Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
Yo, la que cuento esta historia, soy sor Teodora, religiosa de la orden de San Columbiano. Escribo en el convento, deduciendo de viejos papeles, de conversaciones oídas en el locutorio y de algún raro testimonio de gente que estaba allí. Nosotras las monjas, ocasiones para conversar con los soldados, tenemos pocas: lo que no sé trato, pues, de imaginármelo; si no, ¿cómo me las arreglaría? Y no todo, en esta historia, me resulta claro. Tenéis que ser indulgentes: somos muchachas del campo, aunque nobles, hemos vivido siempre retiradas, en castillos perdidos y después en conventos; fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, trillas, vendimias, azotes de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, estupros, pestes, nosotras no hemos visto nada. ¿Qué puede saber del mundo una pobre hermana? Así pues, prosigo trabajosamente esta historia que he empezado a narrar como penitencia. Ahora Dios sabe cómo me las ingeniaré para contaros la batalla, yo que de las guerras, Dios me libre, he estado siempre lejos, y salvo los cuatro o cinco encuentros campales que se desarrollaron en la llanura bajo nuestro castillo y que de niñas seguíamos desde las almenas, entre las calderas de pez hirviendo (¡cuántos muertos insepultos se quedaban pudriéndose luego en los prados y nos los encontrábamos jugando, el verano siguiente, bajo una nube de abejorros!), de batallas, decía, yo no sé nada.
Tampoco Rambaldo sabía nada: aunque no había pensado en otra cosa en su joven vida, aquél era su bautismo de armas. Esperaba la señal del ataque, allí en la fila, a caballo, pero no experimentaba ningún placer con ello. Llevaba demasiadas cosas encima: la cota de malla de hierro con su cuello, la coraza con gorjal y hombreras, la ventrera, el yelmo de pico de gorrión con el que apenas conseguía ver el exterior, la saya sobre la armadura, un escudo más alto que él, una lanza que al volverse cada vez le daba en la cabeza a sus compañeros, y debajo un caballo del que no se veía nada, por la gualdrapa de hierro que lo recubría.
De desquitarse por la muerte de su padre con la sangre del argalif Isoarre, ya casi se le habían pasado las ganas. Le habían dicho, mirando unos mapas donde estaban señaladas todas las formaciones:
—Cuando suene la trompeta, tú galopa hacia adelante en línea recta con la lanza en punta hasta que lo traspases. Isoarre combate siempre en ese punto de la formación. Si no corres torcido, seguro que das con él, a menos que sea todo el ejército enemigo que se ladee, cosa que no ocurre nunca al primer encuentro. Siempre puede haber, desde luego, alguna pequeña desviación, pero si no lo traspasas tú, puedes estar seguro de que lo traspasa tu vecino.
A Rambaldo, si las cosas estaban así, ya no le importaba nada.
La señal de que había empezado la batalla fue la tos. Vio allá abajo una polvareda amarilla que avanzaba, y otra polvareda se levantó del suelo porque también los caballos cristianos se habían lanzado hacia adelante al galope. Rambaldo comenzó a toser; y todo el ejército imperial tosía entorpecido por las armaduras, y tosiendo y pataleando de este modo corría hacia la polvareda infiel y ya oía cada vez más cerca la tos sarracena. Las dos polvaredas se juntaron: toda la llanura retumbó de toses y golpes de lanza.
La habilidad del primer encuentro no estaba tanto en traspasar (porque contra los escudos corrías el riesgo de romper la lanza e incluso, con el empuje, de darte de narices en el suelo), como en apear violentamente al adversario, metiéndole la lanza entre trasero y silla en el momento, ¡hop!, del caracol. Te podía salir mal, porque la lanza apuntada hacia abajo topaba fácilmente con algún obstáculo o tal vez se clavaba en el suelo haciendo de palanca, derribándote de la silla como una catapulta. El choque de las primeras líneas era, pues, todo un volar por el aire de guerreros agarrados a las lanzas. Y al ser difícil cambiar de lado, dado que con las lanzas no podía darse la vuelta ni siquiera un poco sin ensartar por las costillas a amigos y enemigos, se creaba en seguida un atasco tal que ya no se entendía nada. Y entonces se echaban encima los campeones, al galope, con la espada desenvainada, en condiciones favorables para desbaratar la refriega a fuerza de sablazos.
Hasta que se encontraban frente a frente los campeones enemigos, escudo contra escudo. Comenzaban los duelos, pero como ya estaba el suelo atestado de cadáveres, se movían con dificultad, y allí donde no podían alcanzarse, se desfogaban con insultos. Era decisivo el grado y la intensidad del insulto, porque según que fuera ofensa mortal, sangrienta, insostenible, media o leve, se exigían distintas reparaciones o incluso odios implacables que se transmitían a los descendientes. Por consiguiente, lo importante era entenderse, cosa nada fácil entre moros y cristianos y con las varias lenguas moras y cristianas de por medio; si te llegaba un insulto indescifrable, ¿qué podías hacer? Te tocaba guardártelo y tal vez quedabas deshonrado para toda la vida. Así que en esta fase del combate participaban los intérpretes, tropa rápida, de armamento ligero, montada en unos caballitos, que daban vueltas en torno, cogían al vuelo los insultos y los traducían rápidamente a la lengua del destinatario.
—
Khar as—Sus!
—¡Excremento de gusano!
—
Mushrick!
¡Sozo! ¡Mozo! ¡Escalvao! ¡Marrano! ¡Hijo de puta!
Zabalkan!
Merde!
A estos intérpretes, de una y otra parte se había convenido tácitamente que no había que matarlos. Por lo demás se largaban de manera rápida y en aquella confusión, si no era fácil matar a un pesado guerrero montado en un gran caballo que a duras penas podía mover las patas de las corazas que las ceñían, figurémonos a estos saltamontes. Pero ya se sabe: la guerra es la guerra, y de cuando en cuando alguno se quedaba allí. Y ellos, por otra parte, con la excusa de que sabían decir «hijo de puta» en un par de lenguas, algún interés en arriesgarse habían de tener. En el campo de batalla, si eres de manos ágiles, siempre te puedes hacer con una buena cosecha, especialmente si llegas en el momento bueno, antes de que caiga el gran enjambre de la infantería, que se apodera de todo lo que toca.
Recogiendo cosas, los infantes, bajitos, se llevan la mejor parte, pero los caballeros desde la silla los sorprenden en lo mejor, con un espaldarazo, y se apoderan de todo. Y al decir cosas no se entiende tanto las arrancadas de encima de los muertos, porque desnudar a un muerto es un trabajo que requiere un recogimiento especial, si no todas las cosas que se pierden. Con esta costumbre de ir a la batalla cargados de atavíos superpuestos, al primer lance un montón de objetos dispares cae al suelo. ¿Quién piensa en combatir, entonces? La gran lucha es para recogerlos; y por la noche, una vez se ha regresado al campamento, hacer trueques y traficar con ellos. De aquí para allí, son siempre las mismas cosas que pasan de un campamento a otro y de un regimiento a otro del mismo campamento; ¿y la guerra qué es, después de todo, sino este pasarse de mano en mano cosas cada vez más abolladas?
A Rambaldo le ocurrió todo de distinta forma de como le habían dicho. Se lanzó con la lanza en ristre, trepidante por el anhelo del encuentro las dos formaciones. Lo que se dice encontrarse, se encontraron; pero todo parecía calculado para que cada caballero pasara por el espacio entre dos enemigos, sin que se rozaran siquiera. Durante un rato las dos formaciones continuaron corriendo cada una en su propia dirección, dándose recíprocamente la espalda, luego se volvieron, trataron de ir al encuentro, pero el ímpetu ya se había perdido. ¿Quién lo podía encontrar al argalif, allí en medio? Rambaldo fue a chocar escudo contra escudo con un sarraceno duro como un bacalao. De abrirle el paso al otro, parecía que ninguno de los dos tuviese ganas: se empujaban con los escudos, mientras los caballos clavaban los cascos en el suelo.
El sarraceno, con una cara descolorida, como de yeso, habló.
—¡Intérprete! —gritó Rambaldo—. ¿Qué dice?
Trotó hasta allí uno de aquellos vagos.
—Dice que le deje paso.
—¡No, pardiez!
El intérprete tradujo; el otro replicó.
—Dice que debe seguir adelante para un servicio; de lo contrario la batalla no sale de acuerdo con los planes…
—¡Le dejo paso si me dice dónde se encuentra Isoarre el argalif!
El sarraceno hizo una señal hacia una colina, gritando. Y el intérprete:
—¡Allí en aquella altura, a la izquierda! Rambaldo se volvió y partió al galope. El argalif, con ropajes verdes, estaba mirando el horizonte.
—¡Intérprete!
—Aquí estoy.
—Dile que soy el hijo del marqués de Rosellón y que vengo a vengar a mi padre.
El intérprete tradujo. El argalif levantó la mano con los dedos juntos.
—¿Y quién es?
—¿Quién es mi padre? ¡Esta es tu última ofensa!
Rambaldo desenvainó la espada. El argalif lo imitó. Era un buen espadachín. Rambaldo ya se encontraba en un apuro cuando irrumpió, jadeando, aquel sarraceno de antes de cara de yeso, gritando algo:
—¡Deteneos, señor! —tradujo con rapidez el intérprete—. Perdón, me había confundido: ¡el argalif Isoarre está en la colina de la derecha! ¡Este es el argalif Abdul!
—¡Gracias! ¡Sois un hombre de honor! —dijo Rambaldo, y apartando el caballo, una vez hecho el saludo con la espada al argalif, se lanzó al galope hacia la otra altura.
Ante la noticia de que Rambaldo era hijo del marqués, el argalif Isoarre dijo: «¿Cómo?» Hubo que repetírselo varias veces, gritando.
Finalmente asintió y alzó la espada. Rambaldo se lanzó contra él. Pero mientras cruzaban ya los aceros le entró la duda de que tampoco éste fuera Isoarre, y su ímpetu se vio algo disminuido. Trataba de darle con toda su alma y cuanto más le daba menos seguro se sentía de la identidad de su enemigo.
Esta incertidumbre estaba a punto de serle fatal. El moro lo acosaba con acometidas cada vez más próximas, cuando una gran pelea surgió a su lado. Un oficial mahometano estaba enredado en lo más apretado de la refriega y de pronto lanzó un grito.
Ante aquel grito el adversario de Rambaldo alzó el escudo como para pedir tregua, y dio una voz en respuesta.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Rambaldo al intérprete.
—Ha dicho: Sí, argalif Isoarre, ¡te llevo en seguida los lentes!
—Así pues, ¡no es él!
—Yo soy —explicó el adversario— el porta-lentes del argalif Isoarre. Los lentes son un aparato todavía desconocido por vosotros, cristianos, que corrige la vista. Isoarre, al ser miope, se ve obligado a llevarlos en batalla, pero, como son de vidrio, en cada encuentro se hace pedazos un par. Yo estoy asignado a proveerlo de otros nuevos. Pido, pues, interrumpir el duelo con vos, porque de lo contrario el argalif, débil de vista como es, llevará la peor parte.
—¡Ah, el porta-lentes! —rugió Rambaldo, y no sabía si destriparlo de rabia o acudir contra el verdadero Isoarre. Pero ¿qué valentía habría en combatir contra un adversario cegato?
—Tenéis que dejarme ir, señor —continuó el proveedor de lentes—, porque el plan de la batalla establece que Isoarre se mantenga en buena salud, ¡y ése si no ve está perdido! —Y blandía los lentes, gritando hacia allá—: ¡Un momento, argalif, ahora llegan los lentes!
—¡No! —dijo Rambaldo, y propinó un sablazo sobre aquellos vidrios, haciéndolos añicos.
En el mismo instante, como si el ruido de los lentes hechos astillas hubiese sido para él la señal de que estaba perdido, Isoarre fue a ensartarse directamente en una lanza cristiana.
—Ahora su vista —dijo el proveedor de lentes— ya no tiene necesidad de lentes para mirar las huríes del Paraíso. —Y picó espuelas.
El cadáver del argalif, arrojado de la silla, se quedó enredado por las piernas a los estribos, y el caballo lo fue arrastrando, hasta los pies de Rambaldo.
La emoción al ver a Isoarre muerto en el suelo, los pensamientos opuestos que se le agolparon, de triunfo al poder decir que finalmente estaba vengada la sangre de su padre, de duda de si al haber ocasionado la muerte del argalif haciéndole pedazos los lentes la venganza podía considerarse consumada del todo, de desconcierto al encontrarse privado de pronto de la finalidad que lo había conducido hasta allí, todo le duró sólo un momento. Luego no sintió más que la extraordinaria ligereza de hallarse sin aquel agobiante pensamiento en medio de la batalla, y de poder correr, mirar a su alrededor, batirse, como si tuviera alas en los pies.
Con la idea fija hasta entonces de matar al argalif, no había parado mientes para nada en el orden de batalla, y ni siquiera pensaba que hubiera algún orden. Todo se le mostraba nuevo y la exaltación y el horror sólo ahora parecían alcanzarlo. El terreno tenía ya su floración de muertos. Desplomados con sus armaduras, yacían en posiciones dislocadas, según cómo los quijotes o los otros paramentos de hierro se habían dispuesto formando montón, manteniendo acaso alzados en el aire brazos o piernas. En algún punto, las pesadas corazas se habían abierto y se desparramaban por allí las entrañas, como si las armaduras no estuvieran llenas de cuerpos sino de vísceras metidas a bulto, que se desbordaban por la primera hendidura. Estas visiones cruentas conmovían a Rambaldo: ¿se había olvidado acaso de que era cálida sangre humana lo que movía y daba vigor a todas aquellas envolturas? A todas, salvo a una: ¿o era que la inasible naturaleza del caballero de la blanca armadura le parecía extendida ya a todo el campo?
Espoleó. Estaba ansioso por enfrentarse con presencias vivientes, fueran amigas o enemigas.
Estaba en un pequeño valle: desierto, aparte de los muertos y las moscas que sobre ellos zumbaban. La batalla había llegado a un momento de tregua, o bien se desataba en otra parte del campo. Rambaldo cabalgaba escrutando a su alrededor. De pronto, un sonar de cascos: y aparece un guerrero a caballo en la cresta de una altura. ¡Es un sarraceno! Mira a su alrededor, rápido, empuña las riendas y escapa. Rambaldo espolea, lo persigue. Ahora está también él sobre la altura; ve allá en el prado al sarraceno galopar y desaparecer entre los avellanos. El caballo de Rambaldo es una flecha: parecía como si no esperase más que la ocasión de una carrera. El joven está contento: finalmente, bajo aquellas cáscaras inanimadas, el caballo es un caballo, el hombre es un hombre. El sarraceno dobla a la derecha. ¿Por qué? Ahora Rambaldo está seguro de alcanzarlo. Pero por la derecha aparece otro sarraceno que sale de unas matas y le corta el camino. Ambos infieles se vuelven, se dirigen hacia él: ¡es una emboscada! Rambaldo se lanza con la espada levantada y grita: «¡Cobardes!»