Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Soth se acercó a la chimenea y recogió el papiro, lo leyó y lo dejó caer entre la porquería del suelo.
—¿Conocéis al niño al que se refiere el mensaje?
El señor del castillo asintió con la cabeza sin perder de vista a Voldra, que continuaba pasando las manos sobre la bola de cristal.
—Es el hijo de Gundar. Para abrir el portal, es necesario entrar en la casa del duque, el castillo de Hunadora nombrado por Voldra, y derramar la sangre del duque o la de su hijo. La sangre es la llave, pero lo esencial en nuestro caso es saber la ubicación exacta del acceso.
—¿Por qué afirmáis que la sangre es la llave?
—Por las leyendas, por lo que me han confesado diversos embajadores y refugiados de Gundaria, por el saber vistani, por las divagaciones de Voldra. —El vampiro se envolvió en la capa y se desentumeció con gesto sensual, como un murciélago que despierta tras un largo día de sueño—. Tantas fuentes diversas no pueden equivocarse.
El conde y el caballero meditaron en silencio sobre las ventajas de un enfrentamiento con el duque Gundar. Lord Soth, por su parte, se preguntaba si sería el camino adecuado para regresar a Krynn, a Kitiara; Caradoc había muerto y por tanto tendría que emprender la búsqueda del señor tanar’ri que custodiaba el alma de la generala, pero ese inconveniente carecía de importancia. Nada le impediría recuperar su fuerza vital y resucitarla como su consorte inmortal.
Los pensamientos del vampiro también giraban en torno a planes malvados. Strahd y Gundar se profesaban antipatía mutua desde hacía muchísimos años. El conde tenía por costumbre asesinar a todos los embajadores del duque, y Gundar, a su vez, le pagaba la ofensa con la misma moneda. Se había establecido entre ambos una especie de acuerdo perverso que consistía en enviar mensajeros de probada resistencia a la muerte; claro está que la elección siempre recaía en hombres con los que estaban fatalmente disgustados…, pero el juego de las evasivas comenzaba a hastiar al conde.
Los quejidos de los prisioneros y el garrapateo de Voldra sobre el cristal lo distrajeron de sus reflexiones. El místico seguía pasando los dedos con movimientos continuos y mecánicos. De pronto, empezó a deslizados con ansiedad, palpó en busca de la pluma y se puso a escribir una nota. Igual que en las demás ocasiones, se estremecía convulsivamente mientras la respuesta pugnaba por salir a través de él hasta el pergamino en blanco.
—Esta vez la contestación es mucho más larga —advirtió Strahd. El vampiro y el caballero acechaban al anciano mientras éste completaba el mensaje. Cuando por fin se derrumbó agotado sobre la mesa, el conde tomó el pliego—. «El éxito os costará todo» —leyó el vampiro. Miró el papel de soslayo porque no lograba descifrar unas palabras—. Hay algunos caracteres ilegibles y después prosigue: «Terminar por el principio y…». —Volvió a inclinar el papel de modo que la luz del candelabro le diera de pleno. El manuscrito proyectó una sombra agigantada sobre la pared de enfrente, pero no así el vampiro, que, como todos los de su género, carecía de ella—. Me temo que esta segunda lectura sin haber descansado lo ha dejado totalmente exhausto; no se puede leer casi nada de lo que ha escrito. —Miró a Soth y añadió—: Lo único que comprendo es la última línea: «Habéis perdido para siempre a la generala de retorcida sonrisa».
El caballero de la muerte dio un respingo, y sin preámbulos, arrebató la página de manos del conde. Leyó lo que pudo y comprobó que tal como había dicho su anfitrión, la frase final resultaba legible.
—La generala de la sonrisa retorcida —farfulló enfurecido el caballero de la muerte—. ¡Es Kitiara! ¡Dijisteis que nos diría algo sobre el castillo del duque, sobre la localización del portal! —rugió mientras partía el pergamino por la mitad.
Strahd se apoyó sobre la mesa con gracia felina y estiró los elegantes dedos.
—Voldra responde las dudas más apremiantes de quien está a su lado. ¿Debo suponer que conocéis a esa generala?
Con la velocidad de un rayo, el caballero de la muerte se apoderó de la bola de cristal, la levantó y la estampo contra el suelo mugriento. Un resplandor iluminó la estancia, y un trueno sacudió la mesa e hizo vibrar la puerta en sus goznes. Cuando se disipó la dañina y perturbadora neblina multicolor, Soth y Strahd quedaron frente a frente.
—¡Insensato! —gritó el conde—. ¡Ese cristal es insustituible! —Señaló hacia Voldra; la barba y el cabello del anciano habían ardido, y tenía el lado derecho ennegrecido por la explosión—. ¡Sin esa esfera ya no me sirve para nada!
—No tolero que el prójimo hurgue en mis pensamientos —replicó secamente, con los brazos cruzados—. Maté a la bruja gitana por lo mismo, y ese viejo no es diferente a ella. Si decís que es incapaz de adivinar sin la bola, a mí tampoco me sirve de nada, y me complacería terminar con él.
—Vuestro placer carece de relevancia para mí —musitó el vampiro. Puso una rodilla en tierra al lado de Voldra y cerró las manos en torno a la garganta del viejo. Un jadeo escapó de sus labios; el conde le torció la cabeza salvajemente y le descoyuntó el cuello. Strahd no dejó de mirar a Soth un solo instante. Cuando se puso en pie de nuevo, la ira le enrojecía el rostro—. Yo soy el señor de estos dominios, Soth, y poseo la llave de vuestra libertad. Si deseáis regresar a Krynn, si ansiáis volver a ver a vuestra generala de sonrisa retorcida, no olvidéis quiénes son vuestros superiores.
Soth golpeó la mesa con el guantelete, y el carcomido tablero se deshizo en aserrín. El candelabro cayó al suelo con un ruido metálico y las velas se apagaron.
—En Krynn soy servidor predilecto de Takhisis, la Diosa Oscura —declaró al tiempo que avanzaba un paso hacia Strahd en la sombra—. Ella es mi señora allí; en Barovia no reconozco superiores.
Intentó asestar un fuerte puñetazo a Strahd en la cabeza, pero el conde lo asió por la muñeca antes de que alcanzara el blanco. Strahd lo sujetó con vigor, y los dos muertos vivientes se clavaron la mirada. La conmoción desató los aullidos de los prisioneros en el corredor. Soth comenzó a ejecutar movimientos rápidos y rítmicos con la mano izquierda.
—No penséis siquiera en utilizar un encantamiento conmigo —le advirtió Strahd mientras apretaba más aún la muñeca del caballero; el guantelete se combó ligeramente bajo la presión—. He estudiado magia durante el tiempo de muchas vidas mortales y domino hechizos que os causarían gran sufrimiento.
Momentos después, cuando Soth aflojó el brazo, el vampiro lo soltó. Strahd se envolvió en la capa, y el tinte de la furia desapareció de sus mejillas.
—Estos salones han conocido los pasos de otros viajeros procedentes de Krynn —murmuró con cierta burla en la voz—. En realidad, Voldra y cuatro más llegaron a Barovia hace veinticinco años… no, treinta; provenían de una ciudad llamada Palanthas.
Soth escuchaba paralizado. Se le había helado el corazón sin alma al darse cuenta de que no se había enfrentado a un enemigo de su talla desde que había perdido la existencia mortal.
—Voldra decía ser un Mago de Túnica Roja —prosiguió Strahd con ojos brillantes— que servía al gran dios Gilean, patriarca de la Neutralidad. Ese tal Gilean debe ser enemigo de Takhisis, ¿verdad? —Se abalanzó sobre el cadáver del místico con la capa flotando tras de sí—. Gilean no envió sus huestes contra mí cuando le arranqué la lengua a Voldra, ni acudirán sus representantes para llevarse el cuerpo del muerto…, ni su alma, al cielo eterno. —Se levantó y rescató el candelabro y las velas de entre los escombros; pronunció una palabra y los gastados cilindros de cera amarilla se encendieron—. Los dioses de Krynn no tienen ascendente aquí, caballero de la muerte. Doblegaos a mi voluntad, o de lo contrario jamás escaparéis de aquí.
En el silencio que siguió, los gritos de los prisioneros sonaron claramente otra vez.
—¿Por qué me habéis olvidado, dioses de la luz? —clamó una mujer con voz ronca.
—Sólo hace falta que escape uno de nosotros —repetía una voz masculina grave y adusta—. Unámonos todos.
—De vuestro silencio deduzco que acatáis vuestro destino. Una sabia decisión —concluyó el vampiro con un bostezo repentino.
Soth salió del estupor que le había causado el poder del vampiro y dio un puntapié al cadáver sin motivo.
—¿Qué habéis hecho con los otros cuatro palanthianos? ¿Llenan vuestra despensa también?
—Voldra era el único que me servía para algo —replicó con la cabeza ladeada—. Dejé a los demás en libertad para vagar a sus anchas por el condado. —Se acarició la barbilla pensativamente—. Uno todavía sobrevive, un clérigo obeso llamado Terlarm que se ha instalado en la aldea. —Se dirigió hacia la puerta—. Me temo que debemos posponer la charla, lord Soth. Pronto llegará la madrugada y creo que estoy un poco fatigado de… la discusión.
Volvió la espalda a Soth y desapareció en el corredor.
Lord Soth se quedó en la reducida celda con el olor de carne quemada en la nariz y los lamentos de los prisioneros martilleándole los oídos. Se hallaba muy lejos de casa, en verdad; lejos de Takhisis, de las
banshees
y de los esqueletos guerreros que siempre estaban a sus órdenes. Sin embargo, el caballero de la muerte jamás había aceptado la servidumbre con facilidad.
Una rata asomó cautelosa en el umbral; miraba a Soth con negros ojillos brillantes y agitaba el hocico olisqueando al caballero. Soth se acercó, y la criatura cebada con carroña se agazapó, pero no huyó.
—¿Es que Strahd me cree tan acabado que ni las alimañas que tiene por espías me temen? —musitó.
Levantó una bota y aplastó al animal de un pisotón. El grito de muerte que exhaló fue repetido por sus congéneres desde todos los rincones del salón. Sabía que el ataque sería comunicado a Strahd como acto de alevosía, pero no le importaba; pensaba cometer maldades mucho mayores antes de que se pusiera el sol.
Magda contemplaba la llama imperturbable de una antorcha; la madera que alimentaba el fuego se regeneraba mágicamente a la misma velocidad que se consumía. Hacía ya tiempo que aguardaba en el reducido aposento…, horas tal vez.
—Si me quedo aquí, el conde me convertirá en esclava —comenzó a repetir la discusión que mantenía consigo misma desde que Strahd la había dejado sola.
Evocó a su hermano, con los ojos en blanco como los cadáveres, tocando música triste en el comedor, y la imagen la estremeció de miedo y repulsión.
Los vampiros abundaban en las viejas historias vistanis, y Magda sabía muy bien los horrores que la esperaban si el conde decidía alimentarse de su sangre. Se convertiría en un ser perverso y hambriento, obligado a obedecer a Strahd; acecharía en la noche y arrastraría a otros a la perdición por sobrevivir con su sangre. ¡Qué destino tan terrible!
Si al menos hubiera una ventana en la habitación… La luz del sol ahuyentaba a los vampiros, y al amparo de las horas diurnas tal vez se atreviera a salir al salón. Tenía la seguridad de que en esos momentos Strahd descansaba en su ataúd.
—El conde no es tan insensato como para dejar el castillo sin vigilancia mientras él duerme —calculaba—. Pero, sea de día o de noche, me matará si me quedo aquí. Debo intentarlo al menos. Es la única posibilidad. Volvió a concentrarse en la llama de la antorcha. En el campamento, al son de la música de Andari, que la impulsaba a bailar, habría podido invocar imágenes de los legendarios héroes vistanis. No obstante, a pesar de no poder interpretar el espectáculo de sombras, como llamaba
madame
Girani a las imágenes creadas por el fuego, aún recordaba las leyendas: relatos de grandes proezas, de fugas atrevidas y rescates que dejaban sin aliento.
Una sonrisa le iluminó la cara al recordar un cuento, la aventura de Kulchek y el gigante. Kulchek era su protagonista preferido, y, en ese episodio concreto, el astuto personaje burlaba a un gigante, le arrebataba a su hermosa hija y escapaba de un castillo sembrado de trampas. Andari nunca había apreciado esos cuentos porque le parecían demasiado fantasiosos para su gusto o para su limitada imaginación, pero sus burlas no habían logrado disminuir la afición de su hermana. «Ahora mi hermano retiraría esas pullas si pudiera», pensó sombríamente.
Más resuelta y segura, se ató el largo vestido rojo a la cintura y se sorprendió al comprobar lo poco que le temblaba el pulso. «A lo mejor soy más valiente de lo que pensaba —se dijo—. Al fin y al cabo, he sobrevivido al viaje hasta el castillo en compañía de un caballero muerto. ¿Acaso no podría escaparme al bosque de la misma forma?». Cogió una antorcha, se acercó a la puerta y abrió con cautela.
Unas cuantas ratas salieron huyendo hacia sus escondites al ver la luz. Desde las fisuras de los muros, las cebadas alimañas observaron a la gitana escabullirse del cuarto; en el techo, unos ciempiés tan grandes como el brazo de Magda se impulsaban sobre cientos de delgadas patas prensiles. La joven se encogió al verlos, pero siguió adelante. Estaba convencido de que aquellos bichos tan parecidos a los normales no serían los peores que iba a encontrar.
Una escalera cubierta de telarañas partía del vestíbulo. No había puertas ni ventanas, de modo que se dirigió sigilosamente hacia la única salida levantando la antorcha ante sí como un sacerdote elevaría un objeto sagrado contra una criatura de la oscuridad. Antes de subir el primer peldaño, oyó unos pasos que se arrastraban escaleras abajo, hacia ella.
Sin perder un instante, se precipitó otra vez hacia el aposento. Accionó el pomo de bronce, pero no logró moverlo, y los pasos se oían cada vez con más claridad a medida que progresaban hacia el final de la escalera. Ahogó un grito en la garganta e intentó abrir otra vez, pero en vano: la puerta se había cerrado tras ella. Movió la tea de derecha a izquierda y comprobó que las sólidas paredes no ofrecían más resquicios que las grietas donde vivían sabandijas e insectos; estaba atrapada.