Read El cadáver imposible Online
Authors: José Pablo Feinmann
Luego se detiene. ¿Vacila? Quizá un instante, pero no más, ya que ahora deja caer sobre el piso de esa cocina, recordemos,
trágica
,
fatal
y
mortal
, ¿qué?, ¿qué deja caer, señor Editor? Sí: la botella de kerosene,
ominosamente vacía
, que se quiebra en mil pedazos contra el piso de esa cocina etcétera. Y entonces, febrilmente, Ana corre hacia un armario y abre un cajón, y otro, y otro, hasta que encuentra una caja de fósforos.
Y enciende uno.
La llama ilumina ahora su rostro obstinado. Ana retrocede algunos pasos, uno, dos, tres, y se aleja prudentemente de los cuerpos de su madre y del fugaz fornicador en tanto atenaza en su diestra el fósforo llameante. ¿Se atreverá? Quizá, ahora, usted piensa: no se atreverá. Y quizá lo piensa porque, memorioso, recuerda que le he dicho que nuestra gran escena inicial desquiciadora había concluido. Pues bien, no es así. Me rectifico: no ha concluido. ¿Cómo habría de concluir sin un gran incendio? Porque, en rigor, se lo confieso: ninguna escena es realmente grande y desquiciadora si no contiene un incendio. Puntos de vista.
De modo que aún la tenemos ahí, solitaria en esa cocina etcétera, sosteniendo con su manita el fósforo llameante. Y se atreve: arroja el fósforo sobre los cuerpos de su madre y del fugaz fornicador, húmedos de kerosene. O mejor aún:
empapados
. Y estalla una llamarada poderosa, final, y la pequeña Ana retrocede, espantada, quizá, ante la enormidad de su acto, y los cuerpos de su madre y del fugaz fornicador se consumen entre las llamas, y las llamas se espejan en los ojos muy abiertos de nuestra pequeña, quien continúa retrocediendo, y ahora sale de la cocina, lentamente, mientras las llamas ya buscan el techo, mientras el apocalipsis se torna real, y ya comienzan a caer estrepitosamente las vigas ardientes, y ya la casa es una hoguera, una roja agonía que se eleva hacia el cielo como un manotazo del infierno.
[1]
Ana, por su parte, no ha vacilado en salvar su vida. ¿Por qué habría de morir ella, pequeña, inocente, en esa pira demoníaca? De modo que ha continuado retrocediendo. Y tanto, que ahora contempla desde la vereda de enfrente el fragor de la destrucción. Se oye, lejana, una sirena. Alguien ha llamado a los bomberos. Los vecinos rodean a nuestra pequeña; ella no pronuncia palabra alguna. Dos lágrimas lentas surcan su rostro. ¿Una por su madre y otra por el fugaz fornicador? No: las dos por su madre, pues es la muerte de su madre la que provoca el sufrimiento de Ana.
Un vecino le dice:
—No sufras, Ana.
Pero Ana sufre. Y ahora, inaudiblemente, casi, musita:
—Mamá… Mamá…
Y así permanece, tiesa, mirando inmutable la gigantesca llamarada, con el rostro caliente y rojizo, con otras dos lágrimas lentas surcándole las mejillas, y otras dos, y dos más, posiblemente muchas lágrimas lentas, porque es infinito el dolor que nuestra pequeña siente por la muerte de su madre, como es infinita la náusea que le produce el perfume atroz de esos cuerpos carbonizados, como no menos infinito es el desamparo en que la sume la visión de su casa en llamas, pues su casa es una hoguera, una roja (insisto) agonía que se, eleva hacia el cielo como un manotazo del infierno.
Llegan los camiones de los bomberos y los autos de la policía. Luces, ruidos, imprecaciones, órdenes, nerviosismo.
Un policía se acerca a la pequeña Ana. Señalando la casa en llamas, le pregunta:
—¿Vivías allí?
Nuestra pequeña asiente con un movimiento leve de su cabecita. Y dice:
—Sí, señor.
Y bien, ahora sí: nuestra
gran escena inicial desquiciadora
ha concluido.
¿Qué tenemos hasta aquí? ¿Qué le he ofrecido, señor Editor? No poco, creo. Repasemos: el despertar de una niña en mitad de la noche, un acto sexual violento, salvaje, dos crímenes a cuchillo, un pavoroso incendio, el perfume (atroz) de dos cuerpos carbonizados y las lágrimas (lentas) de una niña temblorosa, desamparada para el resto de sus días.
Pude, lo sé, haberle ofrecido más. Y pondré sólo un ejemplo para que perciba usted las infinitas posibilidades del arte de narrar. Pude, y he aquí el ejemplo, haberle narrado cómo una de las vigas en llamas se desprendía del techo y caía, ¿
estrepitosamente
?, sobre una pierna de la pequeña Ana. ¿Qué hubiera logrado con esto? Caramba, ¿no lo ve usted? Hubiera logrado una pequeña Ana coja. Coja para siempre. ¿La imagina o no? La
gran escena inicial desquiciadora
no sólo habría dejado entonces una
marca psíquica
en nuestra pequeña, sino también una
marca física
.
¿Qué opina?
¿Lo hago o no?
¿Tenemos o no tenemos una pequeña Ana coja?
Supongamos que archivo la idea, que me la reservo, que haré uso de ella sólo si el relato se debilita, sólo si siento que los horrores del mismo no alcanzan aún para que usted considere insoslayable mi presencia en su antología. Así queda entonces. En reserva. La pequeña Ana será coja siempre que el horror y la desmesura lo requieran.
[2]
Continuemos. ¿Cuál es el destino inmediato de nuestra pequeña? Penetramos aquí en una zona brumosa de la narración. Deben transcurrir días, meses, ¡años! Pongamos, ante todo, algo en claro: las autoridades policiales que se han hecho cargo de Ana no ignoran que es ella quien ha ultimado a su madre y al fugaz fornicador. Con transparencia descubren esta verdad en la sangre que tiñe sus manos. Con mayor transparencia aún la descubren cuando un inspector le pregunta:
—¿Mataste a tu madre?
Y Ana responde:
—Sí.
Y cuando el inspector le pregunta:
—¿Mataste al hombre que estaba con ella?
Y Ana responde:
—Sí.
De modo que ya no dudan: sí, es Ana quien los ha matado.
Previsiblemente, las autoridades policiales llaman a un psicólogo. Previsiblemente, el psicólogo observa a nuestra pequeña, expele el humo de su pipa y le pregunta:
—¿Por qué mataste a tu madre?
Ana no responde.
Previsiblemente, en fin, la encierran en un
Reformatorio para mujeres
.
Dije que penetrábamos aquí en una zona brumosa de la narración. En efecto, el tiempo debe transcurrir.
Necesitamos un pasaje de tiempo
. Ana, pues, deberá ser derivada de un
Reformatorio
a otro. Entre tanto, crece.
Pero no es necesario que la veamos crecer, ya que tal como en las películas (soy muy afecto al cine, ¿lo es usted?) pondremos aquí un cartelito. El cartelito dirá:
CINCO AÑOS MÁS TARDE
[3]
Reencontramos a la pequeña Ana en la pequeña ciudad de
Coronel Andrade
. (Observe la simetría: una pequeña ciudad para la pequeña Ana.) La ciudad fue fundada en 1829 por un coronel que perseguía a través del desierto a un enemigo inexistente, o, al menos, inhallable. Enloqueció en esa búsqueda y comenzó a matar a sus propios soldados. Conque también tenemos en los orígenes de esta pequeña ciudad una historia de locura y de crímenes. ¿No es el ámbito adecuado para las futuras peripecias de la pequeña Ana? Convengamos que sí.
Pero el ámbito, el verdadero ámbito de estas futuras peripecias no es la pequeña ciudad de
Coronel Andrade
, sino el
Gran Hotel Coronel Andrade
. Se preguntará usted: ¿por qué una pequeña ciudad habría de tener un gran hotel? Caramba, extreme su imaginación, no es arduo justificar algo así. Supongamos, por ejemplo, que, en cierto instante de su historia, la pequeña ciudad de
Coronel Andrade
fue objeto de programas de explotación petrolífera. Se dibujó allí (¿cincuenta años atrás?) un futuro de ilimitada prosperidad. Y, en medio de esta euforia, se construyó el Hotel. Un lujoso Hotel para albergar a los inversionistas, a los sagaces, ambiciosos hombres, que llegaban desde Buenos Aires. De este modo, ese Hotel fue el fruto de una esperanza:
Coronel Andrade
, que se halla a poco más de doscientos kilómetros de Buenos Aires, habría de convertirse en un centro de prosperidad, de agitación financiera, de brillante futuro.
Sin embargo, todo se desmoronó. No hubo petróleo. Los empresarios se fueron, regresaron a Buenos Aires, y allí quedó el Hotel, un descomedido dinosaurio inútil, el fósil de un sueño frustrado.
Se fue desmoronando de a poco. Se fue convirtiendo en un cascarón lúgubre, con enormes telarañas, con cucarachas, con ratas. Delincuentes, locos y mendigos buscaron refugio en sus habitaciones. Los echaron, los enviaron al sur, a Ushuaia, a que se pudrieran en esas cárceles heladas. Y cuando ya la esperanza del regreso de los magnates hubo muerto para siempre, alguien, desde Buenos Aires, ordenó transformarlo en un
Reformatorio para Mujeres
. Aquí, pues, ahora, en el
Gran Hotel
,
Coronel Andrade
, está la pequeña Ana.
El Hotel tiene sótanos, cocinas, hornos, pasillos laberínticos, habitaciones varias. Nada le falta para la escenografía del horror. Nuestro relato ya tiene su espacio, su marco implacable.
Y ahora la vemos. Ahí está nuestra pequeña: está en el amplio patio del Reformatorio, compartiendo el sol de la tarde con otras reclusas. Tiene catorce años, pero es casi la misma que conociéramos en la gran escena inicial desquiciadora. Es frágil, tímida y, por supuesto, pequeña. Si este relato se llevara al cine, la misma actriz podría hacer los dos papeles: el de la pequeña Ana a los nueve años y el de la pequeña Ana a los catorce.
[4]
Las reclusas se pasean por el
amplio patio
. No necesito aclararle que no son, por decirlo así, jóvenes inocentes. Cada una ha cometido el delito por el que ha sido condenada.
Cada una es culpable
. Han matado, han robado, se han entregado al consumo del alcohol o de las drogas.
Conjeturo, aquí, que, alarmado, se preguntará usted: ¿se transforma este relato en un relato de
cárcel de mujeres
? Serénese: no. Pero necesitamos mujeres. Mujeres en un Reformatorio. Ya las tenemos. Adelante.
Hay celadores vigilando a las reclusas. Y también hay un
Jefe de Celadores
. Se llama Felisberto López y es alto, excesivamente delgado y tiene unos abundosos bigotes que casi le cubren la boca. Un plumero, vea. Un hombre triste, débil, tolerante, cansado, sin nada que lo ligue verdaderamente a la vida.
Necesitamos que este personaje sea así porque necesitamos que la disciplina entre las no inocentes reclusas sea prácticamente nula, quiero decir:
inexistente
. La debilidad de López se ha contagiado a los restantes celadores y ya nadie impone el orden en el Reformatorio. Así, las reclusas beben, fuman, se drogan e incurren en apasionados actos de lesbianismo, por ejemplo, cuando se duchan. Y en otras circunstancias también.
Ahora, lo dije, están en el patio. Y ríen, corren, se golpean, se insultan y hasta lanzan ventosidades ruidosas o cuescos. Un horror. ¿Qué hace entre tanto Ana? Ana se ha sentado en un rincón y tiene entre sus manos una muñeca. Suave, delicadamente, la peina.
Nuestra pequeña no participa de las turbulentas actividades de sus compañeras. Sería excesivo afirmar que está distanciada, marginada de ellas. Quiero decir: de sus compañeras. No, pero el estilo de Ana es otro. Ana es retraída, tersa, gusta estar con sí misma, la soledad le place.
Aunque, en rigor, no está sola. Peina, lo he dicho, y acaricia una muñeca. ¿No se encuentra algo crecida para jugar con muñecas? ¿No tiene ya catorce años? ¿No le estoy ofreciendo la imagen de una pequeña Ana boba? En modo alguno. Y le diré por qué: Ana no juega con una muñeca, la ha construido. La diferencia es abismal. No estamos ante una lela, una retrasada mental que atosiga sus horas con artilugios de la infancia. Ana trama sus muñecas, las urde pacientemente en busca de una perfección que no siempre se le escapa, porque Ana, en efecto, es capaz de construir muñecas perfectas. Y con mayor asiduidad lograría esta perfección si tuviera un ámbito para su
lenta
y
paciente
tarea. Pero no lo tiene. Nadie, hasta ahora, la ha querido tanto como para permitirle crear un Taller de Costura. Y he dicho bien: nadie, hasta ahora. Porque ya veremos.
Los desatinos de las reclusas han llegado a perturbar la calma en que solía transcurrir sus días el Director del Reformatorio, Heriberto Ryan, que si bien no es un débil como Felisberto López, el Jefe de Celadores, tampoco brilla por la fortaleza de su carácter, ya que, en rigor, Heriberto Ryan no brilla por nada: ni por su carácter, ni por su físico, ni por su cultura. Es un mediocre abogado que sobrelleva su existencia en ese oscuro Reformatorio, allí, en medio de los vientos de la pampa. No obstante, ha decidido terminar con la caótica situación reinante. Es, al fin y al cabo, un hombre de orden.
Convoca, en consecuencia, a Felisberto López. Habrá de cruzar con él algunas pocas pero definitivas palabras. Habrá de conminarlo a que imponga el orden en el Reformatorio, pues las cosas no pueden continuar así, en el estado de labilidad moral en que se encuentran. Felisberto López le confiesa que no ignora que la moralidad del Reformatorio es pésima, pero lo que sí ignora es que exista, en el Reformatorio, una labilidad moral, ya que, en verdad, ignora qué significa la palabra
labilidad
. Sin ofuscarse, Heriberto Ryan extrae de su biblioteca un diccionario, lo abre, busca y luego dice:
—Vea, López, no sea ignorante. Aquí dice que la palabra lábil es un derivado culto del latín labilis, que quiere decir «resbaladizo». De modo que cuando yo le digo que en el Reformatorio hay un estado de labilidad moral, le quiero decir que la moralidad es resbaladiza. O sea, López, que no es sólida, segura, firme. ¿Me comprende?
—Sí, señor —dice López. Y para demostrar hasta qué punto lo ha comprendido, añade: —La moral es lábil.
Heriberto Ryan guarda el diccionario, clava su mirada en los ojos de López y dice:
—Mano de hierro, López. Orden, disciplina, decencia. Si viene una inspección de Buenos Aires, puede volar mi cabeza. Pero antes, se lo juro, volará la suya.
—No será así, señor —dice López. Y añade: —Orden, disciplina, decencia.
—Proceda —dice Ryan.
Felisberto López reúne a las reclusas en el amplio patio. ¿Cuántas son las reclusas? ¿Cien, doscientas, quinientas? Dependerá, supongo, del costo que la productora que lleve al cine este relato decida gastar en la contratación de extras. Pero, por el momento, digamos que las reclusas son más de cien. Y si usted prefiere una cifra exacta, pongamos: ciento catorce. No son, creo, pocas. Tantas son, que ocupan por completo el amplio patio.
[5]