El caballero de la Rosa Negra (22 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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Se sintió satisfecho del hombre que veía reflejado en la pulida superficie y, aunque la Orden lo hubiera despojado de su rango y de su título oficial, no podía privarlo de su nobleza. Era más digno de respeto que todos los hipócritas que lo habían condenado, e Isolda lo sabía, y también sus fieles seguidores. En cuanto tuviera oportunidad, probaría su valía a todos los ciudadanos de Solamnia.

Orgulloso de sí mismo, prosiguió la marcha hacia los pisos altos del castillo. La escalera interior caracoleaba en círculos cada vez más cerrados y estrechos, pero no perdió el ritmo de la respiración; ni siquiera jadeó. En realidad, apenas percibía los peldaños cuando ya había subido más de cien, y luego doscientos, porque tenía el pensamiento ocupado en asuntos más importantes que la mera fatiga física.

Abrió la trampilla que marcaba el final de la subida, y una ráfaga de aire le agitó el bigote y el pelo. Sin hacer caso del frío que preludiaba la llegada del invierno, salió a la atalaya más alta de la fortaleza y contempló sus dominios desde un estrecho paso bordeado por una baja cornisa ornamental de hierro forjado.

La estructura básica del alcázar era un enorme castillo cilíndrico —más parecido a un torreón en realidad— excavado en la montaña, que le servía de protección por todas partes excepto por una. El edificio se estrechaba con la altura hasta rematar en una torre, y los tramos de escalera que recorrían el exterior proporcionaban puntos estratégicos y elevados hasta la misma cúspide; y Soth se encontraba ahora allí, en la cima de Dargaard.

El caballero observaba a los criados, que hacían rodar carretas cargadas de armas hacia las cuatro terrazas principales que sobresalían de la fortaleza por encima del cuarto piso y cruzaban el patio desde la altura, sobre las cabañas de paja y madera de la servidumbre. Los caballeros de Soth, cargados con flechas, lanzas, antorchas y barriles de brea, cruzaban los puentes de enrejado en dirección al muro exterior, que tenía forma hexagonal; desde allí, las armas defensivas eran transportadas a las dos garitas que flanqueaban el inmenso pórtico de hierro y los portones de madera, cuyas férreas trancas cerraban la entrada a Dargaard. Más allá de la única entrada a la fortaleza, un ancho puente levadizo salvaba el foso de unos treinta metros de profundidad que se extendía varios kilómetros en ambas direcciones.

En esos momentos, estaban levantando el puente con estruendo. Soth se imaginaba la sombría sala bajo las garitas, donde cinco o seis hombres empapados en sudor gruñían y maldecían haciendo girar las colosales ruedas que empotraban el puente en la montaña. El humo negro y grasiento de las antorchas se acumularía en el techo bajo y oscurecería todo; unas sombras alargadas, como criaturas hechas sólo de oscuridad, danzarían sobre los muros mientras los hombres se esforzaban con las ruedas. A Soth se le antojaba como una ventanilla al Abismo, aunque sabía que los infiernos debían de ser muchísimo peores aún.

El motivo de tantas precauciones se encontraba al otro lado del foso, agazapado y armado de paciencia alrededor de doce hogueras: un grupo de caballeros, miembros de la orden de lord Soth, se alineaba frente a Dargaard dispuesto a sitiar de nuevo el alcázar tras la generosa tregua concedida con motivo de la ceremonia.

Ballestas y catapultas apuntaban otra vez al blanco listas para disparar sus proyectiles sobre la fortaleza de piedra rosada. Los caballeros armados, con las vistosas capas al viento, se mantenían cerca de las fogatas a causa del frío.

Soth también había tomado parte en maniobras de asedio. Sabía que los hombres estarían cansados, enfermos por las parcas raciones de campaña y el duro suelo donde tenían que dormir todas las noches. Aun así, no levantarían el sitio a pesar de la escasez de catapultas para abatir los muros y del rápido avance del invierno. Los Caballeros de Solamnia no solían abandonar con facilidad.

La situación le recordó a un carnero viejo que había visto en los montes. Debía de haber perdido ya la visión porque tomaba a una roca por un rival; el animal, cubierto de sangre, embestía como un estúpido contra la roca. Aquella noche, los lobos lo hicieron trizas mientras yacía aturdido.

«Ahí asoma la cabeza del carnero», pensó burlonamente al ver a sir Ratelif, el jefe de la partida, que se separaba de un grupo de caballeros.

Sir Ratelif se acercó al borde del foso y aguardó a que terminara el chirrido del puente que estaba siendo izado; cuando ya sólo se oía el eco en la profundidad de la sima, el caballero tendió las manos con las palmas hacia arriba. A Soth le pareció una actitud de súplica y aún se rió más.

—Soth de Dargaard, habéis sido declarado culpable de crímenes contra vuestra familia y contra el honor de la Orden. En el nombre de Paladine, de Kiri-Jolith y de Habbakuk, rendios al ejército legítimo congregado contra vos. —Sir Ratelif pronunció a voces la fórmula que los Caballeros de Solamnia utilizaban desde hacía siglos.

—Este alcázar resistirá el asedio muchos meses —replicó Soth con un puño en alto—. Se aproxima el invierno, y no podréis quedaros ahí para siempre.

Sir Ratelif hizo caso omiso de la réplica y siguió con el ritual que llevaba a cabo una vez al día desde hacía dos semanas.

—Habéis cometido muchos crímenes, pero nombro sólo las ofensas más graves. Os hago saber, en primer lugar, que sois culpable de haber roto los votos matrimoniales por procurar amoríos con la mujer elfa, Isolda de Silvanost, estando casado con lady Gadria de Kalaman. En segundo lugar, sois culpable de haber mentido a la mujer elfa, tergiversado vuestras intenciones y engendrado en ella un hijo bastardo. —El caballero frunció los labios como si quisiera expulsar un mal sabor de la boca—. Finalmente, pongo en vuestro conocimiento que sois sospechoso de haber urdido y consumado el asesinato de vuestra fiel esposa Gadria.

Soth apretó la mandíbula, levantó los puños y dio la espalda al ejército. La voz de lord Ratelif resonó una vez más desde abajo.

—Os asomáis desde lo alto de una torre construida a imagen de la rosa roja; jamás el sagrado símbolo de nuestra Orden había sufrido mayor vejación.

Aquellas palabras se le clavaron en el corazón. Había escogido aquel entorno para levantar el alcázar de Dargaard porque en las montañas de alrededor abundaba el cuarzo rosado, y había dibujado él mismo los planos para que la alta torre se pareciera nada menos que a la incomparable rosa roja. Que ahora un caballero como él denigrara su homenaje a la Orden. Lord Soth levantó la vista hacia las dos lunas que él veía en el cielo de Krynn. Solinari, una mera astilla en la noche, proyectaba su luz plateada sobre la tierra con tristeza. El resplandor rojo de Lunitari, en cambio, daba color al mundo, bañando la noche en sangre. La esfera negra de la tercera luna, Nuitari, sólo la percibían los seres corrompidos por la maldad.

El Caballero de la Rosa hizo un juramento por la luna blanca, símbolo de la magia benéfica.

—Conseguiré que comprendan, a la luz de Solinari, cuan equivocados están al tratar de arrojarme insensatamente de sus filas. Mi honor es mi vida, y estoy dispuesto a recuperar mi vida.

Un chasquido penetrante, como una cuerda de arco al romperse, nubló las imágenes en la mente del caballero de la muerte. Fijó la vista en la cueva gris y en el yermo paisaje que se extendía más allá. Los primeros rayos de la madrugada asomaban entre las nubes cambiantes. Había dejado de llover, y el silencio envolvía los bosquecillos de robustos árboles y los imperturbables promontorios de granito.

Oyó el mismo sonido otra vez, un crujido breve y agudo. Se levantó con el brazo herido colgando a un lado, y el ruido resonó por tercera vez. «Son las trampas —se dijo—. Alguna presa ha caído».

—Despierta, Magda.

La vistani abrió los ojos al instante, y aferró la daga de plata; sin una palabra, salió hacía el amanecer tras el caballero.

Se acercaron al primer cepo con precaución. Era un simple lazo improvisado cerca del grupo de árboles más nutrido. Un lobo yacía sobre la trampa con la garganta segada y el pelo sarnoso teñido en su propia sangre. La escena se repitió con los otros dos lazos; los cadáveres de los lobos que los habían seguido estaban descuartizados y las trampas, desmontadas adrede.

El caballero de la muerte se acercó a examinar las heridas de la tercera víctima. Los cortes salvajes de la garganta no eran producto de un arma sino de los dientes y garras de otro animal. Sin embargo, una bestia sin cerebro no habría podido desmantelar las trampas a sabiendas de aquella forma.

—Lord Soth —lo llamó Magda, arrodillada al otro lado del cadáver. Señaló hacia el suelo embarrado alrededor de la trampa, donde unas huellas pequeñas de bota se dirigían al cuerpo del lobo; después, el suelo estaba encharcado y las señales se perdían—. Esas huellas llegan hasta el animal pero no veo las que se alejan —advirtió confundida.

Soth buscó por el suelo y mostró a la vistani otra serie de huellas que partían del lugar de la masacre. Pero no eran de bota; la criatura que las había hecho caminaba también sobre dos patas, pero terminadas en garras largas y retorcidas.

DIEZ

—Jamás he creído una palabra de lo que me contaran los bardos o los historiadores —dijo lord Soth—. Por una frase cierta que pronuncian, te exigen que creas doce falsas. —Siguió caminando por el sendero mojado sin dejar huellas en el suelo embarrado.

Magda suspiró exasperada y se apresuró a darle alcance. El calzado que había quitado a uno de los hombres de la taberna estaba empapado y lleno de barro.

—Las historias que cuentan los vistanis son diferentes —afirmó al llegar al lado del caballero—. No todo es cierto, claro está, pero suelen contener más verdad que ficción. Tal vez demos con algún detalle que nos ayude a vencer al guardián y a pasar el acceso.

—En la tierra de la que provengo —repuso él, sin molestarse siquiera en mirarla—, yo soy el tema de muchos cuentos. Además, tengo entendido que los historiadores hacen las crónicas de mi vida con gran riqueza de detalles. —Sacudió la cabeza—. Jamás he abierto mi alma a un cuentista o a un escriba, y los que compartieron aventuras conmigo cuando aún me latía el corazón en el pecho llevan muertos mucho tiempo. Así pues, ¿quién podría afirmar que conoce la historia de mi vida?

—Las historias pasan de padres a hijos —arguyó Magda con resolución—. Si vos fuisteis un hombre mortal, seguramente comentaríais algunas peripecias con amigos o compañeros. Vos…

—Sí —reconoció Soth, deteniéndose—, a veces hablaba de mis aventuras caballerescas con amigos de la hermandad. En realidad, mi orden no sólo requería que los caballeros con aspiraciones a posiciones más elevadas realizaran un gran acto heroico, sino también que fueran capaces de relatar su hazaña ante los pares. —Rió con amargura y añadió—: Si una de cada diez historias de caballeros ambiciosos fuera cierta, Krynn sería un paraíso sin par gracias a sus enormes esfuerzos.

Magda guardó silencio unos minutos, como sobrecogida por el cinismo del caballero; después, armándose de valor, preguntó:

—¿No eran ciertas las historias que
vos
contabais?

Entonces fue Soth quien se quedó sin respuesta. Desde las primeras horas del día anterior, las conversaciones entre ellos habían tomado ese tono combativo, a raíz de la tensión que les había provocado el descubrimiento de los restos de los lobos. Ya había transcurrido un día completo y una noche desde el hallazgo de los cadáveres en las trampas del caballero, pero ninguno de ellos había encontrado más señales del enemigo o benefactor que había descuartizado las bestias.

Mientras caminaban, el sol de las últimas horas de la mañana apareció tras un nubarrón y bañó el paisaje en luz brillante. Unos cuantos cúmulos gigantescos y grises recorrían aún el cielo amenazando sumir el día en la semioscuridad de una tormenta. Algunos pájaros pequeños comenzaron a trinar entre las ramas de los añosos árboles, aunque el sonido más frecuente a lo largo del camino era el ronco graznido de los cuervos.

El sendero encenagado y lleno de baches giraba y se hundía cada vez más entre las estribaciones del monte Ghakis, cuya cima nevada asomaba siempre por la izquierda, mientras el río Luna se deslizaba, plateado y azul, entre el espeso y enmarañado bosque. Magda había escogido un camino marginal poco frecuentado, y Soth se alegraba por ello. Tan sólo habían avistado un grupo de gitanos, aunque no de la tribu de
madame
Girani: tan pronto como los vieron aparecer, Magda corrió a ocultarse entre el follaje con más rapidez que el caballero. Pasaron los carromatos, y Magda le explicó que todas las tribus de Barovia estarían ya al corriente de las intenciones de Strahd de acabar con los de su clan; ahora los vistanis eran tan peligrosos para ella como los más temibles servidores de Strahd.

Tres kilómetros más adelante, la mañana dio paso a la tarde. El caballero de la muerte ejercitaba la muñeca herida mientras caminaban; el hueso se había soldado en parte, y la carne comenzaba a regenerarse en el hueco dejado por el mordisco del dragón.

—Cuéntame esa historia —le dijo con suavidad.

—¿Cómo? ¿Qué os la cuente ahora?

—Tal vez haya algo de cierto en ella que nos ayude a enfrentarnos con el guardián, si es que existe semejante ser. —Hablaba en tono realista, sin rastro de disculpa, sin reconocer que Magda tenía razón—. Cuéntamela —repitió.

La joven se aclaró la garganta; una observación detallada habría revelado que se estiraba ligeramente y que su paso se animaba. Lo que avivaba su orgullo no era el hecho de que sus palabras hubieran influido en el caballero de la muerte —aunque también apreciaba la victoria conseguida—, sino el relato vistani en sí mismo.

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