Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Aquí hay algo fuera de lugar —susurró desde la penumbra de la escalera una voz que parecía metal frotando con piedra—. Una cosa que necesita luz para ver.
Magda se lanzó de espaldas contra la pesada madera en un intento de abrirla con un fuerte empujón; los pasos cesaron y dos ojos azules y brillantes aparecieron en la oscuridad.
—Es una cosa hembra —adivinó alegremente. Con mano temblorosa, la vistani extendió el brazo de la antorcha, y el ser chasqueó la lengua entre las sombras.
—Quieres verme, ¿no? —preguntó, y se situó bajo la luz.
Era parecido a un nombre y medía algo más de un metro; una áspera piel de obsidiana lo cubría por completo, desde la punta de un solitario cuerno retorcido que salía de la frente, hasta el final de la larga cola erizada que nacía en la parte baja de la espalda. Tenía los ojos grandes y curiosos, la nariz no era más que un par de orificios y la boca parecía un foso ancho y babeante. Con un revuelo, replegó sobre los hombros unas alas membranosas, se encogió y arañó el sueño con los tres dedos de las manos. Mientras estudiaba a Magda, se pasó una lengua bífida y gris por los puntiagudos dientes.
—Creo que el amo te espera. —Hablaba despacio, como si mover la mandíbula le resultara doloroso. Magda se sobresaltó al reconocer a la criatura. Había visto otras parecidas por todo el castillo; tenía delante a una gárgola, animada por arte de hechicería.
El ser se inclinó hacia adelante y lanzó una mano hacia la pierna de Magda. Ella retrocedió con un ligero chillido de sorpresa y le asestó un golpe con la antorcha. Un estrépito sonoro recorrió el vestíbulo; la tea rebotó en el brazo pétreo de la criatura y rozó a Magda en los hombros. Era un objeto mágico, pero no indestructible, y su luz diminuyó.
—Quieres jugar, ¿no? —barbotó la criatura.
La gárgola salió del círculo de luz rascándose el brazo chamuscado por la llama mágica. Sus azules ojos brillaban en la oscuridad rebosantes de malicia.
Magda se acercó a la escalera protegiéndose con la antorcha; trató de rezar una oración al espíritu de sus antepasados pero un nudo en la garganta retenía las palabras y sólo logró proferir un ruido ahogado.
Un peldaño, y otro más; la gitana vigilaba los ojos azules de la gárgola, que se retiraban de la luz, y la esperanza renació en su corazón: ¡la criatura abandonaba! Pero esa esperanza se disipó en el mismo instante en que nacía. La gárgola se abalanzó sobre la luz sin previo aviso, con una expresión aterradora: los ojos desorbitados y la boca abierta de par en par mostrando los colmillos. Un grito áspero y espantoso rasgó el aire cuando la figura animada adelantó a la vistani dando tumbos.
A una velocidad inesperada, la gárgola arañó a Magda en el hombro. Tres finos cortes rojos señalaron la trayectoria de las garras sobre la piel; el hombro palpitaba de dolor, pero no era nada comparado con el repugnante olor a despojos y carne en putrefacción que despedía el abrasador aliento del monstruo. Magda sintió náuseas, se tapó la boca y cayó contra la pared.
Una risa burlona flotaba en el corredor mientras la criatura daba vueltas alrededor de la gitana tratando de despistarla con el eco de sus fuertes pisotones. La muchacha, desorientada a causa del dolor en el hombro, siguió la pared tambaleándose. Tocó un ciempiés, que se le enroscó en el brazo y cayó al suelo para desaparecer en la oscuridad, pero Magda apenas lo notó.
—¿No quieres seguir jugando? —se burló la gárgola.
Magda tenía la mirada clavada en aquellos ojos brillantes y estuvo a punto de chocar con la pared de piedra\mortero del final del corredor; se había dado la vuelta sin querer y, en vez de encontrarse en la escalera, estaba atrapada en un callejón sin salida. Con los hombros hundidos, como dándose por vencida, dejó caer la antorcha de la mano.
Al ver que la adversaria bajaba la guardia, la gárgola saltó hacia la luz, pero Magda reaccionó con rapidez y lanzó la tea a los ojos de la asaltante como si de una daga de hoja larga se tratara. Una mueca de horror transformó la cara del monstruo cuando la llama mágica le lamió los ojos y le rozó la nariz y la boca abierta. El tufo de carne chamuscada y tierra corrupta inundó el corredor.
—¿Qué? ¿Se acabó el juego? —gritó la vistani al ver que su rival se tambaleaba y se arañaba con las garras los chamuscados ojos saltones. Comenzó a reírse a carcajadas de los aullidos atormentados que la criatura profería en su huida. De pronto tomó conciencia de lo que estaba haciendo, dejó de reírse y las lágrimas cayeron en torrentes por sus mejillas.
—No permitiré que se salgan con la suya —musitó—. No voy a volverme loca, no voy a convertirme en uno de ellos.
Algo rechinó de improviso. Ella se separó de la pared y acercó la luz al lugar de donde procedía el sonido. En el punto donde se unían el muro y el suelo, descubrió un espacio estrecho limpio de porquería y polvo. ¡La pared se había movido! Dejó la antorcha a los pies con cuidado y empujó con todas sus fuerzas; el rechinar de piedras contra piedras se hizo más potente cuando la porción de pared cedió.
Recogió la tea de nuevo, se deslizó bajo el estrecho hueco y descubrió un pasillo corto con puertas a ambos lados, iluminado débilmente por la luz natural que se colaba bajo las puertas de la derecha. El corazón le latía más deprisa por el alivio y la esperanza. Con fuerzas renovadas, aferró la antorcha y se dirigió a las puertas.
—Conque intentando escaparte, ¿eh? —dijo una voz a media lengua.
Magda se giró y vio a la gárgola, que se arrastraba por la abertura secreta. La lengua, gris y llena de ampollas, le colgaba de la boca; la piel de obsidiana que le cubría la nariz se había resquebrajado, y un humor gris supuraba de las heridas. Los ojos se habían llevado la peor parte. Una cuenca estaba vacía, y los profundos arañazos de alrededor parecían indicar que se lo había arrancado ella misma; el otro ya no era azul, sino como nublado, de color blanco lechoso. Pese a ello, el monstruo veía con claridad, pues clavaba con fijeza el ojo sano en la vistani.
Magda echó a correr, empujó una de las adornadas puertas y entró en una habitación enorme. La luz del sol se filtraba por las ventanas rotas y destartaladas, con los marcos de hierro colgando de través. No había mobiliario, excepto un trono de gran tamaño asentado sobre una plataforma elevada. Miró con desesperación a diestro y siniestro y vio dos escalinatas simétricas, separadas por un estrecho tabique, que descendían desde la sala del trono.
Los pasos de la gárgola se arrastraban por el pasillo cuando Magda se precipitó hacia las escaleras. Atravesó la estancia corriendo, y sus pies descalzos levantaron pequeñas nubes de polvo en el suelo mugriento. «No será difícil ganarle ventaja», se dijo al tiempo que alcanzaba los primeros escalones; le había hecho bastante daño, suficiente como para detenerla un poco.
Sin embargo, la voz chillona y rasposa se oía en la sala del trono, mucho más cerca de lo que Magda suponía.
—Hay cosas peores ahí abajo —le gritó.
Magda se arriesgó a mirar hacia atrás y vio flotar a la gárgola por la habitación con las correosas alas extendidas. Afortunadamente, el techo de la escalera era muy bajo y las paredes estrechas, de modo que no podría utilizar las alas membranosas allí. La joven bajaba los escalones de tres en tres o de cuatro en cuatro, atravesando telarañas y pisando a las omnipresentes ratas. Las dos escalinatas se unían en un pequeño rellano y tomaban una curva suave y amplia que terminaba en una estancia abovedada.
Reconoció el lugar: era el salón donde Soth y ella habían encontrado a Strahd al llegar al castillo. Todavía había antorchas en las paredes, y las telarañas seguían pendiendo del techo como grises colgaduras, cerca de los antiguos frescos desconchados de la cúpula; sólo faltaban las gárgolas, cuyos pedestales permanecían vacíos alrededor del techo.
Pensó en ir a buscar el puñal y las demás cosas al comedor, pero desechó la idea casi en el momento de formularla. Las ruidosas pisadas de la gárgola sonaban demasiado cerca, y prefirió dirigirse hacia las puertas abiertas que llevaban a la entrada y al patio exterior. Pero, tan pronto como dio el primer paso hacia el portal, una cosa roja y escamosa apareció de entre las sombras del zaguán y le cerró el paso.
—Nadie puede salir sin permiso del amo —advirtió desde el umbral un pequeño dragón rojo de voz sibilante.
La vistani nunca había visto nada parecido al wyrm. Era tan grande como ella y, al hablar, un humo amenazante le salía por el hocico; las alas replegadas sobre la espalda aleteaban de vez en cuando, siempre que el guardián tensaba los músculos. La estudiaba con ojos oblicuos y brillantes agazapado como un gato y movía la cabeza hacia adelante y hacia atrás sobre el cuello estriado con lentitud hipnótica. En una ocasión, Magda había visto a un encantador de serpientes en la plaza del mercado, y la sierpe encapuchada que bailaba al son de la flauta del viejo se movía de un modo parecido; el efecto era el mismo y se sintió cautivada por el wyrm igual que por el animal del mercado.
—Aquí te espera algo peor —le dijo desde atrás una voz seguida por un cacareo burlón. Magda no tuvo que volverse para saber que la gárgola había llegado al final de la escalera.
Se le cayó la antorcha de las entumecidas manos. La madera, resquebrajada ya, se partió al chocar contra el suelo y la luz se dispersó en inútiles fragmentos ardientes.
La enorme araña rascaba el suelo en su avance lateral. Tenía el cuerpo y las largas patas cubiertos de mechones de pelo negro y duro, y la boca dentada se movía a impulsos reflejos produciendo veneno en hilos pegajosos. Se levantó sobre las cuatro patas traseras y se lanzó hacia adelante.
Lord Soth no prestaba mayor atención a la criatura. Tres arácnidos monstruosos que lo habían atacado terminaron aplastados como tantos otros insectos vulgares. La última araña que quedaba lo había amenazado varias veces, pero no se había acercado lo suficiente como para ponerlo en peligro; con sólo desenvainar la espada, el bicho reculaba hasta el rincón donde tenía la tela, que ahora alfombraba el suelo reducida a cenizas.
Miró atentamente el cuerpo atado al instrumento de tortura que tenía delante. El hombre rata estaba muerto; un puñal de plata le atravesaba el corazón y otro el cráneo. Mientras lo observaba, el hocico peludo y alargado se transformó en un rostro humano, y las orejas puntiagudas se encogieron y se redondearon. La chepa desapareció de la espalda de Pargat, y el cadáver quedó tieso entre las ataduras de plata. El embajador se había convertido en un horrendo hombre rata justo antes de que Soth hundiera las hojas de plata en sus órganos vitales, y una vez muerto, recuperó su mutilado cuerpo humano.
—Vete al infierno que te corresponda —bramó Soth mientras se alejaba de la terrorífica estructura metálica.
Había querido obligar al embajador a revelar la ubicación del portal del castillo de Gundar, pero no le sirvió de nada. Soth estaba convencido de que Pargat le había dicho la verdad en el último momento, cuando le refirió que el hijo de Gundar lo había hechizado para que no hablara del acceso al portal. El caballero no disponía de tantos conocimientos mágicos como para anular el encantamiento, y llevado por la irritación, mató al desgraciado embajador. La araña gigante se aproximó más, pero Soth le dio la espalda y cruzó la habitación. El bicho esperó a que el caballero llegara a la puerta para avanzar y colocarse sobre el muerto atrapado en el ingenio de tortura.
—Que te aproveche la cena —dijo, y desapareció en el sombrío corredor. Un grupo de ratas que se había reunido en el pasillo donde estaba la despensa del vampiro se disolvió cuando Soth pasó por allí. El caballero aplastaba a las alimañas espías siempre que se le ponían a tiro y, al parecer, había corrido la voz entre ellas de que se alejaran del recién llegado. Disponían de varias vías para escapar de las despensas, porque Soth había destrozado concienzudamente las diez puertas de las celdas al salir del cuarto de Voldra, además de rebanar el cuello a los desgraciados campesinos cautivos; uno de ellos se había enfrentado a la espada, pero los demás habían salido al encuentro de la muerte casi por su propia voluntad. El caballero contempló la huida de las ratas.
—Esos cadáveres y la sangre derramada son el regalo que os hago por vuestra colaboración —explicó al último animal, cuyo rabo desaparecía en una celda culebreando como la punta de un látigo—. Seguid con atención todos los movimientos que haga en el día de hoy y comunicádselo a vuestro amo tan pronto como despierte.
El caballero se dirigió al piso principal por unas escaleras vacías y silenciosas pensando en qué otros destrozos podría llevar a cabo en la casa del conde. No estaba dispuesto a consentir que Strahd olvidara el error que había cometido tratando a lord Soth de Dargaard como si fuera un vulgar siervo. Tan pronto como causara mayores estragos, se dirigiría al castillo de Gundar; él no necesitaba confesiones arrancadas a base de tortura para encontrar el camino de Krynn.
—Nadie puede salir sin el permiso del amo.
Soth se detuvo al escuchar las palabras que provenían de una habitación al otro lado de la escalera, pero no volvió a oír la misma voz sibilante sino otra diferente, aguda y rasposa, cuyo mensaje no fue capaz de interpretar. Una risotada vil levantó ecos por la sala y por la escalera y, después, un objeto de madera cayó al suelo.
—¡Ah! Otros servidores de Strahd que voy a destruir —dijo, y abandonó la escalera.
Una arcada ruinosa oscurecía parcialmente la estancia pero Soth descubrió a Magda en el centro, bajo la cúpula, con los últimos restos de una antorcha a sus pies y una gárgola agazapada a su izquierda. La odiosa criatura de rostro chamuscado y garras afiladas como cuchillas soltó otra carcajada; aquella especie de rebuzno le recordó los numerosos bandidos borrachos que había despachado durante sus días de Caballero de la Rosa.
—¡Lord Soth! —La gitana clavó la mirada en el caballero de la muerte y, cuando habló de nuevo, las palabras sonaron vacilantes y entrecortadas a causa del miedo y la incertidumbre—. ¡A… ayudadme!
La gárgola se dirigió hacia ella a pasos largos, como un simio de piel pétrea, rascando el suelo con las manos.—¡Ayudadme! —se mofó—. Ja! ¡Nadie va ayudarte ahora! —Giraba alrededor de la muchacha sin perder de vista los restos de la antorcha.
Magda lanzó unas ascuas a la bestia de una patada, y la criatura retrocedió unos pasos.