Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Los otros dos hombres hicieron caso omiso del comentario. Arik, el tabernero, murmuró unas palabras incomprensibles con voz opaca y siguió limpiando vasos que tardarían días en ser utilizados. Era tan delgado como el cobrador de impuestos y podría haber pasado por su hermano, pero gozaba de tanta estima en el pueblo como odio y resentimiento se profesaban al empleado del burgomaestre. La mayoría de los aldeanos viejos, tanto hombres como mujeres, habían disfrutado de los servicios de Arik o de su padre, que también se llamaba Arik. La familia que regentaba el Sangre y Vino prefería mantener la tradición del nombre del tabernero, y a la gente del pueblo le parecía acertado.
El otro cliente no se hizo eco de la incitación a despotricar contra el recaudador y se quedó mirando fijamente los redondeles y las muescas de la mesa que tenía delante. Sus azules ojos delataban el miedo persistente que lo atenazaba, y su cara pálida tenía una expresión atemorizada. Al contrario que los otros dos, lucía una tez bien afeitada y el cabello cuidado; los tiesos mechones que le caían sobre la frente arrugada acentuaban los rasgos de su rostro relleno y rejuvenecían sus cincuenta inviernos.
—¡Eh, Terlam! —llamó la atención el hombre de la ventana—. ¿Tan ocupado estás rezando que no puedes contestarme?
—Déjalo en paz, Donovich —repuso Arik entre la barra y un estante lleno de vasos—. Si tú hubieras visto a una bestia de la noche asesinar a tus compañeros, no tendrías ganas de armar jaleo.
Donovich apuró el vino, se limpió el bigote húmedo con la sucia mano y se acercó al barril abierto que había en un extremo de la bodega.
—Supongo que es cierto, pero fue a mi hermano a quien mató ese condenado vistani la otra noche, ¿no es verdad? —Subrayó el argumento con un manotazo a la cinta negra que llevaba en un brazo, señal de luto por los familiares muertos, común entre los barovianos—. ¡Y no ando lamentándome por los rincones!
—El duelo no se olvida con tanta facilidad en mi tierra —replicó Terlam levantando por fin la mirada.
—Has vivido en Barovia el tiempo suficiente como para aprender nuestras costumbres —espetó Donovich, que, como la mayoría de los barovianos, era poco tolerante y aún menos paciente con los extranjeros.
Volvió a llenarse el vaso y se sentó a la mesa enfrente de la chimenea. Terlam se tragó una respuesta cáustica y después tiró de la manga de su maltrecha túnica. El boyardo hablaba con razón; habían pasado casi treinta años desde que había llegado a Barovia. Hacía mucho tiempo, cuatro compañeros y él se habían perdido en un banco de niebla y habían reaparecido en la aldea de Barovia. La melancolía se apoderó del clérigo al recordar su hogar y a los otros cuatro hombres atrapados en aquel submundo abandonado de dios.
—Algún día regresaré a Palanthas —musitó como para sí—. Es la ciudad más bella de Ansalon; jamás se abrieron brechas en sus murallas, jamás sus blancas torres…
De pronto, la puerta se abrió. La taciturna ensoñación de Terlam quedó interrumpida, y Arik profirió una maldición por el polvo que entró con la corriente de aire. Los tres se quedaron embobados con la boca abierta mirando a la joven que apareció en el vano. Los rizos negros de la gitana danzaban al viento; el borde deshilachado de su vestido rojo sangre se levantó con el aire y dejó al descubierto las piernas, arañadas pero bien torneadas. Entró en la taberna mirando hacia atrás como preocupada por un supuesto perseguidor y después cerró tras de sí.
Arik cogió una escoba casi tan larguirucha como sus brazos y se puso a barrer el suelo.
—Aquí no queremos a los de tu ralea.
Magda tragó con esfuerzo, pues sabía lo peligroso que era para un vistani acercarse solo al pueblo. Los lugareños solían culpar de sus desgracias a las tribus errantes.
—No busco jaleo, amigo —repuso derrochando encanto con naturalidad—. Busco a un aldeano, un sacerdote llamado Terlam. Tal vez alguno de estos caballeros sepa dónde se encuentra.
Donovich tiró un banco al levantarse, y Magda se sobresaltó con el ruido, pero mantuvo su agradable semblante lo mejor que pudo mientras el corpulento aldeano avanzaba un paso hacia ella.
—¿Conoces a un boyardo llamado Grest, de este pueblo? —interrogó con voz neutra y falsamente calma.
La refriega con el repugnante terrateniente que había pretendido comprar su virtud ya le parecía un hecho antiguo en la historia. Se quedó observando al hombre que tenía delante, plantado en actitud dura. El bigote y el espeso cabello negro indicaban que era lugareño, pero los ojillos brillantes y el gesto de la mandíbula indujeron a Magda a pensar que podría tratarse de un familiar de Grest; además, la cinta negra que llevaba era una señal inconfundible de luto por algún pariente muerto hacía poco.
—Muchos lo conocen —replicó la gitana con cautela—. Es un gran hombre, y amigo de mi tribu. Pero, por favor, estoy…
Donovich dio un puñetazo en una mesa con expresión sarcástica.
—Tu tribu
lo mató
. —Rebuscó en el bolsillo del pantalón hasta encontrar un colgante de plata encantado ensartado en una tira de cuero. El dije tenía forma de lágrima y lanzó un destello a la luz de la chimenea—. Cuando lo encontraron junto al camino, alucinado y moribundo, balbuceaba sin parar frases sobre la promesa de la vistani. Decía que este amuleto tendría que haberlo hecho invisible a las criaturas de la oscuridad.
El sacerdote de la túnica roja se interpuso entre ellos.
—Vete a la calle —le dijo a la mujer—. Yo soy Terlam. Hablaremos fuera.
De pronto, Magda reconoció al obeso clérigo. Era uno de los que habían visto preparando la horca cerca de la iglesia, el mismo que habían encontrado después en el bosque, cuando el enano se liberó de las ataduras. Pero, antes de que la vistani respondiera, el robusto boyardo sacudió un sonoro bofetón a Terlam que lo dejó tirado en el suelo completamente aturdido.
—Métete en tus asuntos —gruñó Donovich sin mirar al clérigo.
Sujetó a Magda por la garganta y la empujó sobre una mesa. La vistani trató de liberarse, pero el boyardo era muy fuerte.
Arik siguió con sus cosas. Muerto
Herr
Grest, Donovich heredaba el cargo de cabeza de familia y no era recomendable interferir en la venganza de un personaje influyente.
—Por otra parte —mascullaba mientras volvía a limpiar vasos—, los vistanis nunca han sido buenos clientes.
Magda dio un vigoroso puntapié a Donovich en la espinilla y le arañó la cara, pero el boyardo, anestesiado tal vez por los numerosos vasos de vino o inmune al dolor por la rabia que le nublaba los sentidos, no acusaba los golpes. La gitana trató de sacar la daga escondida en la bolsa de la cintura, pero su contrincante apisonaba el arma sin saberlo bajo su peso. La mujer empezaba a quedarse sin resuello.
—Suelta a esa mujer.
La voz hueca que resonó en la cantina no sorprendió a Magda, pero sí a Arik. El tabernero se giró en redondo, pues las palabras provenían del rincón en penumbra justo a su espalda, donde se perfilaba una silueta con armadura cuyos ojos anaranjados brillaban tras la visera del casco. El extraño ser apestaba a ropa quemada, y su vistosa armadura estaba llena de hollín. Con el brazo herido pegado al pecho, el caballero agarró al tabernero por la frente y le torció la cabeza con brusquedad, y tras el crujido del cuello al quebrarse se oyó el estrépito de cristales que se estrellaban.
Donovich estaba tan pendiente de su víctima que no percibió la conmoción; tampoco aflojó la mano con que la sujetaba ni apartó los ojillos del congestionado rostro de su prisionera, aplastada bajo su corpachón, ni siquiera cuando la oleada de frío le heló la espalda. En realidad, no llegó a ver a lord Soth, que levantó la mano forrada de hierro y la dejó caer a modo de cuchilla. El cráneo cedió al golpe, y el boyardo se derrumbó sangrando sobre la muchacha.
El caballero alzó el cadáver y lo tiró al suelo. Magda se asfixiaba y se aferraba la garganta con ambas manos como si así ayudara a los exhaustos pulmones a respirar, pero Soth no le prestó atención y se arrodilló junto a Terlam.
El clérigo volvía en sí poco a poco. Cuando logró enfocar la vista de nuevo, la antigua y desgastada armadura del caballero, la armadura de los Caballeros de la Rosa, fue todo lo que vio.
—¡Gilean, socórreme! —invocó sin aire en los pulmones.
—¿Sabes quién soy? —interrogó Soth.
Terlam asintió débilmente al tiempo que se incorporaba sobre los inseguros brazos; no abundaban los pobladores de Krynn, sobre todo palanthianos, que ignoraran la historia de lord Soth, el Caballero de la Rosa Negra. Miró a su alrededor y vio los cuerpos de los aldeanos cubiertos de sangre.
El clérigo tartamudeó unas frases sin sentido, y Soth levantó una mano para obligarlo a callar.
—Tú y otros cuatro más fuisteis traídos aquí desde Palanthas hace treinta años. En el tiempo que has pasado en Barovia, ¿has oído alguna vez que alguien regresara a Krynn?
—Todos murieron —musitó como sonámbulo. Por un momento, Soth no supo si se refería a los cuatro compañeros o a los que había en la taberna—. Éramos cinco, todos sacerdotes o magos, todos devotos de la Balanza.
Extendió los brazos y se miró la raída túnica roja.
—Una noche fuimos a pasear por la bahía de Palanthas. Una bruma llegó a tierra, una niebla espesa que nos engulló, y cuando salimos de ella estábamos en este pueblo. —Sonrió, y después una risita demente escapó de sus labios—. Keth, Bast y Fingelin murieron a manos del vigilante, la cosa que había al final del túnel oscuro. Voldra… —Se cruzó el corazón con una señal de bendición—. El castillo se lo llevó, y ahora sólo quedo yo.
Un momento después, Terlam se inclinó hacia adelante y miró detenidamente al caballero.
—¿Vos también estáis atrapado aquí? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Entonces siempre he estado en lo cierto! ¡Este lugar es un infierno! —Miró al techo mugriento y elevó las manos—. Gilean, Señor de la Balanza, perdona mis pecados. Dime al menos qué crímenes he cometido para poder expiarlos y conservar la esperanza de pasar la puerta, de salvarme del vigilante…
El clérigo hablaba como en éxtasis, con una mirada salvaje en los ojos. Al oírle hablar de una puerta, Soth prestó atención de repente a las divagaciones del hombre.
—¿Una puerta? —repitió el caballero—. ¿Has descubierto la forma de regresar a Krynn?
—Los vistanis nos hablaron de un camino de regreso —dijo con ojos de temor—. Nos vendieron la información a cambio de todo el oro que llevábamos. —El loco frunció el entrecejo—. Era cierto que la puerta estaba allí, pero el vigilante no nos dejó entrar y sólo Voldra logró escapar. El vigilante mató a los demás.
—¿Dónde está esa puerta? —tronó Soth.
—En la bifurcación del río Luna —respondió en voz baja, amedrentado por el caballero de la muerte—. Pero el vigilante…
—¡El vigilante no es un obstáculo para mí! —rió Soth.
—Lord Soth… —lo llamó una voz suave por la espalda. El guerrero se volvió hacia Magda, que aún se frotaba la garganta magullada. Los arañazos que la gárgola le había hecho en el hombro sangraban otra vez; con voz ronca añadió—: Puedo llevaros a la bifurcación del río donde se encuentra la puerta. Sé algunas historias sobre ella.
Soth la miró con fijeza unos momentos. Al abandonar el castillo de Ravenloft, Magda había confesado al caballero la proposición de Strahd de utilizarla como espía. Pero, después de lo sucedido, el conde representaba una seria amenaza contra ella, de modo que le convenía ponerse de parte del caballero de la muerte. Soth le creyó, pero no porque se hubiera indispuesto con Strahd a causa del enfrentamiento con la gárgola, aunque pareciera la razón más importante.
Magda demostraba poseer mucha más fortaleza de la que él le habría atribuido el día en que había destruido el campamento vistani. Se había enfrentado a Strahd, había vencido a uno de sus servidores e incluso había llegado a superar el miedo que le inspiraba Soth. Semejante exhibición de valentía significaba mucho para el caballero de la muerte, que siempre había considerado a los débiles indignos de confianza…, como el traicionero Caradoc. Magda estaba muy lejos de semejantes flaquezas; no obstante, ya había aprendido que en Barovia no debía confiarse plenamente en nadie.
—Continúa —le dijo con circunspección.
—Entre algunas tribus de esta zona, se habla de un acceso a otros mundos —prosiguió—. Dicen que hace mucho tiempo que está ahí. Uno de mis antecesores, un héroe llamado Kulchek, escapó de Barovia por esa puerta, y la leyenda asegura que está vigilada por un guardián terrible, una especie de…
cosa
.
—Tenía ojos y bocas y provocó visiones en todos nosotros —aseguró el clérigo—, y no pudimos hacerle daño de ninguna manera. —Se abrazó a sí mismo con fuerza—. Primero arrancó un brazo a Keth de un mordisco. ¡Cuánta sangre! ¡Oh, dioses, había sangre por todas partes…!
Mientras el hombre se perdía en los recuerdos, el caballero se dirigió a Magda.
—¿El río Luna pasa entre el pueblo y el castillo del duque Gundar? —Magda respondió que sí, y Soth añadió lacónicamente—: Entonces, pongámonos en camino.
Antes de que el caballero alcanzara la salida, Magda se había apoderado de las bolsas de Arik y de Donovich, y del calzado del cantinero. Las gastadas botas no resultarían muy cómodas pero la gitana sabía lo que representaba enfrentarse a una larga caminata con los pies descalzos. Después, tomó el colgante encantado del bolsillo del boyardo y lo guardó en su hatillo; nunca se sabía cuándo podía necesitarse un talismán.
—Por favor —imploró el sacerdote con las manos unidas—. Llevadme con vos. Quizá derrotéis al vigilante. —Se arrodilló otra vez—. Devolvedme a Palanthas.
—Palanthas ha desaparecido —le advirtió Soth—. Yo dirigía los ejércitos que la saquearon hace unos días.
Dio la espalda al hombre y abrió la puerta. El sacerdote lanzó un gemido y se aferró al borde de su túnica.
—No es posible —dijo—, no lo creo. Palanthas no ha sido invadida jamás. Sus hermosas murallas nunca han sido demolidas. Sus torres…
El caballero de la muerte avanzó sin contratiempos por las calles del pueblo entre cuarterones que se cerraban de golpe y madres que recogían presurosas a sus harapientos hijos para refugiarse en las casas. Incluso la ruta comercial estaba vacía cuando Magda y el caballero dejaron atrás la aldea. Sólo en una ocasión, tras recorrer unos pocos kilómetros por la carretera de Svalich, Magda creyó ver que alguien los seguía, pero cuando se detuvo a observar el rastro no encontró nada fuera de lo normal.