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Authors: José Pablo Feinmann

El cadáver imposible (9 page)

BOOK: El cadáver imposible
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Laura se encoge de hombros.

—Ana querida —dice—, ya no me acuerdo. Hay tan tos pasillos, sótanos y habitaciones en este lugar. Y son tantos los años que pasaron… Comprendeme, querida, me olvidé.

—No importa —dice Ana. Yo la voy a encontrar.

—¿Para qué? —pregunta Laura.

—Para darle de comer a mis muñecas —dice Ana.

Laura sonríe. Dice:

—Siempre pensando en tus muñecas vos.

Y Ana también sonríe. Y luego se va. Y cuando se ha ido vemos que ya no hay cinco enormes cuchillos sujetos a la pared.

Hay cuatro.

Esa noche, durante horas, no diré hasta que comienza a entreverse la claridad del amanecer, pero casi, Ana trabaja ¿febrilmente? en su Taller de Costura. Cose y descose. Aunque si descose no es porque se ha equivocado, sino porque busca mejorar lo que ya ha hecho bien. Busca la perfección.

Nunca vacila. Yo vacilo. Por eso le subrayo y pongo entre signos de interrogación adverbios tentativos, adjetivos provisorios, quizá innecesarios. ¿Quizá geniales? No lo sé. A veces creo una cosa, a veces otra.

Pero sé que Ana no vacila.

¿Qué es lo que Ana cose y descose sin vacilar, buscando la perfección?

Trama dos muñecas.

Una es gorda y la otra flaca.

Una es idéntica a Carmen, la otra es idéntica a Rosario.

Como no creo que lo recuerde, he retrocedido entre las páginas de esta carta y di con el texto que quiero citarle. Dice así: «Ana trama sus muñecas, las urde pacientemente en busca de una perfección que no siempre se le escapa, ya que Ana, en efecto, es capaz de construir muñecas perfectas».

Según verá, cuando escribí ese texto, atrás, lejos, ya sabía que estaba destinado a fortalecer (digamos: a tornar verosímil dentro del esquema de
esta
ficción) este pasaje del relato. Este pasaje en el que le escribo: Ana ha tramado una muñeca gorda y una muñeca flaca, una muñeca idéntica a Carmen que es gorda y una muñeca idéntica a Rosario que es flaca. Así, Ana ha tramado dos muñecas perfectas.

Durante la mañana siguiente, no importa qué lugar, porque si hay algo que abunda en el Reformatorio son lugares, pero, eso sí, en un lugar despojado, íntimo aunque no secreto, Ana se encuentra con Carmen. Y le dice:

—Tengo un regalo para vos.

—¿En serio? —pregunta Carmen. ¿Y por qué?

—No importa por qué —dice Ana. Tomá.

Y le alcanza un paquete.

—¿Qué es? —pregunta Carmen.

—Es una muñeca —dice Ana.

Carmen abre el paquete. Mira la muñeca. —Pero… soy yo —sorprendida, dice.

—Sos vos —confirma Ana.

—Pero… ¿por qué? —pregunta, otra vez, Carmen.

—Me cansé de hacer muñecas que no se parecen a nadie —dice Ana.

—Es idéntica a mí —dice Carmen.

—Sí, idéntica —dice Ana.

—Pero… le falta algo —dice Carmen.

—¿Qué? —pregunta Ana.

—Le faltan los pies —dice Carmen.
[20]

Ana, sorprendida, mira la muñeca. La mira como si no la hubiera visto nunca. Luego dice:

—Sí, le faltan los pies.

—Te olvidaste de hacerlos —dice Carmen.

Ana mueve lentamente su cabeza, con algún pesar.

—Qué distraída —dice.

Durante un momento, ambas, Ana y Carmen, permanecen así, sumidas en esa extraña situación. Carmen tiene la muñeca incompleta que Ana le ha regalado, y Ana no dice palabra alguna, como si no encontrara modo de reparar su olvido, su falta, esa, en suma, muñeca escasa.

Por fin, dice:

—Me la vas a tener que devolver. Si me la devolvés, la termino.

Carmen le entrega la muñeca.

—Tomá —dice.

Ana toma la muñeca. Y dice:

—Voy a trabajar a la tarde. A la noche la tengo lista —se detiene. Piensa. Añade: —Venite por mi taller y te la doy.

—Está bien —acepta Carmen.

—Pero tengo que pedirte algo —dice Ana.

—Qué —pregunta Carmen.

—No le digas nada a nadie —dice Ana.

—¿Por qué? —pregunta Carmen.

—Porque si alguien se entera también va a querer una muñeca —dice Ana. Y no puedo hacer muñecas para todo el mundo.

—Cuando la tenga se van a enterar —dice Carmen. Ana vacila. Se encoge de hombros, aceptando. Y dice:

—Es cierto. Pero, por lo menos, la tuya va a estar terminada.

Carmen la mira con extrañeza, como si no hubiera alcanzado a descifrar las razones de nuestra pequeña, lo cual es comprensible, ya que las razones de nuestra pequeña sólo son descifrables si se sabe lo que usted y yo (para qué negarlo) sabemos, es decir, que nuestra pequeña quiere asesinar a Carmen. Pero Carmen, igualmente, acepta. Digamos que, luego de pensarlo brevemente, se siente incluso halagada por lo que ha dicho Ana: Ana, deduce, no quiere que nadie se entere porque sólo desea hacer una muñeca para ella, porque no quiere que este halago, al menos por ahora, sea compartido.

Una hora más tarde, en otro lugar del Reformatorio, Ana se encuentra con Rosario. Y le dice:

—Tengo un regalo para vos.

—¿En serio? —pregunta Rosario. ¿Y por qué?

—No importa por qué —dice Ana. Tomá. Y le alcanza un paquete.

—¿Qué es? —pregunta Rosario.

—Es una muñeca —dice Ana.

Rosario abre el paquete. Mira la muñeca. —Pero… soy yo —sorprendida, dice:

—Sos vos —confirma Ana.

—Pero… ¿por qué? —pregunta, otra vez. Rosario.

—Me cansé de hacer muñecas que no se parecen a nadie —dice Ana.

—Es idéntica a mí —dice Rosario.

—Sí, idéntica —dice Ana.

—Pero… le falta algo —dice Rosario. —Qué —pregunta Ana.

—Le faltan los brazos —dice Rosario. ¿Está claro, no?

A una de las muñecas, la de Carmen que es gorda, le faltan los pies; a la otra, la de Rosario que es flaca, le faltan los brazos. ¿Para qué añadir más? ¿Para qué narrarle que, en efecto, Ana le dice a Rosario que durante esa tarde completará la muñeca, y que se la entregará a la noche en su Taller de Costura? ¿Para qué narrarle que, tal como a Carmen, le pide que no le diga nada a nadie? ¿Para qué narrarle que Rosario no pregunta Por qué, sino que acepta, que sencillamente acepta pues es menos curiosa o, quizá, menos inteligente o menos desconfiada que Carmen? ¿Para qué narrarle sucesos no esenciales?

¿Qué es lo esencial?

Que Carmen y Rosario irán esa noche al Taller de Costura de Ana, esto es lo esencial. Y que irán separadas, solas, sin saber cada una lo que hace la otra. Al fin y al cabo, van en busca de una muñeca. Son mujeres, señor Editor. Son jóvenes. No hace mucho que han dejado de ser niñas. ¿Cómo una muñeca no habría de ejercer sobre ellas tan poderoso atractivo?

¿De qué modo transcurre el resto del día?

No se inquiete. Tampoco es esencial. ¡Cálmese, por favor! Me he propuesto, entre tantas otras cosas, entretenerlo. No le fallaré.

Vea, ya llegó la noche. Ya se dirige Carmen hacia el Taller de Costura de Ana. No se preguntará usted, supongo, detalles superfluos. Por ejemplo: ¿alguien la ve? ¿Es posible transitar tan libremente de noche por los pasillos del Reformatorio? ¿La muerte de Elsa Castelli no ha desatado una vigilia paranoide en los celadores?

Caramba, no hay relato posible si se concede tanto a la sensatez. Y no digo esto porque desee ser insensato, sino porque no deseo perder tiempo. Digamos que algunos celadores duermen y otros no. Y digamos que los celadores que no duermen… no ven a Carmen, o son eludidos por ella. ¿Sí?

Continúo.

Carmen llega al Taller de Costura. Enciende la luz. Todo está allí: la máquina de coser, las tijeras, los dedales. Pero falta Ana. Ana no está.

—Ana —llama, cautelosamente, Carmen. Ana. Soy yo. Carmen.

Silencio.

—Ana —insiste Carmen—, soy yo. Vine a buscar mi muñeca.

Silencio.

¡Y, de pronto, una mano se apoya en el hombro de Carmen!

¿No es maravilloso?

¿Cuántas veces vio en el cine este bastardo golpe bajo?

¿Por qué habría de evitarlo?

¿O no es parte de mi estética?

Aquí, entonces, está:

¡Una mano se apoya en el hombro de Carmen! Carmen da un respingo y gira velozmente.

—¡Rosario! —exclama.

—Sí, yo —confirma Rosario.

—¿Me seguiste? —pregunta Carmen.

—No —dice Rosario.

—¿Entonces, qué hacés aquí? —pregunta Carmen.

—¿Y vos? —pregunta, a su vez, Rosario. ¿Qué hacés vos aquí?

Carmen abre la boca y la cierra. ¿Se entiende, no?

Iba a decir algo pero se arrepiente.

Ambas, ahora, se miran en silencio. Rosario, que es menos desconfiada, finalmente dice:

—Vine a buscar a Ana.

—Yo también —dice Carmen.

—Me dijo que me iba a dar una muñeca —dice Rosario. Y añade: —Una muñeca idéntica a mí.

—Nos prometió lo mismo a las dos —dice Carmen. Y aquí se produce un breve malentendido, porque Rosario pregunta: «¿A vos también te prometió una muñeca idéntica a mí?». «No, a mí», responde Carmen. Y así se resuelve el breve malentendido, que más aún se resuelve cuando Carmen dice:

—Por eso digo, tarada: nos prometió lo mismo a las dos.

—Sí —afirma Rosario. Medita escasamente, mira a Carmen y pregunta: —¿Qué raro, no?

—Busquémosla —propone Carmen.

Rosario, levemente contrariada, menea su cabeza. —Qué rabia —dice. Yo quería esa muñeca.

—Y bueno, dale —instiga Carmen—, ayudame a buscar a Ana y la vas a tener.

Hay dos largos y oscuros pasillos que salen ¿
laberínticarnente
? del Taller de Costura. Carmen elige uno y Rosario el otro.

¿Para qué negarlo, señor Editor? Usted lo sabe. Todo relato de terror exige la bifurcación de los ámbitos y la separación de los personajes cuando inician una búsqueda. El ámbito debe ser oscuro y los personajes deben buscar en medio de la incerteza y la cautela. En los filmes —siempre— la cámara se ubica detrás del personaje, siguiéndolo como si fuera una subjetiva del asesino.

¿A quién seguimos? ¿A Carmen o a Rosario? Ante todo: no a las dos, porque tal decisión nos privaría del efecto que queremos lograr.

Sigamos a Carmen.

Quien, Carmen, se introduce en un largo y penumbroso pasillo, caminando con lentitud, horadando las tinieblas con sus ojos inquietos. De tanto en tanto, una agónica lamparita arroja algo de luz.

—Ana, soy yo —dice Carmen. Y, susurrante, agrega: —Soy Carmen.

Camina…

Camina…

Camina…

Y, entonces, oye un grito ahogado, seco, breve. Oye: ¡Ughhh…!

Se detiene.

¿Qué ha sido eso?

Y ahora oye:

¡Zzzzzzac…! ¡Zzzzzzac…!

Ante ella hay otro pasillo. Dios, ¡cuántos laberintos tiene ese lugar!

Continúa su marcha. Por fortuna, este pasillo está más iluminado. ¿O quizá no? ¿O quizá es su mero deseo, su angustioso deseo de ver una claridad en medio de tantas tinieblas?

Se detiene.

Allí, a unos pocos metros, hay un bulto en el suelo. Se acerca. Es Rosario. Está caída de costado, con un brazo extendido sobre el que reposa su cabeza y el otro, también extendido, a lo largo de su cuerpo.

—Rosario —dice Carmen—, soy yo, Carmen. Rosario no responde.

Carmen, casi instintivamente, estira su mano y toma un brazo de Rosario.

—Rosario —vuelve a decir—, soy yo, Carmen. ¿Qué te…?

Y se queda con el brazo de Rosario en la mano. ¿Lo creerá usted, señor Editor? Tampoco lo puede creer Carmen, pero lo cierto es que tiene ahora el brazo izquierdo de Rosario en su mano. Y del extremo seccionado del brazo mana una sangre abundante y muy roja y muy fresca y muy joven, ya que la desdichada Rosario era, en verdad, muy joven.

¿Grita Carmen? ¿Lanza un alarido de repugnancia y terror? No, porque otras sorpresas se lo impiden. El cadáver de Rosario, por ejemplo, gira y se coloca boca arriba, pues el brazo del que Carmen se adueñó le ha alterado el equilibrio. Y así, boca arriba, deja al descubierto un objeto que antes ocultaba, ya que, en efecto, debajo del cadáver había un hacha, y, ahora, al haber girado el cadáver, al haberse colocado boca arriba, la ha descubierto ante los ojos atónitos de Carmen.

Y algo más. Un pequeño y, creo, no exquisito detalle debo explicitarle: le describí, recuérdelo, que el cadáver de Rosario estaba caído de costado, con un brazo extendido bajo la cabeza, sosteniéndola. Ahora, por supuesto, al girar el cadáver, al colocarse boca arriba, ese brazo, que también había sido seccionado, se desprende del tronco y queda allí, sobre el piso, solo, como si expresara una macabra individuación.

Pero Carmen continúa sin gritar. Sostiene en su mano el brazo de Rosario, y esa mano, tal como era inevitable que ocurriera, se cubre con la sangre palpitante de ese brazo joven, recién, qué duda cabe, fragmentado.

Es el hacha lo que obsesiona a Carmen, porque la reconoce, porque advierte que, en efecto, es la misma con la que ellas, las cuatro reclusas conjuradas, descuartizaron a Elsa Castelli. Alguien, ahora, acaban de utilizarla para seccionar los brazos de Rosario.

Carmen abandona el brazo sobre el cuerpo de su infortunada compañera. Al hacerla, le mira la garganta. Un tajo profundo la atraviesa de lado a lado. Eso, deduce tan repentina como horrorizada, no es posible hacerlo con un hacha. Con un hacha se hubiera producido una decapitación. Ese tajo, sí, es la obra letal de un cuchillo.

¡Ah, señor Editor, la estética del cuchillo! Cuántas páginas podría escribirle sobre tal materia. No lo hago porque sé que usted espera que le narre, o no, la muerte de Carmen. Digo «o no» porque quizá no muere. Pero no es ésta la cuestión. Aquí, al menos. Aquí le recuerdo la estética del cuchillo. Y, para hacerlo, alcanzará con mencionarle la obra maestra de esta estética. Alcanzará, señor Editor, con mencionarle
Psicosis
, el filme de Alfred Hitchcock, basado en un texto del venerado Robert Bloch. ¿Recuerda usted a Janet Leigh? ¿Recuerda ese cuerpo en la bañera, desnudo? ¿Recuerda ese cuerpo infinitamente expuesto, penetrable? ¿Recuerda usted a Anthony Perkins? ¿Recuerda la dimensión apocalíptica que el cuchillo adquiría en su diestra? Todo esto es muy serio, señor Editor. Debo ser prolijo, cuidadoso. Si puedo, genial. Cuando se invocan tan memorables sombras, tan unánimes maestros, uno se condena a ser digno de ellos. ¿Lograré serlo?
[21]

Continúo.

Carmen retrocede y se apoya contra la pared. Respira en medio de angustiosos espasmos. ¿No agarra el hacha y se arma con ella a la espera de los peligros que la asedian? No. Y como sé que usted, racionalista en estas cuestiones, busca siempre una explicación para hechos que, quizá, no la tienen, se la daré: para Carmen, señor Editor, el hacha es el símbolo de su crimen, es el instrumento que la delata, que la condena. En suma, le teme. Y ni por asomo piensa en defenderse con un objeto que tan criminalmente la señala.

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