El cadáver imposible

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Authors: José Pablo Feinmann

BOOK: El cadáver imposible
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Seducir, deslumbrar, engañar: ése es el objetivo de un narrador desquiciado decidido a convencer a un editor para publicar su obra en una nueva colección de policiales. Para cumplir su cometido, el exaltado escritor no escatimará sangre, crímenes ni mutilaciones. La novela se abre con una niña asesina quien, luego de apuñalar accidental pero salvajemente a su madre y su amante, es recluida en un reformatorio en el que la carrera de muertes continuará por caminos inconcebibles. Parodia bizarra de la novela de horror y del género policial y de suspenso, este libro atraviesa felizmente el límite de las verosimilitudes para ofrecer un relato tan macabro como delirante que mantendrá en vilo al lector hasta la última página.

José Pablo Feinmann

El cadáver imposible

ePUB v1.2

Ninguno
05.07.12

Título original:
El cadáver imposible

José Pablo Feinmann, 1992

Diseño de tapa: Ariana Jenik y Eduardo Rey

Ilustración de tapa: fotograma de la película
La escalera caracol
, 1946

Editor original: Ninguno (v1.0)

ePub base v2.0

A María Julia

y, muy especialmente,

a Nicolás

Capítulo único. Carta al editor

Señor Editor:

Soy un hombre que vive apartado, lejos. Y lejos no sólo del deslumbrante mundo de las letras, con sus príncipes y cortesanos, sino también, lejos, apartado, del
mundo en general
. Y cuando uno dice algo así, digamos: el mundo en general, usted sabe a qué se refiere: se refiere a la gente, señor Editor, a los demás. Bien, de ellos, de sus penurias y vehemencias, es que vivo apartado. Se diría, así, que los
extraordinarios acontecimientos
que me propongo narrarle en esta carta hubieran debido ocurrirle a cualquier otro hombre que no fuera yo. Sin embargo, me ocurrieron a mí. Y si he escrito una frase que, presumo, habrá herido su sensible olfato literario; si he escrito, señor Editor, extraordinarios acontecimientos, ha sido porque los acontecimientos fueron así:
extra-ordinarios
. Tal como lo es, y se me perdonará esta jactancia, la carta que usted sostiene ahora entre sus manos.

Pese a mi lejanía, pese a mi condición de hombre apartado, una noticia estimulante ha llegado hasta mí: su sello editorial prepara una antología de cuentos policiales argentinos. Bravo, señor Editor. Sé, también, que ha convocado para esta empresa a una serie de escritores que acostumbran a ofrecer ingenio y calidad literaria.

Sin embargo, ¿por qué demorar en decirlo?, tengo una certeza: mis colegas (si se me permite llamarlos así) nutrirán su antología con sucesos ingeniosos, malabares lingüísticos, parajes exóticos, barrios —conjeturo— chinos y uno que otro cadáver. Pero nadie, señor Editor ninguno de ellos le ofrecerá tanta sangre, tantos crímenes, tantas mutilaciones, en resumen: tantos muertos como yo. De modo que junte coraje, continúe leyendo y entréguese a la exaltación del horror.

No soy el protagonista de esta historia, pero soy su más privilegiado testigo. Y, en cuanto tal, seré su narrador. El narrador de esta historia, nada menos. Se preguntará usted, entonces, ¿qué historia es ésta? Se lo diré: es la historia de una seducción. Escribo para mentirle, para deslumbrarlo, para seducirlo. He aquí mi programa literario: quiero estar en su prestigiosa antología y no ahorraré una sola gota de sangre para lograrlo. Comienzo, por consiguiente, el vertiginoso relato de los crímenes que cautivarán su conciencia.

Ella se llamará Ana. Un nombre, lo sé, breve. Pero necesariamente breve, señor Editor. Porque ella será, a través de todo este relato, la
pequeña
Ana. Y pequeña es, diría, una palabra casi larga. Ella se llamará, entonces, brevemente Ana, para que podamos decirle la
pequeña Ana
sin excedernos, sin incurrir en desmesura alguna, en este sentido, al menos, ya que, en otros, abundarán en este relato las desmesuras, señor Editor, la primera de las cuales reclama ya su narración.

En los orígenes de Ana, de la pequeña Ana, está el horror más profundo y el más profundo de los impactos (me resisto a escribir
traumas
) psicológicos. Necesitamos una
gran escena inicial desquiciadora
. Ana debe ver algo que marque para siempre sus días. Será así: verá fornicar (palabra fuerte, bíblica y precisa, señor Editor) a su madre con un desconocido. ¿Dónde? Pongamos un lugar: sobre la mesa de la cocina. La pequeña Ana (tiene aquí, en esta primera gran escena desquiciadora, nueve años) se levanta de su cama pues ha escuchado unos extraños quejidos. Son las dos de la madrugada. Ana vive sola con su madre en una humilde casa de los suburbios de Buenos Aires. Supongamos que no ha conocido a su padre, otro amante fugaz de la mujer que ahora fornica salvajemente en la cocina. Ana camina lenta y silenciosamente hasta aquí. Hasta la cocina, ¿no? Y observa entonces la
dantesca
visión. (Subrayo algunos adjetivos cuya obviedad quizá hiera su paladar literario, pero que prometo suprimir en la versión definitiva, cuando usted me autorice a escribir el relato para su publicación.) Escribía, entonces, que la visión de la pequeña Ana fue así, tal como lo he dicho:
dantesca
. Allí, acostada sobre una
sólida
y
rústica
mesa de madera, está su madre, su
dulce
y
amada
madre, con las piernas muy abiertas, las ropas en abominable desorden, los largos cabellos sueltos, torrenciales, los ojos extraviados y la boca jadeante y quebrada por una mueca incomprensible. Gime, parece sufrir. Al menos, para la pequeña Ana, esto es inmediatamente claro: su madre sufre. Sobre ella, sobre su madre, se agita un hombre. Un hombre a medio vestir. Un monstruo agresivo, despiadado, que se obstina en herir a su madre entre las piernas. Allí, de donde parece surgir todo el dolor del mundo.

Bien, seré, ahora, breve: la pequeña Ana abre un cajón, extrae un enorme cuchillo y lo hunde siete veces en la espalda del fugaz fornicador. Éste, el fugaz fornicador, consigue, no obstante, ponerse de pie —algo tambaleante, desde luego— y extender sus manazas —¿sus
garras
?— hacia el cuello de la pequeña Ana. Luce, en verdad, temible: tiene los ojos muy abiertos y sangra por la nariz y por la boca. Con un alarido de furor y de agonía se arroja sobre Ana. Nuestra pequeña no vacila. Odia al fugaz fornicador y no tendrá piedad con él. De modo que le hunde el cuchillo en el estómago. Y ahora sí, quizá obviamente, el fugaz fornicador muere.

La que no es obvia es la madre de la pequeña Ana. No lo es, al menos, obvia, para la pequeña Ana. Pues lejos de agradecerle el haberla librado de semejante monstruo (el fugaz fornicador, claro) comienza a injuriarla con un vocabulario soez, tan soez que su significado escapa a la comprensión de la inocente Ana; su
significado
pero no su
sentido
. Me explico: la pequeña Ana percibe el sentido amenazante que palpita en esas palabras. Brevemente, señor Editor: la pequeña Ana comprende que su madre está enojada con ella. Digamos, incluso,
furiosa
. Y más aún lo comprende —más aún, digo, comprende esta furia de su madre— cuando la ve arrojarse sobre ella emitiendo un alarido feroz y buscándole la garganta (la tersa y blanca garganta de la pequeña Ana) con sus uñas agudas y
centelleantes
. Ambas mujeres, madre e hija, caen ahora entrelazadas sobre el tosco mosaico de esa cocina trágica.

Debo, creo, aclararlo: Ana, la pequeña, no olvidó su enorme cuchillo clavado en el estómago del fugaz fornicador. Allí lo clavó, por cierto, pero luego lo extrajo veloz y prolijamente. De modo que aún lo aferra con su puñito tenaz. Lo aferra mientras se revuelca con su madre sobre el tosco mosaico de esa cocina, insisto, trágica. Pero ahora —¿
súbita
y
mortalmente
?— ya no lo aferra más. Ahora, señor Editor, el cuchillo, hasta la empuñadura grasienta y ensangrentada, está clavado en medio del pecho de esa madre
fornicadora
,
feroz
y
vengativa
. Y la pequeña Ana abre inmensamente sus ojos y observa el espectáculo terrorífico que se ofrece ante sus ojos. (Creo que este texto no es muy feliz, pero prometo corregirlo cuando escriba el cuento que usted, confío, publicará.)

¿Qué ve la pequeña Ana? ¿Cuál es el espectáculo que —desde el suelo, pues aún está ahí: caída sobre el tosco mosaico de esa cocina, lo diré por última vez, trágica— ven sus ojos inmensamente abiertos? Ana ve a su madre, señor Editor, la ve ponerse de pie, la ve (y la oye, claro está)
aullar
con furia y con dolor, la ve aferrar con sus (¿dos?) manos el cuchillo e intentar arrancárselo del pecho, la ve entonces arrancarse el cuchillo, ve (también) una sangre oscura y espesa brotar a borbotones de ese pecho, del pecho de su madre, y la ve, por fin, caer de bruces, muerta, definitivamente muerta sobre el tosco mosaico de esa cocina, digamos, fatal.

Y he dicho bien, señor Editor: fatal. Porque mucho tiene que ver la fatalidad con el comienzo —no lo negará usted—
impactante
de esta historia. Porque Ana no ha querido matar a su madre: ha sido la fatalidad. Ella, Ana, sólo quiso protegerla de ese monstruo lujurioso y violento, el fugaz fornicador. La vio sufrir y quiso evitarle el sufrimiento. Pero la fatalidad lo ha trastrocado todo: Ana le ha inferido a su madre el Escaneado por srp 13 más atroz, aunque el último, de los sufrimientos: la muerte. Ahora la sostiene entre sus brazos pequeños y llora. Y mientras llora, señor Editor, inaudiblemente, casi, le susurra: —Mamá… Mamá…

Concluye aquí nuestra
gran escena inicial desquiciadora
. (Su clara inteligencia habrá detectado ya que no sólo subrayo ciertos adjetivos de dudoso gusto, sino, también, textos, conceptos o, en fin, meras palabras cuyo sentido deseo, ¿cómo decirlo?, subrayar.) ¿Qué hace ahora, se preguntará usted, la pequeña Ana? Serénese: responderé a todas sus preguntas, no en vano me he asumido como el narrador de esta historia.

Ana permanece durante largos minutos observando los cadáveres de su madre y del fugaz fornicador. Han caído uno cerca del otro. Tanto, que podría decirse que se han buscado. O más aún: que han buscado el último abrazo. El de la muerte. Esto enfurece a la pequeña Ana. ¿Hasta tanto se deseaban su madre y el fugaz fornicador? ¿Hasta más allá de la muerte? ¿Tal es el poder de la carne? ¿Tan poderoso el deseo de los cuerpos?

Preguntas, estas últimas, que la pequeña Ana no puede responder. Sólo la sumen en un brumoso asombro y provocan su ira. Ira que surge de lo incomprensible, de aspectos oscuros de la condición humana que están más allá de lo que es inteligible para esta niña, no conviene olvidarlo, de apenas nueve años.

Decide incendiar la casa. El fuego purificará esos cuerpos insaciables y purificará también lo que la pequeña Ana ha hecho con ellos: matarlos.

No necesita salir de esa cocina, pongamos, mortal, para encontrar lo que necesita. Extrae de la despensa una botella de kerosene. Por fortuna está casi llena. Cuidadosamente, entonces, certera en sus movimientos, ¿
implacable
?, vierte el contenido de esa botella, por fortuna, lo hemos dicho, casi llena, ¿dónde, señor Editor? Claro está: sobre los cuerpos yacentes de su madre y del fugaz fornicador.

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