—Toma, amigo mío —dijo—, acepta este regalo.
—¿Eh? ¡Es tu vieja colección de poemas y canciones! No puedo aceptarlo…
—¡Cógelo, estúpido! —gruñó—. Son copias. ¿Cómo comprendes que iba a desprenderme de los originales? Todavía no soy tan viejo como para soltar mi pobre herencia.
—No eres tan pobre —repuse irónicamente.
—No tengo un aspro —confesó—. Mis pertenencias se reducen a esta tienda y a los viejos objetos que ves en ella. Sí, amigo mío, me arrumé. He sido demasiado generoso y ahora nadie se acuerda de mí.
Me fijé en la tienda. Con la emoción del encuentro, no había reparado en que todo estaba viejo y cubierto de polvo. Se veían muy pocos instrumentos. El negocio de Gamali presentaba un aspecto pobre y decadente. Mientras que, en los alrededores, otros establecimientos estaban boyantes, con clientes que entraban y salían.
—¿Y tus otras tiendas? —le pregunté—. Entonces poseías cinco negocios más aquí, en el Gran Bazar.
—Vendí las otras tiendas —respondió con tristeza—. Han sido tiempos duros para mí. Mis viejos clientes se fueron muriendo y ya sabes con qué ímpetu comienzan los jóvenes. La competencia es grande aquí. Tenía que comer… Ahora sólo me queda lo que ves. Ya no tengo siquiera un esclavo: no podría mantenerlo.
Sentí lástima y el deseo de hacer algo por él.
—¿Cuánto cuesta el laúd que tengo en las manos? —le pregunté.
—No lo vendería nunca —contestó con orgullo—. Ese instrumento lo construí en Kastamonu cuando era aún joven y desprenderme de él sería como perder una mano. Pero puedo venderte aquel otro de allí, cuyo sonido también es maravilloso. Aunque no creo que su precio esté a tu alcance, por mucho que haya mejorado tu fortuna.
—¿Cuánto cuesta?
Entonces se despertó el comerciante que había en él y, amigablemente, con el tono que se usa en el Gran Bazar para vender, preguntó a su vez:
—¿Cuánto puedes pagar, amigo?
Sonreí. Saqué mi bolsa y puse cien escudos venecianos sobre la mesa. Su rostro se iluminó:
—¡Es demasiado! —exclamó—. ¿Pretendes burlarte de mis desdichas?
—Anda, viejo zorro, toma ese dinero. Te debo mucho más yo a ti. Digamos que es el precio por el laúd y por la colección de poemas.
—¡Hecho! Regalo por regalo —sentenció.
Salí de allí encantado. Llevaba conmigo un buen laúd que sabía que iba a necesitar pronto y, a la vez, me sentía feliz por haber podido devolverle el favor a Gamali.
Proseguí mi camino. El viejo palacio del
nisanji
se encontraba cerca, en dirección al Topkapi Sarayi, en una empinada calle señorial flanqueada por las enormes residencias de los visires de la Sublime Puerta. Al final de la cuesta había un parque rodeado por grandes y lujosas hospederías, donde se alzaban los flamantes baños que el sultán Solimán mandó edificar para su favorita Roselana. Hacia poniente, se veía la majestuosa cúpula de Aya Sofía rodeada por sus delgados minaretes.
Delante de la puerta del palacio, retornaron a mí una vez más los recuerdos. La fachada estaba sucia, ennegrecida y descuidada. Supuse que las cosas no habían ido bien desde la muerte del
nisanji
.
Llamé a la puerta varias veces. Cuando ya pensaba que dentro no había nadie e iba a darme media vuelta, alguien gritó desde el interior:
—¡Ya va!
Abrió el esclavo Vasif y se quedó mudo al verme. Le temblaron los labios y daba saltitos de emoción.
—Ay, ay… —balbució al fin—. Dijeron que estabas muerto…
Entonces surgió una voz cascada desde dentro del caserón:
—¿Con quién hablas, estúpido Vasif? ¿Quién está ahí?
—Es él, es él… —repetía el esclavo.
—¿Quién? —insistía la voz aproximándose.
Apareció el anciano secretario Simgam, con pasos menudos y lentos. Estaba más viejo que la última vez que le vi, el pelo blanco le asomaba por debajo del turbante y la barba lacia, enredada, le caía sobre el pecho.
—¿Quién es? —preguntó una vez más, aguzando su mirada torpe.
—Pero… ¿No me reconoces, señor Simgam? ——dije, extrañado—. ¿Tan cambiado estoy en apenas un lustro?
—Veo poco… ¿Quién eres?
Me di cuenta de que había perdido la vista. Sacó sus gruesos anteojos y se los colocó. A pesar de lo cual, no era capaz de reconocerme.
—¡Soy Cheremet Alí, el músico! —exclamé—. ¡He vuelto!
—¡Es él, es él, no ha muerto! —gritaba Vasif—. ¡Y trae su laúd! ¡Qué milagro!
—¡Oh, cielos! —dijo al fin Simgam—. ¿Salvaste la vida…?
El anciano secretario se puso muy nervioso. Se aproximaba a mí cuanto podía e intentaba ver mi rostro para comprobar si era yo realmente. Me palpó la frente, el cabello, las orejas… y el laúd que acababa de comprarle a Gamali.
—¡Tú! ¡Mi Cheremet! ¡Salvaste la vida! ¡Vamos a dentro, rápido!
El interior del palacio estaba oscuro y ajado. Parecía que el frío del invierno pasado se hallaba prendido aún en las paredes húmedas. Un añejo olor lo impregnaba todo.
—¡Cómo me alegro de verte! —exclamaba él, abrazándome a cada momento—. ¡Ciertamente, esto es un milagro! ¡Gracias por haber regresado!
Simgam había sido un hombre muy importante, por gozar de la confianza del
nisanji
, el guardián de los sellos de Solimán, que era uno de los más altos funcionarios del imperio. Gracias a él pude yo recobrar la libertad y conocer las pérfidas y ocultas intenciones del sultán de ir a conquistar la isla de Malta para iniciar desde allí su ataque a los dominios del Rey Católico, las cuales llevé conmigo para comunicarlas en la cristiandad.
—Te di aquella noticia por puro despecho —recordó el anciano—. Siempre fui un hombre amargado e invadido por el resentimiento. Nací en Armenia en una familia de viejos cristianos que jamás hicieron mal a nadie; campesinos de las montañas, gente temerosa de Dios y entregada a sus trabajos y tradiciones. Los sicarios turcos me hicieron esclavo desde niño; me arrancaron de los brazos de mis padres y me enseñaron su religión a la fuerza, así como su lengua y la escritura turca. Siempre ejercí el mismo oficio de escribiente con diversos señores, pero nunca olvidé mi origen. ¡He sido un infeliz! Y ahora, que me veo al fin libre, estoy viejo, casi ciego y solo. Aquí en este caserón únicamente vivimos ya ese esclavo medio tonto y yo. ¡Qué pena!
—¿Sigues espiando al Gran Turco? —le pregunté.
—¡Qué más quisiera! —respondió con rabia—. ¡Ojalá pudiera seguir perjudicándole! Pero ya no soy nadie. Desde que murió el
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no he vuelto a atravesar la Sublime Puerta. Todo ha cambiado mucho. El nuevo sultán Selim se rodeó de su gente. No queda nadie de entonces en el palacio.
—Lástima. Tu presencia en la Sublime Puerta era una ayuda valiosísima para los espías del Rey Católico.
—Sí, pero, aunque ya no puedo entrar en el palacio, todavía puedo prestar algún servicio. Voy a mostrarte algo, amigo. —Entonces sacó del bolsillo uno de los sellos reales y me lo mostró—. Cuando muere el sultán —explicó—, todos sus sellos personales son destruidos para que ya los documentos sean emitidos sólo en nombre del sucesor. Yo, que lo sabía, guardé este sello de Solimán.
—¿Y para qué sirve ya? El viejo sultán murió hace más de dos años…
—¿No comprendes? Puedo dar valor a cualquier documento que tenga fecha anterior a la muerte de Solimán. Este pequeño sello no es sólo un recuerdo; ¡es un tesoro!
—¡Claro! —exclamé—. Se puede falsificar cualquier permiso, salvoconducto o privilegio como si hubiera sido concedido en tiempos del difunto sultán.
—En efecto, querido Cheremet Alí.
—Te necesitaré —le confié—. He venido para quedarme el tiempo que sea preciso mientras cumplo un encargo.
—¡Maravilloso! Has venido para espiar —dijo, tomándome las manos—. Me alegro en el alma. Ambos podemos resultarnos útiles. ¡Te ayudaré!
Dicho esto, sollozó durante un largo rato. Su tristeza y soledad me enternecieron. Simgam sabía que estaba viviendo sus últimos años y aún quería hacer cuanto daño pudiese a quienes hacía culpables de todos sus males.
Cuando se hubo calmado, el secretario llamó al criado y le ordenó:
—Anda, Vasif, prepara una alcoba para Cheremet.
—Oh, no, Simgam —repliqué, aunque con lástima—. Lo siento, pero no puedo quedarme. Por el momento vivo en una fonda del barrio de Pera, pero tengo pensado instalarme en alguna casa por aquí. Traigo conmigo criados y pertrechos que he de acomodar. ¿Puedes ayudarme a encontrar lo que necesito?
—Haré indagaciones. Aunque no vivas aquí, será maravilloso saber que estás cerca. Te buscaré esa casa y pondré en regla los documentos que precisas para no ser molestado por los recaudadores.
Merced al prodigioso sello de Simgam, pude agenciarme todos los beneficios correspondientes a un súbdito contribuyente del sultán, los cuales extendí a toda mi servidumbre. El viejo se encargó de dar validez a los documentos que acreditaban mis pagos directos al tesoro del difunto Solimán y los salvoconductos necesarios para presentarme como comerciante según lo dispuesto en las leyes del imperio. Con tan valioso legado en mi poder, ya no me resultó nada difícil presentarme en cualquier parte como turco de ley sin despertar la menor sospecha. Por suerte para mí, haber servido en la casa del antiguo
nisanji
, ya muerto, me proporcionaba una situación de hombre libre y musulmán que nadie podía poner en duda.
Con esta condición y la fortuna que traía conmigo, pude alquilarme una buena casa en la plazuela próxima a Aya Sofía, en el barrio más distinguido y no lejos del Hipódromo. Era un edificio todo de madera, construido hacia lo alto, con tres pisos y demasiada angostura en las estancias, pero podía ver desde mi balcón las cúpulas y las chimeneas de los baños de Roxelana y una amplia explanada donde cada día se instalaba un colorido mercado donde se vendían carnes, pescados, frutas, verduras y flores.
Cerca de mi casa estaba el Gran Bazar y, caminando en dirección al Cuerno de Oro se llegaba enseguida a la imponente mezquita de Solimán, junto a la cual se alzaban los mausoleos del difunto sultán y de su esposa. En los aledaños se encuentra el mayor caravasar de Estambul; una de esas edificaciones de proporciones gigantescas que sirven en Oriente para albergar a los múltiples comerciantes que vienen a hacer sus negocios a la ciudad. Es un conjunto de posadas, habitaciones, cuadras para los caballos y dromedarios y enormes almacenes para los pertrechos. También hay refectorios para los viajeros, hornos, lagar… y todo lo necesario para que hallen acomodo centenares de personas con los animales que traigan consigo.
En este concurrido lugar, encontré el cobertizo que necesitaba para guardar mis mercancías bien custodiadas. Lo cual me servía para ir por allí todos los días e iniciar mis indagaciones. Asimismo, acudía con frecuencia al bazar de las especias y me embarcaba en el muelle de Eminönü en un caique para ir a visitar a Melquíades de Pantoja al puerto de los Venecianos, en la ribera de Gálata.
Así transcurrió más de un mes, sin que hubiera en mi vida mayor novedad que la de hacerme a la vida de aquella vieja Constantinopla donde se da cita la mayor diversidad del género humano: turcomanos de Anatolia, beduinos de Siria, Egipto y la península Arábiga, cristianos griegos, judíos procedentes de todo el orbe y miríadas de europeos. En tal maremagno, nadie lleva cuentas en los mercados de la religión que profesen los mercaderes, importando únicamente que estén al corriente en el pago de los tributos y tengan dineros y mercaderías suficientes para ser dignos de trato.
Dispuesto a que mi nombre fuera conocido en aquella sociedad regida solamente por los intereses, comparecía yo frecuentemente en las reuniones de comerciantes, asesorado por Melquíades de Pantoja. Daba salida a las telas que adquirí en Venecia y compraba a mi vez especias, drogas y perfumes. Siempre aguardando a que fuera el momento oportuno para aproximarme a los subalternos de don José Nasi y buscando la manera propicia de tener trato con los hebreos de Estambul.
Uno de aquellos días de mayo, en que el calor del mediodía levantaba en los jardines una atmósfera perfumada y vaporosa, vino al fin la ocasión tan esperada. Un criado me anunció:
—El señor Pantoja está en la puerta acompañado por unos señores.
Me asomé al balcón. Melquíades y tres visitantes más permanecían montados en sus caballos delante de mi casa.
—¡Eh, qué te trae por aquí! —grité desde arriba.
—¡Vamos, vístete enseguida como Dios manda y ven con nosotros a comer pescado! —contestó Pantoja.
Me fijé en sus acompañantes: los tres eran sin duda importantes hombres; sus ricos atavíos, los jaeces de los caballos y los palafreneros de librea me decían que iban de fiesta. Comprendí que mi amigo había cerrado con ellos algún trato y consideró oportuno que yo me uniera a la celebración. Si no fuera así, no habría acudido tan repentinamente, a una hora tan delicada.
Mandé al criado que les hiciera pasar y que les sirviera en el recibidor agua fresca y alguna golosina, mientras corría yo a ponerme mis mejores galas.
Cuando me hube vestido, se hicieron las presentaciones. Pantoja me ensalzó a mí, en primer lugar, delante de ellos.
—Aquí tenéis, amigos, al hombre del que tanto os he hablado; el gran Cheremet Alí. Como veis, su apostura dice mucho de él, pero aún más os alegraréis cuando sea el momento de hacer negocios. Acaba de llegar de Venecia y viene resuelto a probar suerte de nuevo en Estambul, de donde se ausentó hace cinco años.
Sonreí manifestando la mayor satisfacción y me incliné con cortesía.
—Señores, mi casa es vuestra.
Entonces Pantoja presentó a los tres visitantes. El primero de ellos se llamaba Cohén Pomar. Al escuchar ese nombre me sobresalté. Sabía muy bien quién era, pues llevaba semanas esperando con impaciencia que llegara el momento de conocerlo, por ser nada menos que el amanuense principal de José Nasi. Se trataba de un inteligente hebreo, muy avezado en los negocios, de quien todo el mundo hablaba, porque recorría los mercados para hacer transacciones en nombre de los Mendes. Según el propio Pantoja me había dicho semanas antes, ése debía ser mi mejor contacto para llegar al meollo de mi misión.
El tal Cohén era joven y altivo, erguido como un gallo. Vestía a la turca; dolmán brillante de color naranja y alto gorro de seda nacarada con reflejos violáceos.
El segundo de los hombres era sin embargo viejo y de aspecto más humilde. Todo en él era judío: sus ojos, la nariz afilada, la ropa de color castaño y el negro casquete que le cubría la coronilla.