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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (28 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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Satisfecha con el trabajo, procedió a repasar el resto del borde del vestido; después remendaría unos cuantos agujeros de la falda. No sería un traje que los hombres siguieran con la mirada, pero eso tampoco tenía importancia ya. En las presentes circunstancias, los idilios o la belleza eran meras trivialidades; no había razón para preocuparse por si los hombres volvían la cabeza o no cuando no se estaba segura de poder conservar la propia en su lugar.

—Tú no eres como los vistanis que he encontrado —murmuró el enano con aire ausente, tras engullir el último trozo de pan—, aunque eso no es un insulto, ¿eh? Quiero decir que no eres espía del conde, como todos los demás.

—Desde luego —contestó Magda sin levantar la mirada de la labor.

Durante el camino hacia la torre, Strahd la había tratado con frialdad, e incluso con desdén en algunos momentos. Cuando Azrael había observado que llevaban pocos víveres, Strahd los llevó por un desvío hasta una granja solitaria cerca de la bifurcación del Luna, donde Magda y Azrael tendrían que presentarse como agentes de Strahd. Los campesinos sabían que cualquiera que ostentara el sello del conde debía ser atendido en todo lo que pidiera, y ellos dos recibirían sin más preguntas las viandas, la ropa y las armas que solicitaran. Magda puso inconvenientes a la idea de privar de su comida a los que vivían en la escasez, y Strahd se encendió de ira; sólo la presencia de Soth suavizó la cólera del vampiro.

Una vez concluida la tarea, Magda dio la espalda al enano y se puso el vestido por la cabeza, dejó caer la manta y estiró la ropa sobre la curva de las caderas. Al darse la vuelta otra vez, se dio cuenta de que el enano la miraba con lujuria y se armó con el bastón que tenía a los pies.

—No es necesario —arguyó el enano con rapidez—. Perdona por la forma en que te miraba, pero…, bueno, es que eres una humana bastante atractiva.

Magda dejó el arma en el suelo. Al fin y al cabo, si Azrael la amenazaba de nuevo sacaría la daga de plata. Después del combate con el guardián cartilaginoso, la había guardado en la bota en vez de en la bolsa; los vistanis tenían muy en cuenta ese tipo de supersticiones, y sólo un insensato no habría hecho caso de semejante advertencia.

Sin titubeos, recogió la aguja y el hilo en la bolsa de arpillera; los útiles de costura, un trozo de pan y un frasco de sidra era todo lo que había pedido a la aterrorizada campesina que vivía en la cabaña por la que habían pasado. Azrael, en cambio, exigió tanta comida como podía cargar, mantas, una túnica nueva y una cesta para transportarlo todo.

La vistani le devolvió la bonita manta adquirida por medios injustos con que se había tapado.

—Gracias por el cumplido y por el préstamo.

—¿Qué tiene de especial ese palo? Si no te molesta la pregunta —inquirió sin preámbulos. Magda le contó la leyenda de Kulchek
el Errante
y, cuando concluyó, el enano hizo un gesto de mofa—. Si estuvo en esa caverna seguro que todavía andará por allí su calavera, con las otras. Seguro que se lo comió aquel grumo enorme lleno de ojos.

—Strahd dijo que resucita siempre que lo matan —replicó ella sin hacer caso del comentario—. ¿Por qué crees que Kulchek no pudo matarlo también?

—¿Y el portal que tenía que estar allí?

—Tal vez lo hubiera en algún tiempo —contestó con un gesto despectivo de la mano—, pero la magia que lo mantenía se terminó.

El enano, desairado de momento, volvió a rebuscar en la cesta de comida.

—Tu gran héroe se dejó ese garrote tan especial aquí, ¿verdad? Pues me resulta bastante difícil de creer porque si de verdad es mágico se lo habría llevado consigo, ¿no crees?

—Ya viste el daño que le hizo al guardián del portal —replicó Magda con los brazos en jarras—. Sería buena idea probarlo otra vez en otro cuerpo.

Azrael rió con una especie de gruñido que hizo pensar a la gitana que el enano se estaba transformando en tejón.

—Los bastones mágicos no tienen efectos sobre seres como yo —repuso cuando logró controlar la risa—, aunque quizás ese garrote sea algo más que un madero. De todas formas, no confíes mucho en él.

Animado por el tema de la conversación, Azrael se puso en pie y se alisó la túnica de brocado que había pedido a los campesinos; los gruesos y coloridos hilos que formaban el tejido prestaban al enano el aspecto de un bufón cortesano.

—Fíjate, por ejemplo, en el patán que se cruzó conmigo en la carretera de Barovia la otra noche. Me escondí entre los arbustos del borde del camino en espera de una presa fácil y, cuando apareció el boyardo a caballo, salí a su encuentro semitransformado en tejón, con dientes, garras y todo eso. ¿Crees que se dio a la fuga, o que desenvainó la espada? Pues no; sacó ese colgante y lo agitó ante mí.

Una carcajada incontenible lo hizo doblarse por la cintura.

—¡Oh! —le dije—. No vuelvas a hacerme eso porque me duele de tanto reírme.

Magda se quedó silenciosa por la sorpresa. Aturdida, rebuscó en su bolsa y encontró el dije que había vendido a
herr
Grest la noche en que Soth atacó a los suyos. Le había dicho que la joya lo protegería de las criaturas de la noche, aunque en realidad no era tanto su poder: hacía invisible a quien lo llevara a los ojos de seres no muertos y sin inteligencia, como los zombis o los esqueletos, entidades sin libre albedrío, sin mente humana.

—¡Caramba! ¡Tienes uno igual que ése! —advirtió el enano, señalando la lágrima de plata que colgaba de la cadena.

—Son el mismo —corrigió Magda—. Se lo quité a un familiar del boyardo. Los aldeanos culpan del asesinato a los gitanos de mi familia.

—No les van a quedar cuerpos calientes a los que juzgar cuando Strahd termine con ellos —comentó Azrael con sarcasmo.

—Pues yo no correré la misma suerte —insistió la joven al tiempo que se colocaba el colgante—. En cuanto lleguemos a Gundaria, no regresaré jamás a Barovia, pase lo que pase. —Guardó el resto de sus pertenencias en la bolsa—. Por cierto, ¿piensas hacer el viaje al castillo de Gundar vestido con ese atuendo? Los guardas te verán llegar desde diez leguas.

—El conde dice que hay armaduras viejas en el sótano. —Tiró de un hilo azul—. Me pondré una cota, y esto me servirá de relleno.

—Yo no me fiaría de la palabra de Strahd para nada —musitó la gitana.

—¡Pero te fías de Soth! Strahd al menos no oculta sus planes; estoy seguro de que dice lo que piensa. —Extendió los brazos y añadió—: ¿Sabías qué era antes este torreón? La fortaleza de un noble baroviano, éste terminó con todos los miembros de su familia y con la servidumbre. ¿Te parece sorprendente? Pues no lo es.

—¿Qué pretendes demostrar?

Una amplia sonrisa asomó a la boca de Azrael, y sus patillas se erizaron como púas.

—Las personas previsibles son mucho menos peligrosas que las que nos sorprenden.

Magda se colocó la bolsa al hombro y echó una última mirada a la estancia, impregnada de un olor rancio.

—Eres tan buen consejero y tan «sabio» como los adivinos vistanis. ¿Sigues tus propias recomendaciones alguna vez?

Azrael tardó un rato en contestar; después de recoger todas sus provisiones, le dijo:—Si me aplicara a mí mismo la mitad de los consejos que doy, ¿crees que estaría aquí ahora?

Caradoc se había acostumbrado a ver el mundo inclinado. La cabeza todavía le colgaba sobre el hombro, sin el soporte del cuello, pero, desde que Soth lo había atacado, había ido perdiendo la noción del extraño ángulo desde el que miraba las cosas. De vez en cuando, la mente compensaba el efecto de la lesión y veía el paisaje y el horizonte enderezados, pero después, durante minutos, e incluso horas, no podía ni caminar a causa de la sensación de vértigo que tenía, pues no lograba diferenciar lo que estaba arriba de lo que estaba abajo. Por suerte, esos momentos eran cada vez menos frecuentes, y el fantasma estaba seguro de que, con el tiempo, su mente acabaría por adaptarse.

Mientras permanecía en las tinieblas más densas del sótano de la torre, veía el mundo como suponía que debía de ser. La antigua construcción de dos pisos se asentaba sobre un montículo de difícil acceso como un dragón en su guarida, y había servido de protección a la colina y a su morador durante muchas décadas, pero ni los sólidos muros habían podido evitar que el conde impusiera su venganza definitiva al señor del lugar. Ahora siempre estaba vacía, excepto las ocasiones en que algún vagabundo ocupaba aquel desprestigiado refugio de la noche baroviana tomado por las ratas, que se enseñoreaban de las vigas del techo con toda libertad. Las negras aberturas de las escasas ventanas eran como los huecos dejados por escamas perdidas en la piel de un dragón.

Un enano y una mujer salieron de la torre en el frío de la madrugada y dejaron sus fardos en la puerta. «Los nuevos criados de Soth», pensó el fantasma con desprecio. El enano iba cubierto con una cota de malla que le llegaba por debajo de la cintura, y una túnica jaspeada asomaba debajo a la altura del cuello y los hombros. La armadura era de la talla de un hombre, pero el enano parecía no haberse dado cuenta de lo ridículo que estaba con ella, como un jovenzuelo disfrazado de caballero. Sin embargo, esa imagen quedó borrada tan pronto como Caradoc percibió la fiera mirada del enano, las oscuras patillas que enmarcaban la nariz respingona y la ancha boca, más propias de un animal.

La mujer, vestida con un rico traje de tela roja mal remendado y con el bajo irregular, parecía menos amenazadora que el enano, aunque mostraba una seguridad en sí misma que inquietaba al fantasma. Tenía la cintura estrecha y era de complexión ligera, aunque poseía las musculosas piernas de una bailarina. Los arañazos de las pantorrillas y las señales de garras de los hombros delataban un viaje accidentado hasta la torre, y la forma en que llevaba el retorcido garrote, a punto para esgrimirlo en cualquier momento, revelaba su estado de alerta a peligros repentinos. A pesar de sus suaves rasgos, ojos verdes, labios gruesos y barbilla redondeada, el fantasma adivinaba su gran fortaleza, porque había sobrevivido a varias jornadas en compañía de Soth y a una huida precipitada del castillo de Ravenloft.

—Nos iremos de un momento a otro —advirtió el enano mientras levantaba terrones de barro con sus pesadas botas—. Apuesto a que el viejo conde no quiere perder el tiempo esperando a la salida del sol.

El tono irrespetuoso del enano distrajo un momento al fantasma; si Strahd lo oyera, seguro que se produciría un enfrentamiento, y Caradoc ansiaba encontrar la ocasión de mostrarse a lord Soth y hacerle conocer su nueva alianza. «Así comprenderá lo insensato que fue al tratarme de aquel modo», concluyó entre las sombras.

Magda se sentó en lo alto de la colina, ante la verja de la entrada, de donde partía una escalinata de piedra insegura y desigual hacia el pie del cerro.

—A mí ya me parece que tardamos mucho en salir —replicó impaciente golpeando el suelo con el bastón.

Enseguida se les unieron el caballero de la muerte y el vampiro, y Caradoc se retiró más entre las sombras, hasta el muro mismo, al ver a lord Soth. Se estremeció al recordar sus frías manos estrujándole la garganta y decidió que tal vez no era el momento para el reencuentro.

—A pesar de nuestras discrepancias con respecto al valor de vuestros compañeros —decía Strahd—, os dotaré de un grupo de soldados que, sin duda alguna, os serán de gran ayuda en el viaje a las tierras del duque. Magda y Azrael clavaron los ojos en el conde, pero éste no les dedicó ni una simple mirada.

Con las manos levantadas por encima de la cabeza, el señor de los vampiros pronunció un conjuro. Al instante, los lobos respondieron al sonido desde los bosques que rodeaban la torre, y la luna derramó su luz sobre la falda del cerro como un chaparrón. Unos rostros contorsionados por alaridos de agonía aparecieron bajo la claridad plateada; los lamentos se extendieron por el altozano, desaparecieron bajo tierra y el suelo tembló en trece puntos diferentes. Primero, una mano llena de suciedad se abrió camino hacia afuera apartando tierra y vegetación, y después otra más. Varios brazos de esqueleto comenzaron a aflorar hacia los cuernos de la luna como fantasmales brotes de primavera.

Magda contuvo el aliento y trató de ocultarse cuando una cabeza con yelmo surgió a menos de un metro de donde estaba sentada. El esqueleto apartó con sus dedos huesudos la tierra que le rodeaba el pecho y se sentó para desenterrarse las piernas. La misma escena se repitió varias veces por todo el terreno.

Eran guerreros muertos hacía mucho tiempo que respondían a la llamada de Strahd con la armadura colgando de sus huesos podridos. Los gusanos caían de la tierra acumulada entre las costillas, y unos insectos con pinzas abandonaban precipitadamente el cobijo de los cascos. Al cabo de un rato, trece esqueletos de guerreros formaban en el cerro, al pie de las fosas poco profundas, con las espadas en la mano.

—En ellos hallaréis una fuerza de combate digna de vuestra talla —dijo Strahd señalando a la espeluznante hueste allí reunida.

Caradoc retrocedió aún más introduciéndose en el muro, hasta que sólo su rostro asomaba sobre las frías piedras. ¡El conde estaba revelando demasiado! Soth ya había tenido a trece guerreros semejantes a sus órdenes en Krynn, y, al parecer, el conde se estaba burlando de él.

Soth asintió e hizo una seña a Magda y Azrael para que recogieran el equipaje.

—¿Obedecerán mi voz?

—Tal como os dije, os los regalo, lord Soth —replicó el conde con una inclinación de cabeza—. Antiguamente servían al boyardo que regentaba esta fortaleza y ahora están a vuestro servicio. —Hizo una pausa y señaló hacia el oeste—. Cuidaos de la influencia que el duque Gundar pueda ejercer sobre ellos cuando os halléis en las cercanías del castillo, porque estas criaturas sin seso obedecen con facilidad al gobernador de cada dominio cuando llegan a otro lugar.

—Vamos —ordenó Soth a los esqueletos, y comenzó a descender los escalones. Magda y Azrael se pusieron en marcha tras él mientras los guerreros muertos formaban arrastrando los pies y marcaban el paso inexorablemente tras su nuevo amo—. Que jamás nos volvamos a ver —se despidió lord Soth desde el lindero del bosque.

—Que así sea —contestó el conde levantando una mano enguantada con gesto despreocupado—. Eso espero.

Cuando lord Soth desapareció en el bosque con su séquito, Caradoc se atrevió a salir de su escondite. Se acercó al señor de los vampiros flotando con cautela y frotándose las manos con nerviosismo.

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