El caballero inexistente (9 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El caballero inexistente
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En el ángulo de la mesa donde está Agilulfo, en cambio, todo procede con pulcritud, calma y orden, pero se necesita más asistencia de servidores para el que no come, que para todo el resto de la mesa. Lo primero —mientras que por doquier hay una confusión de platos sucios, hasta el extremo de que entre un servicio y otro ni siquiera se piensa en cambiarlos y cada uno come donde le apetece, incluso sobre el mantel— es que Agilulfo sigue pidiendo que le pongan delante vajilla y cubiertos nuevos, platos, platitos, escudillas, vasos de todas formas y cabidas, tenedores y cucharas y cucharillas y cuchillos que ¡ay! si no están bien afilados, y es tan exigente en lo relativo a la limpieza que basta una sombra opaca en un vaso o un cubierto para que los devuelva.

Luego se sirve de todo: poco, pero se sirve; no deja pasar un solo plato. Por ejemplo, trincha una lonchita de jabalí asado, pone en un plato la carne, en un platito la salsa, luego corta con un cuchillo afiladísimo la carne en muchos pedacitos finos, y estos pedacitos todavía los pasa uno por uno a otro plato, donde los condimenta con la salsa, hasta que están bien embebidos; los condimentados los pone en otro plato, y de cuando en cuando llama a un paje, le da para que se lo lleve este último plato y pide uno limpio. Así se entretiene durante media hora. Y no hablemos del pollo, el faisán, los tordos: trabaja con ellos horas enteras sin tocarlos nunca sino con la punta de unos cuchillitos que pide
ex profeso
y que hace cambiar varias veces para descarnar del último huesecillo la más delgada y reacia fibra de carne. También se sirve vino, y continuamente lo trasvasa y reparte entre los muchos cálices y vasitos que tiene delante, y copas en las que mezcla un vino con otro, y de cuando en cuando los entrega a un paje para que se los lleve y los cambie por otros. De pan hace un gran consumo: elabora bolitas de miga continuamente, pequeñas esferas todas iguales que dispone sobre el mantel en filas ordenadas; la corteza la desmenuza en trizas, y construye con las trizas pequeñas pirámides: hasta que se cansa y ordena a los sirvientes que con una escobilla le cepillen el mantel. Luego vuelve a empezar.

Con todo su tejemaneje, no pierde el hilo de la conversación que se trenza a través de la mesa, e interviene siempre a tiempo.

¿De qué hablan los paladines durante la comida? Como de costumbre, se envanecen. Dice Orlando:

—Debo decir que la batalla de Aspromonte se estaba poniendo fea, antes de que yo abatiese en duelo al rey Agolante y le arrebatara la Durindana. Estaba tan pegado a ella que cuando le corté en redondo el brazo derecho, su puño quedó agarrado al pomo de Durindana y tuve que utilizar tenazas para separarlo.

Y Agilulfo:

—No es por contradecirte, pero para ser exactos hay que precisar que Durindana fue entregada por los enemigos durante las gestiones del armisticio cinco días después de la batalla de Aspromonte. Su nombre figura, en efecto, en una lista de armas ligeras cedidas al ejército franco, entre las condiciones del tratado.

Tercia Reinaldo:

—De cualquier modo, no fue ése el caso de Fusberta. Al pasar los Pirineos, a aquel dragón con el que me enfrenté, lo corté en dos de un sablazo y ya sabéis que la piel de dragón es más dura que el diamante.

Agilulfo interviene:

—Vamos a ver, tratemos de poner las cosas en su punto: el paso de los Pirineos aconteció en abril, y en abril, como todos saben, los dragones cambian la piel, y son blandos y tiernos como los recién nacidos.

Los paladines:

—Pero hombre, ese día u otro, si no era allí era en otro sitio, en definitiva las cosas fueron así, no viene a cuento buscarle tres pies al gato…

Pero ya los habían fastidiado. Ese Agilulfo que lo recuerda siempre todo, que para cada hecho sabe citar los documentos, que incluso cuando una hazaña era famosa, aceptada por todos, recordada con pelos y señales por quien nunca la había visto, pues él quería reducirla a un simple episodio de servicio, para indicarlo en el informe vespertino al mando del regimiento. Entre aquello que sucede, en la guerra, y lo que se cuenta luego, desde que el mundo es mundo, ha habido siempre una cierta diferencia, pero en una vida de guerrero, que ciertos hechos hayan acontecido o no, poco importa; hay tu persona, tu fuerza, la continuidad de tu modo de comportarte, para garantizar que si las cosas no han ocurrido precisamente así punto por punto, sin embargo, así habrían podido ocurrir, y podrían aún ocurrir en una ocasión parecida. Pero alguien como Agilulfo no tiene nada con qué sostener las propias acciones, sean verdaderas o falsas: o se las hace constar día tras día en acta, apuntadas en los registros, o bien es el vacío, la oscuridad más completa. Y también quisiera ver reducidos de este modo a sus colegas, estos odres de Burdeos y presunciones, de proyectos que trasladan al pasado sin que hayan existido nunca en el presente, de leyendas que después de haber sido atribuidas un poco a unos y a otros acaban siempre por encontrar el protagonista adecuado.

De vez en cuando alguien reclama a Carlomagno como testimonio. Pero el emperador ha hecho tantas guerras que confunde siempre unas con otras y ni siquiera recuerda bien en cuál está combatiendo ahora. Su deber es hacerla, la guerra, y como máximo pensar en la que vendrá después; las guerras llevadas ya a término han ido como han ido; de lo que cuentan cronistas y juglares ya se sabe que no hay que creerlo todo; pobre del emperador si tuviera que estar detrás de todos haciendo rectificaciones. Sólo cuando surge algún escándalo que tiene repercusiones en el escalafón militar, en los grados, en la atribución de títulos nobiliarios o de territorios, entonces el rey tiene que meter baza. Y meter baza es un decir, por supuesto: en eso la voluntad de Carlomagno cuenta poco, hay que atenerse a los resultados, juzgar en base a las pruebas que se tienen y hacer respetar leyes y costumbres. Por eso, cuando lo interpelan, se encoge de hombros, se atiene a lo general y a veces se descuelga con un: «¡Bah! ¡Quién sabe! ¡Quien va a la guerra, come mal y duerme en la tierra!», y sigue adelante. A aquel caballero Agilulfo de los Guildivernos que sigue haciendo bolitas de miga de pan y rebatiendo todas las gestas que —aunque referidas en una versión no del todo exacta— son las auténticas glorias del ejército franco, Carlomagno querría endilgarle algún enojoso servicio, pero le han dicho que las tareas más fastidiosas son para él codiciadas pruebas de celo, y por lo tanto es inútil.

—No veo por qué tienes que fijarte tanto en menudencias, Agilulfo —dijo Oliverio—. La misma gloria de las acciones guerreras tiende a exagerarse en la memoria popular y eso prueba que es gloria genuina, fundamento de los títulos y los grados conquistados por nosotros.

—¡No de los míos! —le replicó Agilulfo—. ¡Cada uno de mis títulos y atributos lo he obtenido por acciones comprobables y apoyadas en documentos incontrovertibles!

—¡Con la cresta! —dijo una voz.

—¡Quien ha hablado me dará cuentas! —dijo Agilulfo levantándose.

—Cálmate, sé bueno —le dijeron los demás—, tú que siempre tienes que argüir algo en contra de las hazañas de los otros, no puedes impedir que alguien encuentre objeciones en las tuyas…

—Yo no ofendo a nadie: ¡me limito a precisar hechos, con lugar y fecha y un montón de pruebas!

—Soy yo quien ha hablado. También yo puntualizaré. —Un joven guerrero se había alzado, pálido.

—Pues quisiera ver, Torrismundo, si encuentras en mi pasado algo impugnable —dijo Agilulfo al joven, que era precisamente Torrismundo de Cornualles—. ¿Quieres quizá impugnar, por ejemplo, que fui armado caballero porque, hace exactamente quince años, salvé de la violencia de dos bandidos a la virgen Sofronia, hija del rey de Escocia?

—Sí, lo impugno: hace quince años, Sofronia, hija del rey de Escocia, no era virgen.

Un murmullo corrió a todo lo largo de la mesa. El código de la caballería entonces vigente prescribía que quien había salvado de peligro seguro la virginidad de una muchacha de noble linaje fuera inmediatamente armado caballero; pero por haber salvado de violencia carnal a una ricadueña ya no virgen estaba prescrita solamente una mención de honor y doble sueldo por tres meses.

—¿Cómo puedes sostener eso que es una ofensa no sólo a mi dignidad de caballero sino a una dama que tomé bajo la protección de mi espada?

—Lo sostengo.

—¡Las pruebas!

—¡Sofronia es mi madre!

Gritos de sorpresa se elevaron de los pechos de los paladines. ¿El joven Torrismundo no era, pues, hijo de los duques de Cornualles?

—Sí, nací hace veinte años de Sofronia, que entonces tenía trece —explicó Torrismundo— Aquí tenéis el medallón de la casa real de Escocia —y hurgándose en el pecho sacó un sello colgado de una cadenita de oro.

Carlomagno, que hasta entonces había mantenido el rostro y la barba inclinados sobre un plato de cangrejos de río, juzgó que había llegado el momento de levantar la mirada.

—Joven caballero —dijo, dando a su voz la mayor autoridad imperial—, ¿os dais cuenta de la gravedad de vuestras palabras?

—Plenamente —dijo Torrismundo—, y para mí aún más que para otros.

Todos callaban: Torismundo estaba rehusando su filiación del duque de Cornualles, que le había valido, como hijo pequeño, el título de caballero. Al declararse bastardo, aunque fuera de una princesa de sangre real, se exponía al alejamiento del ejército.

Pero mucho más grave era lo que estaba en juego para Agilulfo. Antes de topar casualmente con Sofronia agredida por los malhechores y de salvar su pureza, él era un simple guerrero sin nombre dentro de una armadura blanca que rodaba por el mundo a la ventura. O mejor (como pronto se había sabido), era una blanca armadura vacía, sin guerrero dentro. Su acción en defensa de Sofronia le había dado derecho a ser armado caballero; y como el título correspondiente a las tierras de Selimpia Citerior estaba en ese momento vacante, lo asumió. Su ingreso en el servicio y todos los reconocimientos, grados y nombres que se habían añadido después, eran consecuencia de aquel episodio. Si se demostraba la inexistencia de una virginidad de Sofronia salvada por él, incluso su título se esfumaba, y todo lo que había hecho después no podía ser reconocido como válido a ningún efecto, y todos los nombres, cualidades y facultades quedaban anulados, de modo que cada una de sus atribuciones se tornaba no menos inexistente que su persona.

—Niña aún, mi madre quedó encinta de mí —contaba Torrismundo—, y por temor a la ira de sus padres cuando supieran su estado, huyó del castillo real de Escocia y fue vagando por las altiplanicies. Me dio a luz al raso, en un brezal, y me crió vagando por campos y bosques de Inglaterra hasta la edad de cinco años. Estos primeros recuerdos son los del más hermoso período de mi vida, que la intrusión de éste interrumpió. Recuerdo el día. Mi madre me había dejado al abrigo de nuestra cueva, mientras ella iba como de costumbre a robar fruta por los campos. Tropezó casualmente con dos salteadores de caminos que querían abusar de ella. Quizá habrían terminado por trabar amistad: a menudo mi madre se lamentaba de su soledad. Pero llegó esta armadura vacía en busca de gloria y derrotó a los bandidos. Después que reconoció a mi madre como de estirpe real, la tomó bajo su protección y la condujo al castillo más próximo, el de Cornualles, confiándola a los duques. Yo, entretanto, me había quedado en la cueva, solo y hambriento. Mi madre, en cuanto pudo, confesó a los duques la existencia del hijito que había abandonado a la fuerza. Me buscaron unos siervos provistos de antorchas y me llevaron al castillo. Para salvar el honor de la familia de Escocia, atada a los Cornualles por vínculos de parentesco, fui adoptado y reconocido como hijo del duque y de la duquesa. Mi vida fue tediosa y cargada de obligaciones, como es siempre la de los hijos pequeños de las familias nobles. No se me permitió ver más a mi madre, que tomó el velo en un lejano convento. El peso de esta montaña de falsedades que ha torcido el curso natural de mi vida lo he llevado encima hasta ahora. Finalmente, he conseguido decir la verdad. Pase lo que pase, para mí será sin duda mejor de como ha sido hasta hoy.

En la mesa habían servido mientras tanto el dulce, un bizcocho con capas superpuestas de delicados colores, pero tan grande era el estupor ante aquella secuela de revelaciones que ningún tenedor se alzaba hacia las bocas enmudecidas.

—Y vos, ¿qué tenéis que decir a todo eso? —preguntó Carlomagno a Agilulfo. Todos notaron que no había dicho: caballero.

—Son mentiras. Sofronia era una muchacha. En la flor de su pureza reposa mi nombre y mi honor.

—¿Podéis probarlo?

—Buscaré a Sofronia.

—¿Pretendéis encontrarla tal cual quince años después? —dijo, maliciosamente, Astulfo— Nuestras corazas de hierro forjado tienen una duración mucho más breve.

—Tomó el velo inmediatamente después de que la confié a aquella piadosa familia.

—En quince años, con los tiempos que corren, ningún convento de la cristiandad se salva de desbandadas y saqueos, y cada monja tiene tiempo de exclaustrarse y enclaustrarse al menos cuatro o cinco veces…

—De todas maneras, una castidad violada presupone un violador. Lo encontraré y obtendré testimonio de él de la fecha hasta la que Sofronia pudo considerarse muchacha.

—Os doy licencia para partir al instante, si lo deseáis —dijo el emperador—. Pienso que en este momento nada os interesa más que el derecho a llevar nombre y armas, que ahora se os rebate. Si este joven dice la verdad, no podré teneros a mi servicio, es más, no podré consideraros desde ningún punto de vista, ni siquiera para los atrasos del sueldo. —Y Carlomagno no podía evitar el dar a sus palabras un timbre de expeditiva satisfacción, como si dijera: «¿Veis cómo hemos hallado el sistema de librarnos de este pesado?»

La armadura blanca ahora pendía toda hacia adelante, y nunca como en ese momento se había mostrado que estaba vacía. La voz salía de ella apenas distinguible:

—Sí, mi emperador, marcharé.

—¿Y vos? —Carlomagno se dirigió a Torrismundo—. ¿Os dais cuenta de que al declararos nacido fuera del matrimonio no podéis revestir el grado que os esperaba por vuestra cuna? ¿Sabéis al menos quién era vuestro padre? ¿Tenéis esperanzas de haceros reconocer por él?

—Nunca podré ser reconocido…

—Quién sabe. Todo hombre, al llegar a una edad avanzada, tiende a actuar de forma que le salgan las cuentas en el balance de su vida. Incluso yo he reconocido a todos los hijos habidos de concubinas, y eran muchos, y seguramente que alguno ni siquiera será mío.

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