Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Los gritos del joven resonaban en la ruinosa torre de Strahd, situada en las afueras de Barovia. Las súplicas de clemencia se transformaron en ruegos cada vez más estremecedores por una muerte rápida; llenaban las chimeneas del torreón como rachas de aire y salían a la atmósfera nocturna como débiles gemidos encantados. Los escasos campesinos que vivían en las cercanías habían escuchado sonidos mucho más aterradores entre las ruinas y no se sentían alarmados en esos momentos. Al fin y al cabo, eran barovianos, y las noches de terror formaban parte de su vida cotidiana. Los que oyeron los lamentos se limitaron a reafirmar las trancas de las ventanas, a conciliar el sueño lo mejor posible y a dar gracias a sus dioses porque no eran ellos quienes gemían en la torre.
El desgraciado prisionero del torreón también se dirigía a sus deidades, pero su reiterada petición de que todo acabara enseguida no recibía respuesta. Todo el mundo sabía, y tal vez también los cielos, que Strahd von Zarovich no solía prodigar muertes piadosas.
El señor de los vampiros se hallaba en el gran vestíbulo principal de la torre, de espaldas al fuego, que ardía alegremente en la chimenea. Con una mano sujetaba la frente del cautivo y con la otra el brazo herido de lord Soth. El joven era un gitano de la familia de
madame
Girani, primo de Magda, e intentaba una y otra vez apartar de su frente los blancos dedos, pero las sacudidas se debilitaban por momentos y perdían virulencia. Tenía las manos fuertemente atadas a la espalda y estaba sujeto por el torso y las piernas a una sólida silla, de modo que no tenía la menor posibilidad de impedir que el conde completara el hechizo.
Soth, por su parte, se mantenía tranquilo mientras las cálidas emanaciones vitales del gitano imbuían su muñeca de nueva vida. La mano se flexionaba y los dedos se estiraban por sí solos, como si la energía que Strahd extraía del vistani confiriese voluntad propia a los músculos heridos. No obstante, el caballero de la muerte sabía que el encantamiento necromántico del vampiro consistía en una sencilla transferencia de energía vital del prisionero a su mano; las heridas causadas por el dragón se curarían enseguida y los espasmos musculares no eran más que un efecto secundario.
La expresión del conde denotaba el placer que le proporcionaba oficiar ese encantamiento, los ojos le habían girado en las órbitas y estaban en blanco, y tenía las pálidas mejillas encendidas y la boca ensanchada en una amplia sonrisa de complacencia; los colmillos, desplegados en toda su longitud, acentuaban su rudeza y bestialidad. Para un ser como Strahd, que se sustentaba de la energía vital de los mortales, servir de intermediario para el trasvase de semejante fluido representaba una experiencia hipnotizadora y tonificante.
Por fin, los gritos se redujeron a gemidos lastimeros, que terminaron por desaparecer completamente. El hermoso rostro del vistani se transformó ante los ojos de Soth. Los oscuros y penetrantes ojos se volvieron acuosos e imprecisos, y el cutis terso se llenó de pústulas y arrugas; la piel se hundió como si fuera tela mojada sobre los pómulos y las mandíbulas, y un escuálido hilo de saliva chorreó por la boca. Cuando Strahd von Zarovich retiró la mano de la frente del prisionero, el vistani cayó hacia adelante.
—¿Está muerto? —preguntó el caballero de la muerte, frotándose la muñeca curada.
—Naturalmente. —El conde levantó la cabeza del gitano y lo miró atentamente—. Era el último miembro del clan Girani, a excepción de Magda, claro está. Cuando muera ella… —El vampiro dejó caer la cabeza del cadáver y se limpió las manos como si estuvieran contaminadas por el contacto con el muerto.
Lord Soth se quitó el guantelete y el avambrazo de la mano herida. Ambas piezas conservaban las señales del ataque del dragón; el protector del brazo estaba arañado y tenía un agujero mellado en un lado, y el guantelete tenía las junturas abolladas y marcas de dientes en varios puntos.
—Voy al sótano a arreglar la armadura —dijo Soth.
—Aún no, lord Soth —replicó Strahd. Señaló hacia los dos únicos asientos vacíos que había en la estancia, dos sólidas sillas situadas a ambos lados de la chimenea—. Debemos hablar un rato. Además, puedo proporcionaros los recambios necesarios en la sala de armas de la torre. Nadie ha osado saquear este lugar desde que… desalojé al inquilino anterior.
—Prefiero reparar estas piezas —puntualizó el caballero—. Esta armadura es antigua y, con el paso del tiempo, la considero más mi verdadera piel que esta otra. —Levantó el brazo, y la carne blanquecina asomó, translúcida e insustancial.
—Sí, sí, claro —asintió Strahd al tiempo que se sentaba junto al fuego. Volvió a señalar hacia la otra silla y, cuando el caballero accedió por fin y tomó asiento, el señor de los vampiros estiró los dedos, cuyas largas y oscuras uñas estaban tan afiladas como las garras de Azrael—. Todavía no me habéis preguntado por qué deseo una alianza con vos.
—Me parece evidente, conde. Deseáis importunar al duque Gundar, si no verlo asesinado directamente, y ahora que tenéis pruebas de mi resistencia no os cabe duda de que yo soy la persona indicada para llevarlo a cabo.
—Exactamente —admitió el vampiro—. Al principio me enfurecí, lo reconozco. Son pocos los que se atreven a desafiarme, y menos aún en mi propia casa. —Unió las yemas de los dedos y añadió—: Hacía mucho tiempo que no llegaba aquí nadie con semejante poder. Por eso precisamente infravaloré vuestro puesto en el laberinto de la vida. —Strahd paseaba ante la chimenea—. El dragón que destruisteis es muy raro aquí, pero no insustituible, y, en cuanto al embajador de Gundar, conseguisteis que colaborara con nosotros.
—Pargat no me confesó nada antes de morir.
—Pero su espíritu me confesó
todo
cuando lo invoqué —manifestó Strahd con alegría—. El monstruoso vastago de Gundar le había hecho un encantamiento poderoso que le impedía revelarme ciertos secretos, pero sólo tenía efecto mientras estuviera vivo. No se me había ocurrido pensarlo antes. —Sus ojos brillaban a la luz de las llamas—. Sois formidable…, lo admito sin dudar, y yo no supe valorar vuestro poder en su justa medida. Para resarciros por el insulto, os he curado las heridas e incluso os he perdonado por rechazar mi hospitalidad.
—¿Comenzamos el trato desde cero?
—Sí —afirmó, y tomó asiento una vez más—. Me consta que buscáis un portal, una salida de estos dominios oscuros. Sé dónde hay uno y conozco los ritos necesarios para abrir las verjas.
—Y, puesto que ese portal se encuentra en terreno enemigo, es posible que me vea obligado a demostrar por la fuerza el carácter perentorio de mi misión.
—Nos entendemos a la perfección, lord Soth. —El conde se agachó con aire negligente y tomó un madero que arrojó al fuego, aunque el calor que desprendió no templó a ninguno de los dos—. Es un trato justo para ambos. Yo os proporciono la situación del portal, y vos no ahorraréis víctimas en el camino hacia la libertad.
La conversación enseguida se centró alrededor del duque Gundar y la sangrienta historia de la puerta de acceso que se hallaba entre los muros del castillo de Hunadora, su casa. El duque era vampiro, igual que Strahd, pero gobernaba sobre sus tierras por medio de la fuerza bruta, no con los sutiles subterfugios y tácticas terroríficas que utilizaba el conde. Los barovianos vivían en el temor constante de su misterioso señor; mejor dicho, de los boyardos terratenientes que se ocupaban de cobrar los impuestos y reforzar las leyes del conde. Los pobres desgraciados que habitaban en Gundaria no sólo temían al ejército del duque, formado básicamente por desalmados y asesinos, sino además al propio señor. A pesar de que ignoraban la naturaleza vampírica de Gundar, sabían de sus desmanes a lo largo y ancho del ducado, y sus correrías al frente de una horda de soldados y saqueadores alimentaban las pesadillas de muchos ciudadanos.
Los que moraban bajo la larga sombra del castillo del Ravenloft trabajaban con ahínco para pagar los impuestos, con la esperanza de ahorrarse el conocimiento de lo que encerraban los antiguos muros de piedra. Los hombres y mujeres de Gundaria sabían que, hicieran lo que hicieran, podían terminar colgados de las ensangrentadas almenas del castillo de Hunadora.
El color de la violencia teñía también la historia del portal de Hunadora. Varios siglos atrás, el hijo menor del duque se había querellado con su hermana en el salón principal del castillo; ya desde la infancia, el muchacho era un reflejo magnificado del temperamento de su padre, y terminó la discusión abriéndole la cabeza de un golpe. Tan pronto como la sangre de la muchacha tocó el suelo, una puerta de oscuridad titilante se abrió en el centro de la sala. Gundar y su hijo intentaron traspasarla pero un muro de energía se lo impidió.
Conservaron el cadáver sangrante de la muchacha durante más de diez años por medio de oscuras brujerías, y de ese modo mantuvieron abierto el portal, pero los experimentos sólo proporcionaron decepciones al duque. Cualquier consanguíneo suyo podía entrar en el portal con toda facilidad, excepto su hijo y él mismo. Finalmente, Gundar echó a su hija a los cuervos y el acceso se cerró.
—Los experimentos con el portal también dejaron su secuela en el mocoso de su hijo —añadió el conde al tiempo que estiraba las piernas como subrayando el final del relato—. Medraut ha quedado atrapado para siempre en su cuerpo infantil, y todos los sabios a quienes el duque ha consultado coinciden en la opinión de que se debe a las emanaciones del portal.
—¿Y, sin embargo, el chico monstruoso puede morir?
—Por lo que se sabe, sí. Dicen que su sangre, o la de su padre, podría abrir el portal de nuevo si fuera derramada en el salón principal de Hunadora.
Durante unos instantes, sólo el crepitar del fuego fue audible en el ruinoso torreón. Soth meditaba sobre lo que el conde le había contado mientras Strahd se arrellanaba satisfecho junto al fuego, como si se hubiera quedado dormido.
—Partiré por la mañana, conde.
—Espléndido —exclamó Strahd. Se levantó con tal premura que al caballero no le quedaron dudas con respecto a la falsa ensoñación de su anfitrión—. Tengo otros dos regalos que ofreceros; uno es un consejo. —El señor de los vampiros se acercó a la única ventana de la estancia e hizo un gesto a Soth para que se acercara—. Hace mucho tiempo, Barovia era el único condado de este submundo. —El caballero de la muerte llegó al lado del conde y se quedó mirando la noche—. Una niebla rodeaba todas las tierras, la misma niebla que os trajo a vos, lord Soth, como a tantos otros extranjeros. Era de esperar que, tarde o temprano, alguien intentara emprender el camino de regreso. Algunos de los viajeros que cruzaron las fronteras nebulosas desaparecieron para siempre; otros abandonaron las brumas del condado y, sencillamente, reaparecieron en otro punto. Así fue hasta que un fantasma de gran poder y perversidad —prosiguió, señalando hacia el sur— abrió brecha en las fronteras de la niebla. Un nuevo ducado se formó a su paso por las brumas, una tierra llamada Desamparo. El espíritu oscuro cuyo nombre jamás ha sido pronunciado gobierna Desamparo… de la misma manera que otras potencias gobiernan los diferentes ducados que surgieron para ellos a su llegada.
—¿Creéis que se formaría una nueva tierra si yo traspasara esa frontera? —preguntó Soth.
Strahd asintió con un gesto y se alejó de la ventana.
—Es posible; y quedaríais atrapado en ese dominio para siempre, de la misma manera que yo soy prisionero de los confines de Barovia. —Atizó el fuego y contempló las chispas que subían por la chimenea—. Gundaria linda con una zona de las fronteras nebulosas al sudeste del castillo de Hunadora; si seguís las rutas que yo os indique estaréis a salvo, pero si os alejáis mucho…
El caballero de la muerte no necesitaba más explicaciones.
—¿Cuál es el otro regalo?
—Una tropa digna de acompañaros por las tierras de Gundar —repuso el conde mirando el fuego.
—No necesito hombres. Os lo agradezco, pero Magda y Azrael me son útiles en cierto modo y prefiero llevarme sólo a ellos dos.
Strahd frunció el entrecejo, y una severa expresión consternada asomó inmediatamente a su rostro.
—Esperaba que me cedierais a la gitana y al enano. Magda sabe mucho más de lo que yo quisiera, y la bestia enana ha estado saqueando mis dominios durante un tiempo mofándose de mi autoridad.
—No son más que peones —repuso Soth al tiempo que recogía la estropeada armadura. Dio la espalda a Strahd y se dirigió hacia el sótano en busca de herramientas—. Pero son
míos
y no quiero cederlos sin causa justificada. Me reservo ese derecho por las condiciones de igualdad en que se cierra este trato. Creo que lo entendéis.
Cuando los lamentos cesaron por fin, Magda pudo seguir trabajando con más facilidad. Suspiró, se arropó mejor los hombros con la manta de alegres colores y asió con firmeza la aguja de hueso con que remendaba el desgarrado vestido. El traje, arrugado sobre su regazo, era espléndido cuando Strahd se lo había regalado, pero, después de varias jornadas de viaje y más de un encuentro terrorífico, no era mejor que la falda de tejido casero que llevaba el día en que Soth la había raptado.
—¿Lo conocías? —preguntó Azrael jugueteando con un pedazo de pan. Señaló hacia la sala que ocupaban Soth y Strahd—. Me refiero al gitano que tienen ahí abajo.
Magda guiñó un ojo para enhebrar la aguja, dio un par de puntadas al bajo descosido del vestido y miró al enano.
—Mi familia no era muy numerosa; conocía a todos los miembros.
Con el mendrugo en la mano, Azrael rebuscaba en un cesto de paja que tenía al lado, repleto a reventar de pequeñas porciones de queso, piezas de pan, frascos con frutas en conserva y galletas, e incluso dos botellas de vino. Lo puso todo a un lado hasta que encontró lo que buscaba: una pierna de cordero fría.—Pronto vas a ser la última que quede de tu familia… si no lo eres ya.
—Poco importa —replicó secamente—. Aparte de la jefa del clan, nadie habría lamentado mi pérdida si yo me hubiera muerto antes que ellos, ni siquiera mi hermano. —Siguió cosiendo—. Si soy la última, comenzaré una nueva familia.
Magda pronunció esas palabras sin emoción alguna, como si hablara de la última comida que hubiera tomado o del tiempo del día anterior. Imperturbable, levantó el vestido a la luz de la única vela que alumbraba la estancia más alta de la torre. Un tragaluz, cuyo marco había sucumbido bajo el peso de la nieve hacía tiempo, aumentaba la débil claridad con un amplio rayo de luna, que proyectaba un pálido reflejo sobre unas pocas cajas, única decoración de la estancia.