Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
Campesinos, pastores, aldeanos, acudían a los bordes del camino.
—¡Aquél es el rey, aquél es Carlos! —y se inclinaban al suelo, reconociéndolo, más que por la poco familiar corona, por la barba. Luego en seguida se levantaban para identificar a los guerreros—: ¡Aquél es Orlando! ¡Que no, ése es Oliverio! —No acertaban ni uno, pero era igual, porque éste o aquél, allí estaban todos, y podían jurar que habían visto a quien querían.
Agilulfo, cabalgando en el grupo, de vez en cuando daba una pequeña carrera, después se detenía para esperar a los demás, se giraba para comprobar que la tropa seguía compacta, o se volvía hacia el sol como si calculara por la altura sobre el horizonte la hora. Estaba impaciente. Sólo él, allí en medio, tenía en la mente la orden de marcha, las etapas, el lugar al que debían llegar antes de la noche. Los otros paladines, pues sí, marcha de aproximación, andar de prisa o despacio es siempre aproximarse, y con la excusa de que el emperador es viejo y está cansado, en cada taberna estaban dispuestos a pararse para beber. Por el camino no veían más que muestras de tabernas y traseros de siervas, sólo para decir cuatro insolencias; por lo demás, viajaban como encerrados en un baúl.
Carlomagno todavía era el que demostraba más curiosidad por todo lo que veían alrededor.
—¡Huy, patos, patos! —exclamaba. Por los prados, a lo largo del camino, se veía a un grupo de ellos. En medio de aquellos patos había un hombre, pero no se entendía qué diablos estaba haciendo: caminaba acuclillado, con las manos detrás, a la espalda, alzando los pies de plano igual que una palmípeda, con el cuello tieso, y diciendo—: Cuá… cuá… cuá… —Los patos no le hacían ningún caso, parecían reconocerlo como uno de ellos. Y a decir verdad, entre el hombre y los patos la vista no hacía grandes distinciones, porque lo que llevaba puesto el hombre, de un color pardo terroso (parecía compuesto, en gran parte, por trozos de saco), presentaba anchas zonas de un gris verdusco exacto a sus plumas, y además había remiendos y jirones y manchas de los más variados colores, como las estrías irisadas de aquellos volátiles.
—Eh, tú, ¿te parece ésta la manera de inclinarte ante el emperador? —le gritaron los paladines, siempre dispuestos a buscar camorra.
El hombre no se volvió, pero los patos, espantados por aquellas voces, alzaron el vuelo todos juntos. El hombre se demoró un momento viéndolos elevarse, con la nariz al aire, luego abrió los brazos, dio un salto, y saltando y aleteando de este modo, con los brazos abiertos de par en par, de los que colgaban jirones de harapos, soltando risotadas y «¡Cuaaá! ¡Cuaaá!» llenos de gozo, intentaba seguir a la bandada.
Había una charca. Los patos volando fueron a posarse allí a flor de agua y, ligeros, con las alas plegadas, se alejaron nadando. El hombre, en la charca, se tiró al agua de barriga, levantó enormes salpicaduras, se agitó con ademanes descompuestos, intentó aún un «¡Cuá! ¡Cuá!» que terminó en un borboteo porque se estaba yendo al fondo, emergió de nuevo, trató de nadar, volvió a hundirse.
—¿Es el guardián de los patos, ése? —preguntaron los guerreros a una campesina que se acercaba con una caña en la mano.
—No, los patos los guardo yo, son míos, él no tiene nada que ver, es Gurdulú… —dijo aquella campesina.
—¿Y qué hacía con tus patos?
—Oh, nada, de vez en cuando le da por ahí, los ve, se equivoca, cree ser…
—¿Cree ser un pato?
—Cree ser los patos… Ya sabéis cómo es Gurdulú: no se fija…
—Pero ¿dónde se ha metido ahora?
Los paladines se acercaron a la charca. A Gurdulú no se lo veía. Los patos, una vez atravesado el espejo de agua, habían reemprendido el camino entre la hierba con sus pasos palmeados. En torno al estanque, de los helechos, se alzaba un coro de ranas. El hombre sacó la cabeza del agua repentinamente, como si se hubiera acordado en ese momento de que debía respirar. Se miró asustado, como sin comprender qué era aquella franja de helechos que se reflejaba en el agua a un palmo de sus narices. En cada hoja de helecho estaba sentado un pequeño animal verde, muy liso, que lo miraba y que hacía con todas sus fuerzas: «¡Croac! ¡Croac! ¡Croac!»
—¡Croac! ¡Croac! ¡Croac! —respondió Gurdulú, contento, y a su vez desde todos los helechos había un saltar de ranas al agua y desde el agua un saltar de ranas a la orilla, y Gurdulú gritando «¡Croac!» dio un salto también él, llegó hasta la orilla, empapado y fangoso de los pies a la cabeza, se puso en cuclillas como una rana, y prorrumpió en un «¡Croac!» tan fuerte que con una rotura de cañas y hierbas volvió a caer a la charca.
—¿Y no se ahoga? —preguntaron los paladines a un pescador.
—Oh, a veces Homobó se olvida, se pierde… Ahogarse no… Lo malo es cuando termina en la red con los peces… Un día le ocurrió cuando se puso a pescar… Echa al agua la red, ve un pez que está a punto de entrar, y se identifica tanto con aquel pez que se zambulle en el agua y entra él en la red… Ya sabéis cómo es, Homobó…
—¿Homobó? Pero ¿no se llama Gurdulú?
—Homobó lo llamamos nosotros.
—Pero aquella muchacha…
—Ah, ésa no es de mi pueblo, puede ser que en el suyo lo llamen así.
—Y él, ¿de qué pueblo es?
—Bueno, corre mundo…
La cabalgata flanqueaba un campo de perales. Los frutos estaban maduros. Con las lanzas los guerreros ensartaban peras, las hacían desaparecer por el pico de los yelmos, luego escupían las semillas. Y en fila en medio de los perales, ¿a quién ven? A Gurdulú—Homobó. Estaba con los brazos levantados, retorcidos como ramas, y en las manos y la boca y sobre la cabeza y en los desgarrones del vestido tenía peras.
—¡Mira cómo hace el peral! —decía Garlomagno, jovial.
—¡Ahora lo sacudo! —dijo Orlando, y le asestó un golpe.
Gurdulú dejó caer las peras todas al mismo tiempo, que rodaron por el prado en declive, y al verlas rodar no pudo contenerse de rodar también él como una pera por los prados, hasta que lo perdieron de vista.
—¡Vuestra majestad lo perdone! —dijo un viejo hortelano—. Martinzul no entiende a veces que su sitio no está entre los árboles o entre los frutos inanimados, ¡sino entre los devotos súbditos de vuestra majestad!
—Pero ¿qué es lo que le ocurre a ese loco que vosotros llamáis Martinzul? —preguntó, afable, nuestro emperador—. ¡Me parece que ni siquiera sabe lo que le pasa por la mollera!
—¿Y qué podemos saber nosotros, majestad? —el viejo hortelano hablaba con la modesta sabiduría de quien ha visto muchas cosas—. Loco quizá no se le pueda llamar: sólo es uno que existe, pero que no sabe que existe.
—¡Vaya, hombre! Este súbdito que existe, pero que no sabe que existe y aquel paladín mío que sabe que existe y en cambio no existe. ¡Hacen una buena pareja, os lo digo yo!
Carlomagno ya estaba cansado de estar en la silla. Apoyándose en sus palafreneros, jadeando entre las barbas, refunfuñando «¡Pobre Francia!», desmontó. Como si de una señal se tratara, en cuanto el emperador echó pie a tierra, todo el ejército se detuvo y preparó un vivac. Dispusieron las marmitas para el rancho.
—Traedme a ese Gurgur… ¿Cómo se llama? —dijo el rey.
—Según los países que atraviesa —dijo el sabio hoterlano—, y detrás de qué ejército cristiano o infiel se coloca, lo llaman Gurdurú o Gudi—Ussuf o Ben—Va—Ussuf o Ben—Stanbul o Pes—tanzul o Bertinzul o Martinbón o Homobón o Homobestia, o bien el Feo del Valle o Juan Lanas o Perico Pachucho. Puede suceder que en una alquería perdida le den un nombre completamente distinto de los otros; también he notado que en todas partes sus nombres cambian de una estación a otra. Se diría que los nombres le corren por encima sin que consigan nunca enganchársele. Para él, total, le llamen como le llamen es lo mismo. Le llamáis y él cree que llamáis a una cabra: decís «queso» o «torrente» y contesta: «Aquí estoy.»
Dos paladines —Sansonito y Dudón— llevaban a rastras a Gurdulú como si fuera un saco. Lo pusieron de pie a empujones delante de Carlomagno.
—¡Descúbrete la cabeza, bruto! ¡No ves que estás ante el rey!
La cara de Gurdulú se iluminó; era una ancha cara acalorada en la que se mezclaban caracteres francos y moriscos: una salpicadura de pecas rojas sobre una piel olivácea; unos ojos celestes, líquidos, veteados de sangre sobre una nariz chata y una bocaza de labios hinchados; el pelo, amarillento, pero crespo, y una barba hirsuta, con claros. Y entre este pelo, enredados con él, erizos de castaña y espigas de avena.
Empezó a prosternarse en reverencias y a hablar muy seguido. Aquellos nobles señores, que hasta ahora lo habían oído emitir sólo voces de animales, se asombraron. Hablaba muy de prisa, comiéndose las palabras y embrollándose; a veces parecía pasar sin interrupción de un dialecto a otro, e incluso de una lengua a otra, fuera cristiana o mora. Entre palabras que no se entendían y disparates, su disertación era más o menos ésta:
—Doy con la nariz al suelo, caigo de pie a vuestras rodillas, me declaro augusto servidor de vuestra muy humilde majestad, ¡mandaros y me obedeceré! —Blandió una cuchara que llevaba atada a la cintura—. Y cuando vuestra majestad dice: «Ordeno, mando y quiero», y hace así con el cetro, así con el cetro como hago yo, ¿veis?, y grita así como grito yo: «¡Ordenooo, mandooo y quierooo!», todos vosotros perros súbditos debéis obedecerme, de lo contrario os hago empalar y tú el primero, ¡ése de la barba y la cara de viejo chocho!
—¿Debo cortarle la cabeza de golpe, sire? —preguntó Orlando, y ya desenvainaba.
—Imploro gracia para él, majestad —dijo el hortelano—. Ha sido uno de sus descuidos de costumbre: al hablar al rey se ha confundido y ya no se ha acordado de si el rey era él o aquel a quien hablaba.
De las marmitas humeantes llegaba olor a rancho.
—¡Dadle una escudilla de sopa! —dijo, clemente, Carlomagno.
Con muecas, inclinaciones y palabras incomprensibles, Gurdulú se retiró bajo un árbol a comer.
—Pero ¿qué hace, ahora?
Estaba metiendo la cabeza dentro de la escudilla puesta en el suelo, como si quisiera entrar dentro de ella. El buen hortelano fue a sacudirlo por un hombro.
—¡Cuándo lo entenderás, Martinzul, que eres tú el que debe comer la sopa y no la sopa la que debe comerte a ti! ¿No te acuerdas? Tienes que llevártela a la boca con la cuchara…
Gurdulú empezó a zamparse cucharadas, con avidez. Lanzaba la cuchara con tanta fogosidad que a veces erraba la puntería. En el árbol al pie del cual estaba sentado se abría una cavidad, justo a la altura de su cabeza. Gurdulú empezó a arrojar cucharadas de sopa por el hueco del tronco.
—¡No es tu boca, ésa! ¡Es del árbol!
Agilulfo había seguido desde el principio, atento y turbado, los movimientos de aquel corpachón carnoso, que parecía revolcarse en medio de las cosas existentes satisfecho como un potrillo que quiere rascarse la espalda; y sentía una especie de vértigo.
—¡Caballero Agilulfo! —gritó Carlomagno—. ¿Sabéis qué os digo? ¡Os asigno a ese hombre como escudero! ¿Verdad que es una buena idea?
Los paladines, irónicos, reían burlonamente. Agilulfo, que por el contrario se lo tomaba todo en serio (¡y tanto más una expresa orden imperial!), se dirigió al nuevo escudero para impartirle las primeras órdenes, pero Gurdulú, con la sopa tragada, había caído dormido a la sombra de aquel árbol. Tendido en la hierba, roncaba con la boca abierta, y pecho, estómago y vientre se alzaban y bajaban como el fuelle de un herrero. La escudilla grasienta había rodado cerca de uno de sus gruesos pies descalzos. Por entre la hierba, un puercoespín, quizá atraído por el olor, se acercó a la escudilla y se puso a lamer las últimas gotas de sopa. Al hacerlo empujaba las púas contra la desnuda planta del pie de Gurdulú, y cuanto más avanzaba remontando el exiguo reguero de sopa, más apretaba sus espinas sobre el pie desnudo. Hasta que el vagabundo abrió los ojos: miró a su alrededor, sin comprender de dónde venía aquella sensación de dolor que lo había despertado. Vio el pie desnudo, derecho en medio de la hierba como una pala de chumbera y, contra el pie, el erizo.
—¡Oh, pie! —empezó a decir Gurdulú—, ¡pie, eh, a ti te lo digo! ¿Qué haces plantado ahí como un tonto? ¿No ves que ese animal te pincha? ¡Oh, pie! ¡Oh, estúpido! ¿Por qué no vienes hacia aquí? ¿No notas que te hace daño? ¡Qué pie más tonto! Si basta con muy poco, ¡basta con que te muevas un tanto así! Pero ¿cómo es posible ser tan estúpido? ¡Pieee! ¡Haz el favor de escucharme! ¡Mira cómo se deja destrozar! ¡Ven hacia aquí, idiota! ¿Cómo te lo tengo que decir? Presta atención: mira cómo lo hago yo, ahora te enseño lo que debes hacer… —Y al decir esto dobló la pierna, arrastrando el pie hacia sí y alejándolo del puerco espín—. ¿Lo ves?, era tan fácil que en cuanto te he enseñado cómo se hace lo has conseguido también tú. Pie estúpido, ¿por qué te has quedado tanto tiempo dejándote pinchar?
Se frotó la planta dolorida, se levantó, se puso a silbar, empezó una carrera, se lanzó a través de los arbustos, soltó un pedo, luego otro, y desapareció.
Agilulfo se movió como para tratar de localizarlo, pero ¿adónde había ido? El valle se abría estriado por espesos campos de avena, y setos de madroños y alheña, recorrido por el viento, por ráfagas cargadas de polen y mariposas, y, arriba en el cielo, por borras de nubes blancas. Gurdulú había desaparecido allá en medio, en este declive donde el sol al girar dibujaba móviles manchas de luz y de sombra; podía estar en cualquier lugar de esta o aquella vertiente.
De quién sabe dónde se alzó un canto desentonado:
—
De sur les ponts de Bayonne…
La blanca armadura de Agilulfo, alta sobre un costado del valle, cruzó los brazos sobre el pecho.
—Así pues, ¿cuándo empieza a prestar servicio el nuevo escudero? —le increparon los colegas.
Maquinalmente, con voz privada de entonación, Agilulfo aseveró:
—Una afirmación verbal del emperador tiene valor inmediato de decreto.
—
De sur les ponts de Bayonne…
—se oyó aún la voz, más lejana.
Todavía era confuso el estado de las cosas del mundo, en la Edad en que esta historia se desarrolla. No era raro topar con nombres y pensamientos y formas e instituciones a los que no correspondía nada existente. Y por otra parte por el mundo pululaban objetos y facultades y personas que no tenían nombre ni distinción de lo demás. Era una época en la que la voluntad y la obstinación de ser, de marcar la huella, de oponerse a todo lo existente, no era usada enteramente, dado que a muchos no les importaba lo más mínimo —por miseria o ignorancia o porque en cambio todo les salía bien lo mismo—, y por tanto una cierta cantidad se perdía en el vacío. Entonces también podía darse el caso de que en un momento determinado esta voluntad y conciencia de sí mismo, tan diluida, se condensase, formase grumo, como el imperceptible polvillo acuoso se condensa en copos de nubes, y que esta maraña, por casualidad o por instinto, tropezara con un nombre y un linaje vacantes, como entonces existían a menudo, con un grado en el escalafón militar, con un conjunto de ocupaciones que desplegar y de reglas establecidas; y —sobre todo— con una armadura vacía, porque sin ella, con los tiempos que corrían, incluso un hombre que existe se arriesgaba a desaparecer, conque figurémonos uno que no existe… Así había empezado a guerrear Agilulfo en los Guildivernos y a procurarse gloria.