Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Bien, muchachos —logró articular el primero, que apenas movía la mandíbula al hablar—, vais a venir con nosotros. Si dejáis las armas en el suelo no os haremos daño… Bueno, no mucho, por lo menos. —Los dos gigantes rieron con la lastimosa balardonada.
A Magda le daba vueltas la cabeza. ¿Cómo habían logrado aquellos monstruos caer sobre ellos? Parecían incapaces de moverse a hurtadillas. ¿Qué alarma había disparado Azrael? Echó una ojeada al pilar, donde el enano había estado apoyado casi toda la velada, y renovadas sospechas de traición le asaltaron la mente, pero no tuvo tiempo de detenerse a pensar: la batalla había comenzado.
A un metro de la vistani, lord Soth agitaba las manos en el aire marcando los complicados pases de un encantamiento. De repente, la atmósfera que rodeaba al gigante jiboso se llenó de nieve y una muralla de hielo se formó entre dos peñas, donde quedó atrapado y gritando de rabia.
El otro gigante avanzó hacia lord Soth mirándolo con el ojo grande, hizo oscilar el primitivo mayal, y la cadena y el peso de acero salieron disparados por el suelo silbando como una guadaña. Dos guerreros cayeron al primer golpe y sus huesos se esparcieron por todas partes como los fragmentos de un jarrón.
Magda miraba de Soth a Azrael con frenesí. El gigante estaba demasiado cerca y, viendo que no podría lanzar otro hechizo, el caballero esgrimió la espada. Los guerreros lo imitaron, pero Azrael se retiró hacia el muro de hielo y la gitana maldijo la cobardía del enano. Ya no había duda: Azrael era un traidor declarado.
La muchacha apretó el garrote y se unió a Soth para combatir al gigante del mayal, que ya lo había levantado para asestar otro golpe. Pero, sin darle tiempo a descargarlo, el caballero lo hirió en la rodilla. La pierna le falló, tropezó hacia adelante y el arma se le escapó de las manos; aun así, el percance no le impidió aplastar a otro esqueleto con un golpe de antorcha que lo elevó del suelo y lo estrelló estrepitosamente contra una peña, para terminar deshecho en la tierra.
Al mismo tiempo, un puño enorme rompía la barra de hielo. El gigante sacó la mano y alcanzó a Azrael. El enano, sorprendido en medio del proceso de transformación, no pudo hacer más que retorcerse y protestar bajo la enorme mano. Con un gruñido porcino, el ser jiboso lanzó al enano por encima del hombro como si no fuera más que un juguete abandonado.
—¡Eh, Fej! Échame una mano aquí —gritó el primero, que estaba arrodillado defendiéndose de cinco guerreros a golpes de antorcha; tenía los brazos llenos de cortes sangrantes producidos por las espadas, y la túnica deshecha en jirones.
—Está bien, Bilgaar, deja de protestar.
Culminó la escalada de la pared helada y se acercó a zancadas. A una orden de Soth, los esqueletos abandonaron el primer frente de batalla y formaron una línea entre Fej y su compañero, con las espadas en ristre.
Bilgaar, que estaba frente a Soth y Magda, se protegió la rodilla herida con una mano e intentó levantarse, pero entonces la vistani le asestó un garrotazo que Bilgaar paró con la antorcha.
—¡Ayyy! —aulló al rompérsele dos dedos. La antorcha salió disparada y aterrizó al pie de la columna.
Magda levantó a
Gard
para golpear de nuevo, pero el gigante la apartó de un manotazo y la gitana cayó al suelo. La maniobra le costó cara porque Soth, aprovechando el descuido, le cortó la mano extendida con un enérgico mandoble. La espada del caballero cercenó la mano desde la muñeca, y Bilgaar se derrumbó agarrándose el muñón sangrante. Sin titubeos, Soth le clavó la espada en la nuca. Bilgaar dejó escapar un gemido, cerró la boca y la vida voló para siempre de sus desparejados ojos.
Su compañero no tenía tantas dificultades. Un esqueleto derrotado yacía inmóvil a sus pies, y los siete restantes se esforzaban en vano por atravesarle la armadura. Uno de ellos se acercó tanto que el gigante lo aplastó de un puñetazo. Fej se regocijaba con los huesos descuartizados, pero la alegría fue interrumpida bruscamente por un alarido espeluznante, y, sin darle tiempo a mirar atrás, Azrael saltó desde una roca de granito y aterrizó en su jibosa espalda. Se había transformado en semitejón y no parecía que el ataque de antes lo hubiera afectado en absoluto. Con uñas y dientes afilados como dagas, rajó el gaznate a Fej.
El gigante dejó caer la antorcha e intentó sujetar a la criatura; lanzó un solo grito antes de que sus cuerdas vocales quedaran cortadas. Después, los esqueletos guerreros completaron el trabajo.
Desde la sombra entre dos peñas, Magda vio cómo los esqueletos y el tejón descuartizaban al gigante mientras Soth, de espaldas a ella, estudiaba las medidas a tomar y limpiaba la espada con un jirón de la túnica de Bilgaar. Azrael se había unido al combate sólo porque habían ganado ventaja, pensaba para sí; ya no le cabía la menor duda de que el enano había avisado a los gigantes por medio del pilar. Si estaba a favor de Strahd o de Gundar no tenía importancia. En cualquier caso, formaba parte del plan.
«Tal vez sea ésta la última oportunidad de escapar —se dijo—. Están todos absortos en el combate y no se darán cuenta». Poco a poco, se puso de pie y se escabulló en la oscuridad.
—Quedan seis —advirtió Soth al hacer recuento de los soldados—, y todavía estamos a varias jornadas del castillo de Hunadora.
Azrael dejó al gigante muerto y, con el hocico y las zarpas llenas de sangre, se incorporó y escudriñó en el claro.
—Se ha ido —bramó—. ¡Esa bruja vistani se ha dado a la fuga!
El caballero de la muerte penetró las tinieblas nocturnas con su mirada que jamás parpadeaba. Azrael estaba en lo cierto: Magda había huido.
—¿Podrás encontrarla? —preguntó con una nota de decepción en la voz.
El tejón hizo un gesto feroz, se puso a cuatro patas y olisqueó el aire.
—No os molestéis en mandar a los esqueletos porque lleva un medallón que la hace invisible a sus ojos. —Dicho lo cual, desapareció entre el dédalo de peñas siguiendo el rastro sobre la gravilla.
La luna había desaparecido cuando Azrael regresó, pero Soth continuaba exactamente en el mismo sitio y en la misma postura en que lo había dejado. El tejón llegó en su forma de enano, luciendo un hematoma grande e inflamado en el lado derecho de la cara.
—Me golpeó, poderoso señor —dijo con humildad—. Seguí su olor hasta un camino sin salida, pero allí sólo encontré su ropa. No era más que una trampa para sorprenderme. —Inclinó la cabeza—. Sin tiempo siquiera para darme la vuelta, dejó caer una piedra, me golpeó con ese maldito garrote y caí sin conocimiento.
—No te preocupes más —replicó Soth al cabo de un momento—. Se ha ganado la libertad y no sabe nada que pueda convenir a nuestros enemigos.
—Podría advertir a Gundar de vuestro plan —arguyó el enano al tiempo que se tocaba la herida con gesto hosco.
—No sería propio de ella —repuso Soth saliendo de su ensoñación—. Se expondría gravemente si se acercara a Gundar, si es cierto que está tan loco como parece; sería una verdadera insensatez, y Magda está en sus cabales. —Hizo una pausa y sopesó la desaparición—. Por otra parte, es peligroso viajar solo por estas tierras y seguramente morirá antes de que vuelva a salir la luna. —Miró al enano herido y una sonrisa afloró a sus labios. Señalando el contuso moretón, añadió—: De todas maneras, no me imagino al ser capaz de dominarla.
El sollozo quedo y rítmico recordaba a Soth el arrullo de las palomas. Levantó los ojos del libro de cuentas del alcázar y dedicó a su esposa una brevísima mirada.
—Si no puedes controlarte, vete a otra habitación, Isolda.
La elfa dejó de llorar y se levantó del lecho con pesadez. El menor movimiento le costaba un gran esfuerzo en esos días debido a lo avanzado de su estado de gravidez, pero Soth sabía que los lamentos no eran a causa de las molestias del embarazo. Un cardenal negro y azulado mancillaba la mejilla nacarina de Isolda. Soth se estremeció por dentro al verla; se había ganado el castigo por importuna, se recordó, aunque tal vez la había pegado con demasiada fuerza.
—No comprendo cómo te soportas a ti mismo últimamente, Soth —dijo al llegar a la puerta.
El señor de Dargaard se levantó al momento, temblando de furia. El tibio remordimiento que le había coloreado las mejillas un momento antes dio paso a una rabia fría. Con una blasfemia, cogió el tintero de cristal plomado del pupitre y se lo lanzó a su esposa, pero ésta se escabulló de la estancia en el mismo instante en que el frasco se estrellaba contra la puerta. La tinta salpicó las paredes encaladas, y una lluvia de diminutas esquirlas de vidrio se desparramó por el suelo. Aquel ruido penetrante, se decía Soth, era como las risas de las rameras que ocupaban la celda contigua a la suya en la prisión de Palanthas. Intentó tranquilizarse, pero sólo podía pensar en el asesinato. Caradoc se había encargado de lady Gadria; tal vez debería hacer lo mismo con Isolda…
—¡Dioses! —exclamó, asqueado por los retorcidos pensamientos—. ¿Tan bajo he caído?
La respuesta lo contemplaba desde el otro extremo de la estancia. Un Soth ceñudo y con el pelo revuelto le devolvía la mirada desde el espejo de cuerpo entero, regalo de boda del sacerdote. La imagen atrajo la atención del desacreditado caballero, que se quedó mirándola como hipnotizado.
Estaba ojeroso y macilento; grandes círculos oscuros le rodeaban los ojos azules, y el cabello despeinado le caía hasta los hombros. También había descuidado el bigote, que le enmarcaba la boca aunque no ocultaba el corte que se había hecho en el labio la noche anterior. Al igual que el resto de la sitiada guarnición del alcázar, Soth bebía más vino de lo habitual, pues tras casi dos meses de cautiverio, era más fácil de conseguir que el agua. Después de una prolongada juerga con sus soldados, resbaló en las piedras heladas del patio de armas y cayó de bruces sobre el suelo congelado.
Al menos así se lo contaron sus caballeros, porque él no recordaba el incidente.
Tenía los hombros cargados por la fatiga extrema; cuando no se dedicaba al alcohol montaba guardia en las murallas. Los caballeros solámnicos no podían tomar el paramento exterior de la fortaleza porque se lo impedía el foso y, siempre que intentaban poner los cimientos de un puente, una lluvia de flechas los obligaba a retroceder. Sin embargo, todas las noches descargaban catapultas de brea encendida sobre Dargaard y causaban incendios que costaba horas dominar y que acababan cobrándose un edificio, un almacén o una vagoneta antes de extinguirse. Lord Soth era consciente de que el cansancio, el hambre y el aburrimiento eran los mejores aliados de los caballeros que mantenían el sitio. Los hombres de sir Ratelif llevaban semanas acampados alrededor de las murallas, aunque habían obtenido escasos resultados en cuanto a destrozos materiales, y el rigor del invierno, que ya se había asentado definitivamente sobre la tierra, hacía pensar que el alcázar resistiría el aislamiento. Aun así, el cerco creado por los honorables caballeros era total, y los víveres de la fortaleza disminuían a cada hora que pasaba.
Descorazonado, buscó un paño para cubrir el espejo y, al tomarlo entre las manos, vio algo que encendió su ira.
Unas manchas de tinta le ensuciaban los dedos como pústulas de una plaga infecciosa. Era una aventurero nato y jamás se había preocupado de llevar libros de contabilidad ni relaciones de gastos, pues para eso pagaba a Caradoc o a otros. No obstante, a lo largo de las últimas semanas, se había ido incrementando en él una obsesión por controlar con todo detalle las limitadas raciones de comida y bebida. Se frotó los dedos sucios de tinta pero las manchas no salían.
—Me han obligado a convertirme en contable —se lamentó al tiempo que colocaba el paño sobre el espejo.
Volvió a mirarse las manos, que durante el mes anterior habían empuñado la jarra o la pluma con mucha más frecuencia que la espada. La Medida especificaba que los caballeros debían practicar ejercicios marciales a diario, pero Soth había abandonado el entrenamiento desde el juicio en Palanthas. Sin embargo, no era ése el único ritual que había dejado de lado; todos los caballeros, desde su ingreso en la Orden de la Espada, ayunaban un día a la semana, pero Soth no recordaba la última vez que había perdido una comida por voluntad propia. De la misma forma, había faltado a las reglas de caballería con respecto al alcohol, el juego y el respeto a las damas.
Todas estas transgresiones revestían un carácter trivial comparadas con la falta grave de no practicar el culto debido a los poderosos dioses que protegían a los Caballeros de Solamnia: Habbakuk, Kin-Jolith y sobre todo Paladine, los patrones más significativos de la Orden. Los ideales que personificaban estas deidades eran el incentivo de todos los caballeros para perseguir siempre metas más elevadas, pero Soth no visitaba la capilla del alcázar desde que había comenzado el sitio. Había dejado de rezar a Paladine el mismo día en que hizo el amor con Isolda por primera vez, y los votos sagrados que se intercambiaron durante la ceremonia de matrimonio con la elfa fueron pronunciados con la única intención de guardar las formas; si Paladine los había escuchado no había sido por voluntad de Soth.
Lo primero que se le ocurrió al deshonrado caballero fue culpar a Isolda de su lamentable estado actual. Tal vez lo había embrujado de alguna forma para ponerlo en contra del Código y la Medida. En su fuero interno, sabía que no era cierto; desde el comienzo del aislamiento, Isolda le rogaba a diario que elevara plegarias a los dioses y solicitara una misión, pues sería la única forma de redimir el pecado que había cometido.