El cadáver imposible (11 page)

Read El cadáver imposible Online

Authors: José Pablo Feinmann

BOOK: El cadáver imposible
3.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bien, de acuerdo. Al fin y al cabo, escribo para usted. Y usted es el primer eslabón de una cadena que me conducirá a las más altas cumbres de la gloria literaria. Quizá, en su momento, podré negociar esta muerte de Natalia con los productores de la versión cinematográfica.

Por ahora, usted.

Natalia debe morir. ¿Cómo matarla dentro de lo que para usted es el campo de lo verosímil?

¿Se puede despertar Natalia en mitad de una noche? ¿Puede tener deseos de orinar? ¿De hacer pis? ¿Hacen pis las reclusas? ¿Hace pis Natalia?

Si lo hace, convengamos que puede atormentarla (por usar un verbo poderoso) esta necesidad en medio de las así llamadas altas horas de la noche. Y si esto ocurre, convengamos que Natalia habrá de ir al baño. Apenas al baño, nada más. ¿Despierta a Judith para que la acompañe? Caramba, no sea excesivo. ¿Por qué habría de hacerlo? El baño no está lejos. Sólo se trata de ir, orinar y volver.

Aquí va, entonces, Natalia. Cruzan su cara las marcas de la almohada y sus párpados están hinchados por el sueño. Se restrega unos ojos lagañosos. Llega al baño, busca uno de los apartados y entra. Se levanta el leve camisón. Se sienta sobre el water. Bosteza. Hace pis.
[24]

No bien termina se pone de pie y baja su camisón. Es entonces cuando oye el sonido fatídico de la renquera de Ana, que para ella es sólo un sonido, es decir, no fatídico, ya que nosotros sabemos que es de Ana, no Natalia. (No sé si he sido claro.) Para Natalia, no obstante, es un extraño y amenazante sonido en medio de la soledad y el silencio de la noche. Un sonido que se acerca, se acerca, se acerca…

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

Natalia cierra la puerta y corre el pestillo. ¿Ha observado usted que en los relatos o filmes de terror los personajes viven cerrando puertas y ventanas? Ocurre que intentan protegerse en el
adentro
de las amenazas del
afuera
. Pero, vea, no voy a teorizar. Desearía, sí, que este pasaje del relato (de mi relato) fuera terrorífico. Porque, tal como decía un personaje del gran Stephen King en una novela de vampiros, desearía escribir un relato tan terrorífico que me hiciera ganar un millón de dólares. Y, para qué negarlo, desearía que fuera éste.

Continúo.

Natalia sigue oyendo:

Ssssss… ¡tuc! Ssssss… ¡tuc!

¿Qué hace? ¿Llora? ¿Grita? Abre su boca para gritar, para pedir ayuda, pero una voz tersa, confiable, cálida, la detiene. Es la voz de Ana.

—Natalia —dice Ana—, ¿sos vos?

Natalia se sosiega. Es Ana, la pequeña. Sólo ella.

—Sí —dice Natalia—, soy yo —se detiene. Aún no se ha librado del miedo. Dice: —Oí unos ruidos raros. ¿Estás sola?

—Sí —dice la voz de Ana, pues nosotros tenemos aquí el punto de vista de Natalia, y lo tenemos absolutamente, es decir, no vemos a Ana, sólo oímos su voz. Así, continúa la voz de Ana: —No hay nadie conmigo. Quedate tranquila.

Natalia vacila. ¿Corre el pestillo? ¿Abre la puerta? Dice:

—Ana, fijate bien. Eran muy raros los ruidos que oí.

Como si alguien arrastrara algo, ¿entendés?

—Aquí no hay nadie —dice la voz en off de Ana. Sólo yo.

Natalia empieza a llorar. Sin estrépito. Es un llanto lento, contenido.

—Tengo miedo —dice. Alguien arrastraba algo.

—No tengas miedo —dice la voz de Ana. Estamos juntas. Y aquí no hay nadie más que yo.

Natalia controla su llanto. Y dice:

—Ana, ¿cómo sabías que yo estaba aquí? —¿Desconfía de Ana?

—Vine al baño y me pareció verte —dice la voz de Ana. No estaba segura. Por eso te pregunté si eras vos.

Natalia se seca las lágrimas con sus manos. Tiene miedo.

—Ana, ¿y si sos vos la asesina? —pregunta.

—¿Yo? —se asombra la voz de Ana. ¿Estás loca?

Natalia no responde de inmediato. Piensa. Dice: —Es el miedo. Perdoname.
[25]

—Es natural que tengas miedo —dice la voz de Ana. Te comprendo. No te preocupes.

—No me gustaría terminar como Carmen y Rosario —dice Natalia. No quiero morir, Ana.

—No vas a morir —dice la voz de Ana. Salí tranquila.

En fin, no quiero narrarle la historia que le sugerí. Supongamos que Natalia confía en Ana. Al fin y al cabo, junto a Judith, ya ha decidido que Ana, la pequeña, no puede ser la asesina. De modo que descorre el pestillo y abre la puerta.

Y aquí está Ana. Ahora la vemos. Un odio irrefrenable asoma en sus ojos. Su diestra está armada con un enorme cuchillo, lista para descargar la estocada final.

Natalia intenta gritar. Pero es tarde. Ana, en efecto, descarga la estocada final. Y el resto es silencio. Para Natalia, al menos.

Sin dilación alguna pasemos a la mañana siguiente. ¿Quién descubre el cadáver? Pedro, desde luego, el encargado de limpieza que descubriera los cadáveres de Carmen y Rosario. ¿O piensa usted que voy a introducir otro personaje para algo tan estúpido como descubrir un cadáver? Ahora bien, ¿dónde está el cadáver? No imaginemos demasiado. No es siempre necesario. El cadáver está en el baño. Esto me ahorra explicarle cómo Ana lo trasladó de un lugar a otro. Además, usted lo sabe, odio el traslado de personajes, aun cuando estén muertos. De modo que aquí está. El cadáver, digo. En el baño. Y es Pedro quien lo descubre. Y Pedro llama a Liliana, y Liliana exclama «¡Qué horror!» y llama a Heriberto Ryan, y Heriberto Ryan llega, mira el cadáver y dice:

—Le faltan las piernas.

Usted sabe las cosas que ocurren después: llega Aníbal Posadas, que también ese día hacía su visita habitual al Reformatorio, y extiende el certificado de defunción. A la tarde es el entierro. El cura O'Connor dice algo en latín y Heriberto Ryan, otra vez, no dice nada. Se diría que tantos sucesos macabros le han quitado el habla.

Al menos, en los entierros.

¿Qué hace Ana? ¿Asiste al entierro? Cómo no: allí está ella, seria, sumida en el clima de la grave situación.

Mira las palas de los sepultureros arrojando sobre el cajón la tierra definitiva. ¿Quién podría sospechar de ella? Es tan frágil, tan pequeña. ¿Quién podría pensar que es su mano la causante de tales atrocidades?

Luego del entierro, Heriberto Ryan, el cura O'Connor y el doctor Aníbal Posadas se reúnen en el Escritorio del primero.

—No es posible seguir así —dice O'Connor. Fija sus ojos en Ryan y dice, sugiere u ordena: —Viaje a Buenos Aires. Informe de la situación.

Al día siguiente, Heriberto Ryan toma un tren y viaja a Buenos Aires. En el Departamento Central de Policía se entrevista con el Comisario General Anastasio Romero. Le dice:

—Hay una ola de crímenes en el Reformatorio. Vivimos bajo el terror.

—¿Usted es argentino? —pregunta el Comisario General.

—Sí, señor —dice, ¿orgulloso?, Ryan.

—Entonces jodasé —dice el Comisario General. Los argentinos no merecen vivir de otro modo.

Y continúa anotando nombres en una lista.

—¿Qué habrá querido decir? —pregunta el cura O'Connor a Heriberto Ryan una vez que éste ha regresado.

—Lo ignoro —dice Ryan.

—Estamos solos —dice O'Connor. En manos de Dios.

—Rece mucho, padre —dice Ryan. Rece por todos nosotros.

Y así quedan, solos, ¿cariacontecidos?
[26]

Desearía ahora escribir una frase que siempre me ha seducido. Desearía escribir: los acontecimientos se precipitan. Conoce usted mi pasión por los folletines. Comprenderá hasta qué punto me acosa el deseo de escribir la frase paradigmática del género. Porque eso es el folletín: una serie ininterrumpida de acontecimientos que se precipitan. ¿Debo, sin embargo, escribir la frase? ¿No está acaso implícita en el género? ¿No es una desmesura tornarla explícita?

Vea, no.

Y el motivo es simple, inapelable: cultivo una estética de la desmesura.

Aquí, por consiguiente, está la frase:

Los acontecimientos se precipitan.

Ya debe morir Judith. Que es alta. ¿Cómo matarla? Quiero decir: ¿cómo la matará Ana? No imaginaré un crimen con muñeca incompleta y enorme cuchillo. Lo sé: si empiezo otra oración con el subjuntivo
supongamos
, usted se enferma. ¿Cómo, entonces, matarla?

¿Y si a Judith no la mata Ana?

Veamos.

Horriblemente han muerto ya Rosario, Carmen y Natalia. ¿Necesita algo más Judith para comprender que los acontecimientos se han precipitado y que si continúan así, precipitándose, el próximo requiere su muerte?

Decide, en suma, huir.

¿Lo he sorprendido? No habrá aquí muñeca in completa ni enorme cuchillo. Es más: Ana no matará a Judith. Es más: ¿morirá Judith? ¿Y si huye? ¿Y si escapa al destino que la lógica del relato le ha trazado? No nos apresuremos. No más, al menos, que los acontecimientos.

Algo está claro: Judith huye del Reformatorio. No sé si advierte usted la originalidad de esta decisión. En las historias de cárceles de mujeres las mujeres no huyen de las cárceles. Hacen todo tipo de porquerías, pero adentro. Es decir, no huyen. Los que huyen de las cárceles son los hombres. ¿Cuántas historias de este tipo recuerda? No lo niegue, son infinitas. ¿Recuerda al terrible gangster John Dillinger? Se escapó de la cárcel con un revólver de madera. Lo talló cuidadosamente y lo ennegreció con betún. Woody Allen hizo lo mismo en un filme en el que interpretaba a un ladronzuelo compulsivo, patético y muy gracioso. Pero no talló el revólver en madera sino en jabón. No tenía otra cosa, sólo un jabón. Lo oscureció, también, con betún y salió encañonando a dos guardias. Pero, para su desdicha, afuera llovía y el revólver se le transformó en burbujas. Regresa a su celda y, en el final del filme, luego de una y mil peripecias, urde otra fuga. También esta vez sólo tiene un jabón. Lo talla, le da forma de revólver y lo ennegrece con betún. Aunque, cauteloso, ahora pregunta a sus guardias: «¿Llueve afuera?».

Continúo.

¿En qué momento huye Judith? ¿Huye de día o huye de noche? Pongamos de noche. Ya sale del Dormitorio mientras sus compañeras se entregan a un sueño profundo, buscando olvidar las calamidades que últimamente la realidad viene deparándoles. Judith ha decidido huir de esas calamidades. Lo hemos dicho: se sabe la protagonista de la próxima. Así, confundiéndose entre las sombras, silente pero veloz, cruza el patio y entra en una de las torres de vigilancia. Sabe que arriba encontrará a un celador que siempre ha sido sensible a sus encantos, sin haberlos obtenido nunca.

¿Quién es este celador?

He nombrado, en este relato, a dos celadores: Alberto y Luis. No introduciré a un nuevo personaje para que Judith lo someta a su poder sexual. Y menos a un celador. El celador, pues, es Alberto, quien, ¿por qué no?, siempre ha deseado a Judith, circunstancia que, insisto, Judith conoce y de la que piensa aprovecharse.

Señalaré, aquí, algo importante: Judith es una hembra joven. Es, según, ¿abusivamente? ha sido dicho, alta. Y es flaca, pero sólida. Y tiene grandes pechos (¿no lo enloquecen a usted las flacas de tetas grandes?) y caderas fuertes, amplias. Y unos labios rojos, como enormes frutillas. En suma, está muy bien.

No lo ignoro. Se preguntará usted: ¿a qué viene esto? Le explico: convengamos que hubo poco sexo en esta historia. ¿Y si a usted no lo seduce solamente la sangre? ¿Y si usted prefiere el sexo? No puedo jugar toda mi suerte a una sola carta. Seamos, además, sinceros: ¿conoce usted algún relato de cárcel de mujeres sin un entrevero sexual entre una reclusa y un celador?

Confieso que para lograr esta escena tuve que contradecirme. Al introducir los personajes de las cuatro reclusas conjuradas (muchas páginas atrás) dije que Judith era alta y que poco importaba si era gorda o flaca. Y bien, ahora importa. Judith es flaca, pero poderosa. Tanto, que enloquecerá al pobre Alberto, ahora, arriba, en la torre de vigilancia.

—¿Qué hacés aquí? —pregunta Alberto.

¿Cómo es Alberto? No lo imagino por ejemplo, como a Heriberto Ryan, es decir, con anteojos, semicalvo y abdomen abultado. No, Alberto tiene que ser un morochazo argentino. Un ardiente macho de las pampas. Absolutamente.

—Vine a verte —dice Judith.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —pregunta Alberto.

—Siempre sé dónde estás —dice Judith. Te huelo como a un animal.

Personas exquisitas como usted y yo se hubieran sentido agraviadas por semejante frase. Pero no Alberto. Para él, ser comparado con un animal es un halago a su vanidad viril. Compréndalo: es un ser primitivo.

—Vení, guacha —dice Alberto. Vení.

Judith se arroja a sus brazos, abre casi agresivamente sus labios y lo besa con pasión. Alberto le desgarra la blusa. Sin vueltas, a lo bestia, arrancándole los botones. Las grandes tetas de Judith son ahora suyas. Hunde entre ellas su rostro y las besa compulsivamente. Se pierde en ese fuego.

Judith, que ha empezado a emitir un sensual ronroneo, acaricia el cuerpo del fogoso celador. Su mano busca, desciende y desciende aún más.

Hasta que:

—Alberto —jadea Judith—, qué duro estás. Qué hermoso.

Alberto extrae su rostro de entre las tetas y dice:

—No te entusiasmés, nena. Es el bastón de goma.

Y se acabó.

Es todo.

Espero no desilusionarlo, pero la escena sexual termina aquí.

Judith sustrae el bastón de goma de Alberto y lo descarga sin piedad (una, dos, tres, cinco veces) sobre su cabeza. Es decir, sobre la de Alberto.

—¿Qué… hacés? —gime Alberto, protegiéndose inútilmente con sus manos. ¿Qué… te pasa?

—No quería otra cosa que tu bastón de goma, boludo —ruge Judith. Y romperte la cabeza. ¡Así! ¡Así! ¡Así!

Y un bastonazo por cada «¡Así!».

Alberto cae de rodillas. Una sangre abundante y espesa cubre su rostro.
[27]

Judith, impiadosa, continúa castigándolo. Alberto pierde el sentido y se desploma sobre el piso. No creo que hubiera podido desplomarse sobre otra cosa. Judith le arrebata las llaves y huye de la torre de vigilancia. Lo hace, descendiendo velozmente las escaleras. Ahora abre una puerta de hierro y sale al descampado que se extiende detrás del Reformatorio. Allí, donde está el cementerio. Comienza a correr entre las cruces blancas.

Un grito la paraliza.

—¡Agarrenlá! ¡Se escapó! ¡Agarrenlá!

Es Alberto, con el rostro bañado en sangre pero ya repuesto. ¿Tan rápido se ha repuesto? Para desdicha de Judith y para beneficio de las necesidades del relato, sí. Judith apresura su carrera.

Other books

The Remedy Files: Illusion by Lauren Eckhardt
Cravings (Fierce Hearts) by Crandall, Lynn
At Year's End (The 12 Olympians) by Gasq-Dion, Sandrine
The Last Jihad by Rosenberg, Joel C.
Soldier of Sidon by Gene Wolfe
Ashes of Twilight by Tayler, Kassy
Her Kilt-Clad Rogue by Julie Moffett
Citizen of the Galaxy by Robert A. Heinlein