Cefalonia.
Tras una pésima noche a merced del feroz oleaje, bajo una intensa lluvia que nos obligaba a achicar constantemente, amaneció al fin el cielo claro y remitió el temporal. La chusma entonces, encantada por verse salvada, apretó al remo con alegría, cantando, y pronto estábamos frente al muelle principal, donde el maestre solicitó los permisos para atravesar el estrecho que da paso a las aguas griegas, las cuales son del dominio turco.
Más adelante, en el puerto de Patrás, cumpliose con el primer cometido del viaje, cual era dejar allá a Juan Barelli para que iniciase su encomienda. Pero antes y con mucho disimulo, pues aquello estaba atestado de turcos, eché pie a tierra yo también y pude formarme una idea de la vida que se hace en esos puertos, donde, aun siendo mayoría de gente cristiana griega, el poderío del Gran Turco es tan grande y lo ejercen sus sicarios de tan cruel manera, que nadie se atreve a rechistar. Andan pues los naturales alicaídos, sumisos, y sin que se les vea alzar la voz a sus amos agarenos que se pasean altaneros por todas partes.
—Esto ha de cambiar —me dijo Barelli antes de despedirse, en el puerto—. Dios ha de querer poner fin a esta tiranía. Los demonios turcos han de sacar de aquí pronto sus sucios pies. Esto ha de volver a ser tierra cristiana.
—Plegué a Dios —recé—. Que a eso hemos venido, hermano.
—Y no han de temblamos las carnes a la hora de cumplir con lo que se nos manda. Que para eso somos freiles. Así que en Constantinopla nos volveremos a ver —dijo, con los ojos brillantes de intrépida emoción—. ¡Santa María te guarde!
—¡Y a ti, hermano!
Volví al barco y, desde la borda, le vi alejarse por las calles en cuesta, con paso decidido y alegre, con su hatillo al hombro. Le imaginé más tarde rodeado por sus oprimidos paisanos, alzándoles el ánimo, haciendo prender en ellos el ansia de libertad. Aunque me parecía la suya una misión casi imposible, presentí que un hombre como él, entusiasta y fuerte, sería capaz de comunicar mejor que nadie lo que Su Majestad pretendía: devolverle al Mediterráneo aquellos gloriosos tiempos del pasado, cuando los emperadores romanos cristianos eran dueños de Oriente y Occidente.
En los puertos de La Morea se nos juntaron otras naves que iban con el mismo destino que las nuestras. Todo el mundo por allí estaba revuelto y con miedo a cruzar el mar, pues se decía que, como no iban del todo bien las cosas entre turcos y venecianos, andaban muchos corsarios armando flotas al abrigo de las innumerables islas del Egeo para sacar ganancia. Con que, viendo que nuestras naos iban provistas de buenos cañones y aguerridos hombres, les pareció la mejor ocasión para emprender la travesía aunque tuvieran que pagar el alto precio que les pedía nuestro maestre.
Era el capitán de la flotilla un griego muy avispado, oriundo de Salónica, por lo que conocía esas aguas y todo lo que se movía en ellas como la palma de su mano. Y sacaba buen provecho de sus habilidades cobrando buen dinero por trasladar gentes y mercancías al Levante.
No bien caía la noche, mandaba que se apagasen todos los fanales y cualquier llama que pudiese arder a bordo. Y una vez que se había rezado la última oración del día, era capaz de ordenar arrancar el pellejo a quien alzase la voz o hiciese el menor ruido.
—Es en la noche cuando más peligro hay de que nos perjudiquen —decía.
Sería por eso que, en cierta ocasión, cuando surcábamos las aguas que se extienden entre la isla de Lemnos y el estrecho del Helesponto, en plena oscuridad, el susodicho maestre se puso muy nervioso y mandó que se diera la alerta en todos los navíos.
—Hay barcos cerca en buen número —me dijo—. Es preciso que se armen los hombres y se preste atención, en él mayor silencio.
—¿Y cómo sabes eso? —le pregunté muy extrañado, pues era noche sin luna, muy negra, y no se veía a dos palmos.
—¿No percibes el hedor? —contestó—. La chusma de las naves de guerra está tan podrida que el mal olor se extiende por el mar.
—No podría distinguirlo —observé—, puesto que también nuestros barcos apestan.
—Es un hedor distinto —precisó él—. Amigo, me he pasado la vida en estos mares y sé distinguir a diez millas de distancia a qué huele una nave griega, turca, española o veneciana.
—¿Y a qué huelen esas que dices que andan próximas?
—Turcas son y a chusma turca hieden.
Pasó la noche sin mayor novedad y, cuando amaneció, se vio venir en la lejanía a una escuadra de navíos.
—¿Te das cuenta, amigó? —me dijo el maestre—. Son naves de la flota turca. Pero nada hay que temer. Les pagaremos lo que está mandado y nos dejarán en paz.
Así fue. Cuando estuvieron a nuestra altura las naves turcas, nos cerraron el paso y nuestros barcos hubieron de detenerse. Enviaron entonces un caique para reclamar la tasa y cada uno de los maestres tuvo que cumplir con el trámite.
—Éste es el primer pago —me dijo el griego—. Más adelante, a la entrada del estrecho, habremos de detenernos y saltar a tierra para soltar otro impuesto en la fortaleza de Kalei Sultaniye, donde reside el bajá que señorea el paso de los Dardanelos en nombre del Gran Turco.
Cumplido este otro requisito, tal y como él dijo, nos adentramos a la caída de la tarde en el famoso estrecho. Sopló entonces un viento nordeste muy frío. Navegábamos viendo las hogueras encendidas en las orillas por los centinelas. Y por la mañana se vieron acantilados poblados de espesos bosques.
Cuando por fin se apartaron las dos riberas, entramos en un ancho mar gris, al que llaman el Euximo, donde se halla la isla de Mármara. Pusimos proa al este y el aire fue entonces cálido y quieto, de modo que hubo de hacerse el trayecto a golpe de remos. El agua estaba tan mansa que daban ganas de echarse a andar por encima della.
Era media tarde cuando negreó la costa en el turbio horizonte.
—¡Estambul! —gritó un marinero.
Todo el mundo corrió hacia la borda. Se divisaba el declive de una colina y el blanquear de una ciudad que parecía nacer al borde mismo del mar.
Mi alma se agitó. Volvían mis ojos a contemplar aquel lugar del que me ausenté cinco años atrás, en precipitada huida de mi cautiverio. El temor se mezclaba con la emoción.
La visión de la ciudad de Estambul es grandiosa. Mil veces que se contemplara causaría el mismo asombro. A un lado y al otro del Bósforo, se alzan las colinas cuyas laderas en viva pendiente se hallan atestadas de casas arracimadas, en desorden. Las cimas están coronadas por fastuosos edificios: palacios y mezquitas cuyos minaretes delgados y en punta parecen hender el cielo violáceo. En una parte se extiende la vieja Constantinopla y el promontorio de la puerta del Serrallo, donde el Gran Turco tiene su palacio, al que llaman Topkapi, entre umbríos bosques. Los murallones, torres y pabellones resplandecen en medio del verdor. Detrás, en el alcor más elevado, se divisa Santa Sofía, rosada, grandiosa.
Con las aguas al medio, en la otra parte está Gálata, hacia Oriente. No se puede ir de una orilla a otra si no es navegando. De manera que hay miles de esquifes, lanchas y gabarras cruzando de un lado a otro constantemente para transportar personas y pertrechos, lo que da al Bósforo un aspecto muy animado.
Los trámites para poder acceder a los puertos son complejos y lentos allí, de manera que es preciso pasar algunas noches a bordo antes del desembarco, mientras los funcionarios van y vienen para hacer gestiones y cobrar las cantidades obligadas. Si estás dispuesto a dar buenos obsequios, te aligeran la espera.
Cuando al fin nos permitieron abarloar los navíos en los muelles, pusimos proa hacia el puerto que llaman Pera, que está al este de Gálata, siendo el lugar donde se reúne la mayor parte de la armada turquesa. Hay allí unas enormes atarazanas, donde se alzan unos arcos altísimos bajo los cuales pueden guardarse las galeras sin mojarse para ser reparadas o carenadas.
En el barrio portuario hay muchas fondas amplias, bodegones y tabernas que regentan los judíos. Conocía yo bien ese lugar concurrido, abarrotado de negocios, donde pueden escucharse todas las lenguas del orbe y se ven gentes de las más variadas razas, ataviadas con diversas y variopintas indumentarias, ávidas de comprar y vender hacia Oriente u Occidente y dispuestas a concertar tratos con el primero que les venga al habla.
Precisamente por estas cualidades, me pareció ser el sitio más indicado para amarrar las naves e instalarme convenientemente mientras daba inicio a mis indagaciones. De manera que llegué a un acuerdo con un espabilado almacenista que estuvo muy conforme en darnos cobijo y custodia para la impedimenta por un precio razonable.
Cuando tuve todas mis pertenencias a buen recaudo y hube aposentado a la servidumbre, hice los pagos correspondientes: al maestre de la galeaza y a los de los navíos que nos custodiaron; al amanuense, a los criados y al posadero, que cobraba por adelantado. A Hipacio le dejé sin paga, temiendo que se la gastara en vino y me causara complicaciones.
—¿Y yo? —protestó—. ¡Eso no es justo!
—Tú cobrarás al final de los negocios. ¡Y no rechistes!
Estaba muy temeroso el sastre, por hallarse en un reino tan extraño y diferente a todo lo que conocía, de modo que no me resultó difícil convencerle de que debía permanecer en la fonda mientras comenzaba a hacer mis gestiones en los mercados. Pero, más que nada, quería yo ir a vagar por ahí, pues no era capaz de sustraerme al deseo de recorrer la ciudad.
El invierno quedaba atrás y Estambul resplandecía lleno de colores. Había flores por todas partes y jugosas hortalizas en los tenderetes. Un agradable aroma de especias se esparcía en el ambiente. Anduve sin rumbo fijo, subiendo y bajando por las calles en cuesta, atravesando las minúsculas plazuelas donde se exhibían todo género de mercancías: esclavos, reses, aves, pieles, alhajas, muebles… El movimiento en los puertos acababa de iniciarse por la primavera y el gentío transitaba muy activo. Los aguerridos jenízaros lucían sus mejores galas: dolmanes color azafrán, plumas de avestruz en los gorros, gabanes de seda y espadas de dorada empuñadura al cinto. También se veían alárabes, africanos, ricos mercaderes de Candía, griegos, hombres de rasgos extraños y muchos cristianos, genoveses, venecianos y franceses. Entre los lujosos atavíos de los magnates que se desplazaban con sus séquitos, destacaban las vistosas sedas de Oriente. Los buhoneros y los mendigos impacientaban a los criados de los señores y recibían de éstos algún latigazo o puntapié.